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lunes, 3 de agosto de 2020

OBITER DICTUM









El guía que nos acompañó tenía grandes mandíbulas bien rasuradas y ojos saltones. Podrían haberlo asesinado  en cualquier parte al confundirlo con Mussolini. Resulta muy curioso el hecho de que las personas de los órdenes inferiores con frecuencia se parecen a las figuras públicas de su generación. Los Gladstones empiezan ahora a extinguirse en Inglaterra. En mi universidad había un catedrático idéntico a un notorio asesino.


Evelyn Waugh.

lunes, 30 de diciembre de 2019

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL TURISMO Y LA INDIGESTIÓN


«Otra objeción es que tu llegada coincide inevitablemente con una gran afluencia de otros visitantes, lo cual ocasiona una erupción antinatural de rapacidad entre los habitantes de las poblaciones más pequeñas. Uno se inclina a aceptar la impresión de que toda la costa mediterránea está poblada exclusivamente por mendigos y vendedores de recuerdos. Además, cada lugar que visitas está relativamente lleno de gente. Esto es muy poco aplicable a un buque pequeño como el Stella, pero en el caso de los grandes barcos que efectúan cruceros el efecto es desastroso para cualquier apreciación auténtica del país. Ciudades como Venecia o Constantinopla engullen esta afluencia sin sufrir una indigestión excesiva, pero el espectáculo, que contemplé cierta vez durante la visita anterior, de quinientos turistas que llegan por carretera para observar la soledad de un pueblo en las montañas griegas resulta penoso y ridículo.»

Evelyn Waugh.
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Ediciones Península.

martes, 17 de octubre de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





BAILES POMPEYANOS


Cuando terminamos de desayunar, las formalidades burocráticas de los pasaportes y la cuarentena estaban listas y podíamos ir a tierra cuando lo deseáramos. Varias damas inglesas desembarcaron juntas, con libros de oraciones en las manos, en busca de la iglesia protestante. Más tarde se quejaron del cochero, que las engañó de la manera más indignante al seguir un camino indirecto y cobrarles ochenta y cinco liras. También les propuso que en vez de ir a maitines visitaran unos bailes pompeyanos. También a mí me vinieron con una proposición similar. En cuanto desembarqué, un hombrecillo con sombrero de paja se me acercó corriendo y me saludó con una cordialidad evidente. Tenía la cara morena, de expresión muy alegre, y su sonrisa era encantadora.
--¡Hola, sí, usted, señor!—exclamó--. ¿Quiere una guapa mujer?
Le dije que no, que era demasiado temprano para eso.
         --Ah, pues entonces quiere ver danzas pompeyanas. Casa de cristal. Todas chicas desnudas. Muy artístico, muy elegante, muy francés.
También me negué, y él siguió proponiéndome otras diversiones en absoluto adecuadas para una mañana de domingo. Así fuimos caminando a lo largo del muelle, hasta la hilera de coches en la entrada del puerto. Allí subí a un pequeño carruaje. El alcahuete trató de subir, pero fue bruscamente rechazado por el cochero. Le dije a éste que me llevara a la catedral, pero él me llevo a una casa de perversa naturaleza.
         --Ahí dentro—me dijo el cochero--. Danzas pompeyanas.
         --No—repliqué--. Quiero ir a la catedral.
El cochero se encogió de hombros. Cuando llegamos a la catedral la tarifa era de ocho liras, pero el suplemento ascendía a treinta y cinco. Yo carecía de adiestramiento como viajero y, tras un altercado durante el que intenté absurdamente razonar mi postura, le pagué y entré en la catedral. Estaba llena de fieles. Uno de ellos interrumpió sus oraciones y se me acercó.
         --Después de la misa. ¿Quiere ir a ver danzas pompeyanas?
Sacudí la cabeza con la frialdad de un protestante.
         --¿Chicas bonitas?
Mire hacia otro lado. Él se encogió de hombros, se santiguó y asumió de nuevo su actitud devota…
Aquella noche, cuando cenábamos en la mesa del capitán, la señora que se sentaba a mi lado me dijo:
         --Ah, señor Waugh, el conserje del museo me ha hablado de unas antiguas danzas pompeyanas muy interesantes que, según parece, todavía se bailan. No entendí del todo lo que me decía, pero me dio la impresión de que valía la pena. Tal vez usted querría…
         --No sabe cuánto lo siento—repliqué--, pero le he prometido al doctor que jugaríamos al bridge.


