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viernes, 30 de junio de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



KRIKOR



La canción, evidentemente una tragedia, combinaba todo el drama de un aria de Verdi con la tortura de una resonancia estrepitosa que rompía los tímpanos. Gemía y se lamentaba, se retorcía, sollozaba y chillaba intentando alcanzar un climax ansiado y abrasador. Era espantoso. Tomamos asiento y contemplamos el espectáculo.
       --Fantástico, fantástico —decía Krikor--. Esto es una canción armenia muy famosa sobre la matanza de Van. Es muy, muy bonita.
         --Weeeeeeaaagh –cantaba la artista--. Croooooosk, unkph weeeeagh.
En toda mi vida había oído un idioma menos adecuado para la canción que el armenio.
         --Skrooooo Vonskum Vvvvaaaaaaaaaaan.
         --Se está bien aquí –dijo Laura.
Krikor asintió con la cabeza entusiásticamente.
         --Es magnífico –dijo--. Este lugar es un buen negocio, os lo digo yo. Un buen negocio.
Mientras charlábamos, unos camareros con bigote y disfrazados (el traje típico nacional) se acercaron con un cubo lleno de brasas y unos narguiles en la mano. Colocaron uno entre Krikor y yo, rellenaron el extremo con tabaco y brasas, y nos preguntaron qué queríamos beber. A los poco minutos regresaron con un surtido de kebab, un vaso generosamente lleno de raki para Krikor, una cerveza siria muy suave para mí y un whisky para Laura.
         --Mi primo tiene otro restaurante como éste en las afueras de Beirut. Tambien es un buen negocio. Es un sitio muy bonito. Por la noche se puede ver cómo suben los cohetes.
         --¿Fuegos artificiales? –preguntó Laura.
         --No –respondió Krikor--. Cohetes para matar. Bonito, muy bonito el espectáculo. Cuando explotan, caen chispas por todos lados. Se ve muy bien el espectáculo desde el restaurante de mi primo.
         --¿No resulta muy peligroso?
     --No, el restaurante es muy seguro. Beirut es una buena ciudad. Muchas salas de fiesta, muchas chicas, mucho baile. Hay algunos problemas…, bombas, secuestros, disparos, pero nada importante.
          --Es usted muy valiente.
         --No valiente. Siempre llevo dos pistolas y una granada. Pero no las uso a menudo.
         --¿A menudo?
         --No a menudo.
         --¿Sólo a veces?
       --De vez en cuando. La última vez que fui a Líbano unos árabes se metieron con mi amigo. Querían matarle. Así que les disparé a los dos.
         --¿Los mató?
       --Pues claro. No pasa mucho, pero es importante ir armado. Incluso aquí llevo eso.
Sacó una pistola del bolsillo. Era pequeña y negra, con cañón corto y chato.
         --¿Cuánto hace que lleva eso?
         --Siempre lo llevo.
        --Pero es una locura –dijo Laura-- Se le puede disparar en el bolsillo en cualquier momento.
Krikor sonrió.
         --Vamos –dijo--. Toma un poco de raki.


William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo. Edhasa.



miércoles, 5 de octubre de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL SUEÑO DE RACHID


