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domingo, 3 de marzo de 2019

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




CONSTANTINOPLA


     No existe ciudad que pueda comparársela en grandeza. Londres o París son más enormes, pero el viajero se convence de esto porque así lo dicen los libros, no porque lo vean sus ojos. Es imposible encontrar en ellas una calle o una plaza que proporcione la sensación exacta de la grandeza de la ciudad. Constantinopla, en cambio, puede abarcarse de un solo golpe de vista. Basta colocarse en mitad del Cuerno de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, o en el Gran Puente, para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana. Ninguna ciudad del mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal aspecto de inmensidad. Su vecindario es de millón y medio de seres, pero cualquiera puede atribuirle cuatro ó cinco millones. Á lo largo del Cuerno de Oro, en ambas riberas, el caserío ondula apretado sobre las colinas. En primer término se ven dos ciudades, siguiendo las tortuosidades de las orillas, y sobre éstas aparecen otras, en alturas que se alejan, y más allá continúa el caserío hasta esfumarse en el horizonte, azuleando como las montañas remotas. Y cuando la vista, cansada de esa inmensidad de edificios, se vuelve hacia la extensión de agua azul, ve al través de un bosque de mástiles una ribera que cierra el horizonte, la de Asia, y en ella nuevas agrupaciones urbanas, que cubren llanuras, escalan montañas y son también Constantinopla. La torre de Galata, pesada y enorme, mira desde lo alto de su península al viejo Stambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como la plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una llama de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas cúpulas que ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una media luna que arde bajo los rayos del sol.”



Vicente Blasco Ibáñez. 
Oriente. 
Sempere y Compañía Editores.