Evelyn Waugh. 
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Ediciones Península. 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






LA VALLETTA 


“A la tercera mañana, poco antes del almuerzo, avistamos Malta. Hubo cierto retraso para desembarcar, porque uno de los pasajeros había contraído la varicela. Sólo éramos dos los pasajeros que desembarcábamos y tuvimos que ir a ver al oficial médico en el salón de primera clase. Este hombre tuvo unas dificultades infinitas para pronunciar mi nombre y quiso saber dónde iba a alojarme en Malta. Sólo le dije que aún no había decidido cuál de los dos hoteles elegiría.
         --Decídase ahora—me apremió--. Tengo que llenar este formulario.
         Respondí que no lo haría hasta que hubiera visto a los directores.
         --Los dos son buenos hoteles, ¿qué más da uno que otro?—replicó.
         --Quiero que me salga gratis—le dije.
         El oficial médico me consideró un personaje muy sospechoso y me dijo que, bajo pena de prisión, debía presentarme diariamente en el Ministerio de Sanidad durante mi estancia en La Valletta. Si no lo hacía así, la policía daría conmigo y me obligaría a presentarme. Le dije que iría y él me dio el formulario de cuarentena. Aquella misma noche perdí el documento, no me acerqué al Ministerio de Sanidad y no supe nada más del asunto.
         Fuimos a tierra en una barcaza y desembarcamos en la aduana. Allí me abordaron dos jóvenes, ambos de baja estatura, morenos y vivaces, cada uno con una gorra de visera y un reluciente traje inglés. En la gorra de uno figuraba la inscripción “Hotel Osborne” y en la del otro “Hotel de Gran Bretaña”. Cada uno llevaba en la mano la carta que yo había escrito por duplicado, solicitando alojamiento. Cada uno tomó posesión de una parte de mi equipaje y me dio una tarjeta. Una de las tarjetas decía:

HOTEL OSBORNE
Strada Mezzodi
Todos los perfeccionamientos modernos. Agua caliente.
Luz eléctrica. Excelente cocina.
Frecuentado por Su Serena Alteza el príncipe
Louis de Battenberg
y el duque de Bronte.

En la otra tarjeta leí:

HOTEL DE GRAN BRETAÑA
Strada Mezzodi
Todos los perfeccionamientos modernos. Agua caliente y fría.
Luz eléctrica. Cocina incomparable.
Instalaciones sanitarias.
El único hotel con dirección inglesa.

(Uno habría dicho que sería mejor ocultar ese último hecho que anunciarlo.)
En El Cairo me habían informado de que el Gran Bretaña era el mejor de los dos, por lo que pedí a su representante que se hiciera cargo de mi equipaje. El mozo del Osborne agitó mi carta con un gesto petulante ante mi cara.
         --Una falsificación—le expliqué, asombrado de mi propia doblez.—Me temo que han sido ustedes engañados por una evidente falsificación.
         El mozo del Gran Bretaña alquiló dos pequeños coches de caballos, me condujo a uno y él se sentó con el equipaje en el otro. Tenía un dosel bajo y guarnecido con flecos por encima de la cabeza, así que me resultaba imposible ver gran cosa. Reparé en que iniciábamos una ascensión larga y escarpada, y que doblábamos muchas esquinas. En algunas de ellas tuve un atisbo de un santuario barroco, en otras un repentino panorama a vista de pájaro del Gran Puerto, lleno de barcos y con las fortificaciones más allá. Subimos, viramos y proseguimos a lo largo de una ancha calle con tiendas y portales de aspecto importante. Pasamos ante grupos de mujeres maltesas feísimas, tocadas con un sorprendente sombrero negro que era mitad velo y mitad paraguas, que es el último legado a la isla de aquellos caballeros de San Juan con tendencias conventuales. Entonces bajamos por una estrecha calle y nos detuvimos ante el pequeño porche de hierro y vidrio del hotel de Gran Bretaña.”