“Nacido de una familia judía, se convirtió al Islam y entró al servicio de la corte de los kanes de Il. Gradualmente fue ocupando puestos superiores hasta llegar a ser visir al mando de Uljetu, cargo que le valió un poder enorme y una riqueza extraordinaria. Sólo en tierras, su imperio particular se extendía desde los huertos y viñedos de Azerbaiján, atravesando las plantaciones de palmeras datileras del sur de Irak, hasta las vegas y trigales de Anatolia. Pero sus cartas no revelan que fuese un adulador ambicioso. Era, por encima de todo, un intelectual, y es su afición por el estudio y no su habilidad de estadista lo que deja traslucir más claramente su correspondencia. Siendo como era un hombre tan poderoso, sorprende el tono erudito de sus cartas. Escribe a un amigo desde la India, emocionado por el descubrimiento de unas especias que no se pueden encontrar en Persia. A otro le invita a visitar el jardín que acaba de hacer en Fatehabad. Manda “aves, yogur y miel” a un monasterio y “elegantes prendas de ropa y un caballo” a un intelectual que le ha dedicado un libro. Con sus hijos adopta una actitud más severa. Escribe a uno de ellos lamentando que el muchacho se dedique a la astrología (Rachid acababa de nombrarle gobernador de Bagdad y consideraba que debía ser más estricto con su manera de pensar); otro recibe un sermón para prevenirle contra “la pereza, el vino y la afición excesiva a la música y a la disipación”.
Estas advertencia van mezcladas con pasajes en los que muestra gran entusiasmo por sus proyectos de revivir el estudio en Persia. Para él, uno de los aspectos más interesantes de Rachiddya era su escuela, y escribe regularmente a sus hijos describiéndoles sus progresos. Se enorgullecía del elevado número de lectores del Corán y de doctores en teología, los “cincuenta médicos que venían de Siria y Egipto”, los ocultistas, cirujanos y ensalmadores, y especialmente los siete mil estudiantes del todo el mundo islámico. “Es de la mayor importancia que los estudiantes sean capaces de trabajar  con  la tranquilidad de  espíritu  que  da  el no  tener la  angustia de la  pobreza –escribió--. No hay mejor servicio que fomentar la ciencia y la erudición.”
Consecuentemente, no sólo daba grandes cantidades para las casas, sino también para los estipendios diarios, gastos anuales de ropa, y dinero para dulces.
Fue a Rachid ed-Din a quien los kanes de Il confiaron la crónica de la historia oficial de las conquistas mongoles. Fue tan acertada que Uljetu siguió encargándole otras historias: de los turcos, indios, chinos, judíos y francos, además de un compendio gramatical. Habían planeado encuadernarlo todo junto en una historia mundial de un solo tomo, el Jami el Tawarikh, una amplia enciclopedia histórica, única en la Edad Media. La administración del reino le ocupaba el día entero, de manera que debía escribir la Historia en el tiempo comprendido entre el alba y la plegaria matutina. Le llevó la mayor  parte de su vida. Aún hoy resulta una lectura fascinante. Especialmente interesante es la Historia de los Francos, la única obra islámica sobre Europa que se escribió hasta el perído otomano. Algunas veces las fuentes le llevan a engaño (un texto papal le hizo llegar a la errónea conclusión de que el papa solía usar la cabeza y la nuca inclinadas del sacro emperador como estribo para montar sobre su caballo), pero en general es tan veraz como único, y a la vez está lleno de detalles sorprendentes: por ejemplo, sabía que en Irlanda no había reptiles venenosos. Como historiador, Rachid era muy consciente de lo efímero del éxito humano y en su vejez se vio acosado por la idea de que el trabajo de toda su vida sería olvidado por la posteridad. Tomó elaboradas medidas para la conservación de sus libros y separó la inmensa cantidad de sesenta mil dinares para que fuesen copiados y traducidos, y para los gastos de encuadernación, mapas e ilustraciones “en el mejor papel de Bagdad y con la caligrafía más bonita y legible”. Pero no sirvió de nada. El enorme poder y la inmensa riqueza de Rachid sólo podía despertar la envidia entre sus contemporáneos y, al morir su mecenas Uljetu, los enemigos de Rachid hicieron lo imposible para asegurarse su destitución. Dos años más tarde, aquel anciano de setenta y seis años de edad fue llamado a comparecer ante un tribunal que le acuso de haber envenenado a su señor. Tras un breve juicio, le condenaron a muerte y pasearon su cabeza por las calles de Tabriz al grito de: Ésta es la cabeza de un judío que ofendió el nombre de Dios; ¡Que la maldición de dios caiga sobre él”.
A sus familiares les deshonraron y les confiscaron  los estados. Rachiddya fue saqueada e incendiada. Destruyeron todas las copias que encontraron de su obra. De un brochazo lo borraron de la historia como a un estalinista caído.
Pero el recuerdo de Rachid ed-Din no se extinguió. Las copias de su obra traducida sobrevivieron en las bibliotecas de los estados musulmanes vecinos y, mientras los nombres de sus asesinos han caído en le olvido, la vida de Rachid se ha conservado como una de las mejores documentadas de su época y, junto con los Viajes de Polo, su Jami el- Tawarikh actualmente es una de las fuentes históricas principales el Asia mongol."