Evelyn Waugh. 
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Ediciones Península. 

viernes, 3 de abril de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






DE PASO EN GEORGETOWN


“No sé cómo se forjó la leyenda de que los hombres que administran territorios lejanos se caracterizan por su “fuerza y parquedad”. Lo contradice el testimonio de la experiencia. Algunos puede que empiecen siendo fuertes e incluso retienen una cierta enjutez en su edad adulta, pero la mayoría de ellos, cuando alcanzan alguna relevancia al servicio del Rey Emperador, son objeto de alguna que otra denuncia. En cuanto a su silencio, parece variar en relación inversamente proporcional a su distancia de la civilización. Para encontrar silencio uno debe ir a los comedores que hay a las afueras de Londres: los hombres que viven en grandes espacios abiertos, según mi experiencia, son asilvestradamente parlanchines; me he dado cuenta de que muchos de ellos adquieren la costumbre de habar con ellos mismos o con los perros y con los nativos, igualmente ajenos a su lengua. Y lo que es más hablan sobre cualquier tema: recuerdos personales, sus sueños, dieta y digestión, ciencia historia moralidad y teología. Aunque principalmente de teología. Parece ser la obsesión que aguarda a todo hombre solitario. Sacas cualquier tema grosero con un borrachín de la calle, aficionado al ron, y en diez minutos te está probando o rebatiendo la doctrina del pecado original.
Mr. Bain, aunque infatigable en su tarea, no era un hombre fuerte; frecuentes ataques de fiebre lo habían dejado consumido y sin sangre en las venas, y además sufría constantes ataques de asma terribles que le mantenían despierto prácticamente toda la noche, salvo una o dos horas. Tampoco era un hombre callado. Durante las quince noches que pasé a su lado habló de forma exhaustiva sobre todos los temas imaginables, con ansiedad, seguridad, entusiasmo, no siempre con exactitud o precisión, a veces apenas con congruencia, inagotablemente; con una imaginación exacerbada, con vertiginosos cambios en su manera de pesar e inquietantes efectos escénicos, con un vocabulario que combinaba de manera extraña la jerga que acostumbraba utilizar entre sus subordinados y las palabras más largas y menos frecuentes que había encontrado impresas en alguna parte. Como digo, hablaba sobre cualquier tema en cualquier momento, pero sobre todo hacía conjeturas metafísicas o contaba anécdotas. Siempre se presentaba a sí mismo en estas últimas de un modo prominente, y era entonces que sus gestos se volvían histriónicos al máximo. El diálogo estaba dispuesto en tu totalidad mediante la oratio recta: nunca ”le ordene que se fuera de una vez” sino “le dije vete, rápido, vete”, y con estas palabras el dedo de Mr. Bain se disparaba acusante, su cuerpo se estiraba y enervaba, y sus ojos se afilaban hasta tal punto que empecé a temer que fuera a sufrir algún tipo de ataque.
Un rasgo incesante –y lamentablemente poco común—de los recuerdos de Mr. Bain, era que a diferencia de la mayoría de la gente, que recuerda todas las injusticias con las que se ha topado, él recordaba y retenía también cada palabra de aprobación, el cariño que recibió de sus padres siendo niño, el premio en geometría que le otorgaron en el colegio, la mención de honor que obtuvo en la escuela de formación profesional por su habilidad para el dibujo, numerosas muestras espontáneas de aprecio por parte de muchos conocidos a lo largo de su vida, la devoción por parte de sus subordinados y la confianza de sus superiores; el deleite con el que el gobernador revisó sus informes oficiales; los testimonios de los convictos que incidían en la imparcialidad, clemencia y sabiduría de sus sentencias judiciales. Todas estás experiencias permanecían vívidas y relucientes en su memoria y todas, o casi todas, tuve el privilegio de escucharlas.
Me parecía que muchas de sus historias ponían a prueba los límites de la credibilidad, como por ejemplo que tenía un caballo que podía bucear o que tenían un consejero que contrató a un loro que le traía información. El pájaro, contaba Mr. Bain, se adelantaba volando y luego volvía para posarse sobre el hombro del indio y susurrarle al oído lo que había visto, quién andaba por la carretera y dónde se podía encontrar agua. No creo que Mr. Bain estuviera engañándome deliberadamente sino que al igual que cualquier persona que disfruta contando anécdotas, llega un momento que no sabía distinguir entre lo que realmente había ocurrido y las historietas inventadas que había contado tantas veces como ciertas. Resulta molesto que a uno le chafen su historia: pronto caí en la mezquina y exasperante manía de desmontar y cuestionar sus historias, lo que normalmente desenterraba las mentiras aceptadas.”