William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo. Edhasa.

miércoles, 2 de julio de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL SUEÑO DE ULJETU


            “Fue imposible dormir durante el viaje nocturno. El autobús avanzaba dando sacudidas por carreteras secundarias y paraba cada media hora en un chai-khana. Por el altavoz se oía el parloteo incesante de un sermón. Llegamos a Zanjan pasada la medianoche, absolutamente agotados. En dos hoteles se negaron a aceptarnos, y en el tercero el dueño nos hizo pasar a un cuchitril sin ventanas y con las paredes llenas de inscripciones. Nos contó que diez años atrás había estado en Aberdeen, y la verdad es que olía como si no se hubiese lavado desde entonces. En su defensa hay que decir que en su hotel tampoco se veía ninguna instalación para hacerlo.
         A la mañana siguiente nos levantamos temprano y cogimos un microbús lleno de viejas coléricas. Nos dirigíamos a Sultaniya, ahora una extensión de ruinas a punto de desmoronarse, pero que en una época había sido la capital de la Persia mongol, desde donde se gobernaba un imperio que se extendía desde el Oxus hasta el Éufrates.
         Cuando Polo pasó por Persia en su viaje de ida, la ciudad aún no estaba construida y sus tierras todavía estaban ocupadas por los trigales Qongqur-Oleng, las praderas doradas. Pero en 1324, cuando Polo murió, la ciudad superaba el millón de habitantes. Sultaniya se construyó por encargo del kan Il Uljetu, el hijo del tataranieto de Gengis Kan, un personaje al estilo de Claudio a quien su familia llamaba “El Mulatero” y que los libros de historia mencionan por su amplio y diversificado interés en la religión. Nacido cristiano nestoriano, fue bautizado con el nombre de Nicolás y sucesivamente se hizo chamanita, budista, musulmán chiíta, para abrazar finalmente la fe sunnita. Después de profesar todas las religiones accesibles, murió de un trastorno digestivo en 1316.
         Sultaniya era su gran pasión. Había pasado buena parte de su infancia cazando en los ricos pastos que había allí y en 1305 empezó la obra de lo que él quería que fuese la ciudad más grande y magnífica del mundo. Se levantaron las murallas, que medían treinta mil pasos de circunferencia, y en su interior apareció como por ensalmo toda una red de calles. Se alentó a nobles y oficiales a que construyeran palacios para ellos y casas para los campesinos. El visir e historiador Rachid ed-Din hizo edificar todo un barrio al que modestamente dio el nombre de Rachiddya en honor de su persona. En él podían encontrarse veinticuatro caravasares, una magnífica mezquita, dos alminares, una escuela, un hospital, mil quinientas tiendas, más de “treinta mil casas fascinantes, baños salubres, agradables jardines, fábricas de papel y de tejidos, una fábrica de tintes y una ceca”. Los artesanos y mercaderes fueron trasladados a la fuerza a la ciudad, y a cada oficio se le asignó su propia calle. Se propuso que Sultaniya se convirtiera en un centro de peregrinación, para lo cual Uljetu empezó a construir un enorme mausoleo en el centro de la ciudad destinado a albergar los cuerpos de los dos santos más importantes del mundo chiíta, Hussein y Alí, pero su conversión al islamismo sunnita truncó el proyecto de convertir Sultaniya en la meca chiíta. El mausoleo se convirtió en su propia tumba.
         Muy pronto el lugar empezó a prospera. El historiador Mustawfi afirmó que en ningún lugar del mundo se encontraban edificios tan hermosos y que los bazares no tenían parangón en todo el imperio mongol.

Allí podía encontrase todo lo inimaginable. Piedras preciosas y costosas especias de la India; turquesas de Khurasan y Fergana; lapislázuli y rubíes de Badakhshan; perlas del golfo pérsico; sedas de Gilan y Mazandaran; añil de Kirman, los magníficos tejidos de Yazd; las telas de Lombardía y Flandes, seda en rama, brocados, lacas, almizcle, ruibarbo chino, perros de caza árabes, halcones turcos, sementales de Hijaz…

Incluso había un arzobispo católico.
         Sin embargo la prosperidad fue ilusoria. Con toda su magnificencia, Sultaniya era la obra de un hombre, y murió con él. El día en que Uljetu fue enterrado, catorce mil familias abandonaron la ciudad. Les habían obligado a vivir allí por capricho de un gobernante extranjero, y aprovecharon la primera oportunidad que se les presentó para marcharse. En verano era fresco y agradable, pero durante el resto del año hacía un frío insoportable. El suministro de agua era inadecuado. Quedaba apartada de la ruta principal de la seda y los mercaderes empezaron a pasar de largo tan pronto como dejaron de obligarles a que se desviasen. Su esplendor se desvaneció con rapidez. Los sucesores de Uljetu trasladaron la capital a Tabriz. La población de Sultaniya inició el éxodo; las casas de adobe fueron arrastradas por la corriente. No quedó ni siquiera el espectro de la ciudad: simplemente desapareció. Lo único que se conservó fue el enorme mausoleo de Uljetu.
         Lo primero que vimos fue la enorme cúpula turquesa que resplandecía bajo los primeros rayos de sol de la mañana. Se erguía en medio de la extensión plana de una dehesa, solitaria como una montaña artificial de lacrillos y azulejos. El microbús no tenía ninguna para allí y nos dejo en la carretera principal, a tres kilómetros, que tuvimos que recorre andando.
         La tumba podría ser considerada en sí misma como una extraordinaria construcción de cualquier época, pero considerando que es el primer monumento de importancia que emerge de las cenizas de las invasiones mongoles, merece ocupar un puesto de honor entre las obras realizadas por el hombre medieval. El mausoleo fue construido sólo cincuenta años más tarde que la medersa de Sivas, pero ambas edificaciones están separadas por un gran golfo. En 1320, todas las ideas del Taj ya estaban expresadas aquí, en las llanuras al este de Tabriz. El Taj no es más que el refinamiento de Sultaniya, ya que en lo esencial es una repetición de una idea trescientos años más antigua. Robert Byron escribió que la audaz imaginación de Uljetu le recordaba a la de Brunelleschi, pero en realidad no existe una osadía comparable en toda la arquitectura europea. Como si San Pedro se hubiera construido cincuenta años después que Chartres.”


William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo. Edhasa.

viernes, 23 de noviembre de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



IOGURES




"El oasis de Yarkant es enorme; continúa sin interrupción hasta Yecheng, que se encuentra a cuarenta kilómetros de distancia. El conductor nos dejó en un extremo de la ciudad, nos estrechamos la mano y se marchó comprensiblemente nervioso de que le sorprendieran ayudándonos. Empezamos a andar por los callejones y por entre los parterres de los jardines, intentando evitar las calles principales de la ciudad, pero aun así, atrajimos un séquito considerable. La gente de Yecheng nunca había visto a un europeo y estaba dispuesta a no dejar escapar la oportunidad. Los labradores dejaban caer la azada; los obreros abandonaban el torno. Los niños que volvían del colegio daban media vuelta y se unían a la muchedumbre creciente que nos seguía los pasos. La sensación de ser flautista mágico probablemente fue muy divertida para Hamelin, pero a nosotros no sólo resultaba irritante, sino que además era peligrosa. Posiblemente hubiéramos podido eludir los guardias de Seguridad Pública de habernos encontrado en nuestra propia ciudad, pero costaba imaginar cómo alguien podía dejar de ver a una multitud vociferante de por lo menos sesenta personas. Tampoco era especialmente halagador. Por lo que habíamos visto en Kashgar, los uigures consideran que los europeos son gente extremadamente fea. Los paquistaníes creen que somos la imagen de la perfección (las mujeres paquistaníes elegantes se ponen una crema para el sol destinada no a broncear, sino a dar a la piel un tono más claro, más europeo), pero los iugures no comparten el mismo gusto. En Kashgar, Louisa no había recibido ni una sola de las generosas proposiciones que le habían hecho al otro lado de los Karakorum. Para los uigures nosotros nos parecemos a los ogros de los cuentos de hadas ingleses: somos demasiado altos, tenemos la nariz larga y ancha, los labios fofos, los rasgos deformes o nada atractivos. Los senos de Louisa eran objeto de un examen minucioso e incrédulo por parte de los uigures: ¿cómo podía existir alguien con aquellos melones?"

William Dalrymple. Tras los pasos de Marco Polo. Edhasa.