Evelyn Waugh. 
Noventa y dos días. 
Ediciones del Viento.

viernes, 1 de marzo de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






KAIETEUR


“En la cima de Kaieteur había una posada que se conservaba en buen estado. Había sido erigida, igual que la que se encontraba en Amatuk, cuando una compañía de Georgetown proyectó un servicio regular de turistas que ya no se llevaba a cabo. (Una mujer llamada McTurk había puesto todo su empeño dando facilidades a aquellos que quisieran subir, pero a estas alturas las cataratas no disponían de ningún responsable ni de instalaciones). Había varios nombres e iniciales grabados en la pared. Sobers dijo que traía buena suerte dejar alguna huella de la presencia allí. Gerry se mostró escéptico ante sus palabras.
--Muchos ya estar muertos –puntualizó.
La inscripción más reciente databa de enero de ese mismo año y decía: “Alfredo Sacramento, escritor y trotamundos murió aquí de hambre”.
Winter me había contado la historia de este hombre. Portugués, apareció en Georgetown en Navidad sin aspiraciones artísticas pero con ganas de ser un trotamundos. Vivía de vender postales firmadas con su autorretrato. No es la primera persona que conozco que se gana la vida de esta manera. En una ocasión conocí en Venecia a un danés barbudo que hacía lo mismo. De vez en cuando sale también alguna entrevista en los periódicos ingleses sobre alguien que ha circunnavegado la tierra con éxito de esta forma. La mayoría de estos viajeros llevan consigo una carta de recomendación, verdadera o falsa, escrita por algún catedrático, que, traducida a seis idiomas, pone de manifiesto ser una promesa literaria. Provistos de esta carta y de una maleta cargada de fotografías de sí mismos vestidos en traje de explorador, emprenden su viaje alrededor del mundo. No estoy seguro de si alguno de ellos escribe un libro al regresar a casa, pues la experiencia de estos viajeros se reduce mayoritariamente a una monótona ronda de visitas a los cafés a la caza de clientes, encarcelaciones y deportaciones, y colas en los consulados y en las oficinas de inmigración. (Le dimos una lista al danés barbudo de todas las direcciones y números a los que debía llamar cuando viniese a Inglaterra, pero a día de hoy todavía no he tenido noticias suyas).
Sacramento pronto agotó su paciencia y la curiosidad que sentía por Georgetown y charlando con unos negros en una licorería, estos le contaron las leyendas doradas acerca de la hospitalidad de los indios y de los rancheros. Quiso saber cómo llegar a aquellos lugares y los negros le explicaron que existía una carretera sin grandes dificultades y directa que llegaba hasta Brasil; en cada apeadero podría encontrar un poblado indio donde era poco probable que le compraran sus retratos pero en cambio se encargarían de darle de comer o de echarle una mano en lo que necesitase. El pobre hombre se creyó toda la historia y comenzó a informarse de cómo llegar hasta Kaieteur. Daba la casualidad de que se hospedaba por aquel entonces en Georgetown un doctor canadiense, que impulsado por las maravillas que había leído acerca de Kaieteur en una revista de divulgación, había decidido emprender viaje hasta la Guayana. Al llegar a la estación, el doctor pidió un billete hasta las cataratas. Defraudado pero decidido al descubrir que la expedición iba a ser mucho más compleja de lo que había imaginado, consiguió un barco que le llevara hasta allí. Los patrones de barco siempre agradecen que les echen una mano para subir el río de manera que Sacramento pudo obtener un pasaje gratis a cambio de remar y ayudarles con la carga. Realizó el viaje en compañía del doctor, que cuando hubo visitado las cataratas y sacado un carrete entero de fotos, bajó (rompiéndose accidentalmente una costilla por el camino) dejándole solo arriba del todo. Sacramento buscó la carretera prometida que debía recorrer los poblados indios pero pronto descubrió que en realidad no existía; el altiplano iba a parar a la impenetrable densidad del bosque; el único barco que había en el embarcadero era el de Winter, demasiado pesado para ser puesto a flote y menos aún para ser impulsado corriente arriba por una sola persona. Sacramento de pronto se encontró sin provisiones y sin posibilidad de salir de aquel lugar hasta que llegase el próximo turista, quizás dentro de seis meses.
Afortunadamente, Winter estaba de camino de vuelta a las excavaciones de diamantes y diez días más tarde se encontró al pobre Sacramento a punto de morir de inanición y envenenado al haber ingerido raíces y frutas del bosque. Winter se ocupó de alimentarle cada día aumentado progresivamente la dosis de comida hasta hacerle recuperar la salud, y entonces lo envió de vuelta a Amatuk en su barco, pero Sacramento no demostró excesiva gratitud por todo ello. Al recuperar las fuerzas recuperó también sus ansias de conocer mundo y no había manera de convencerle de que de ninguna forma podría alcanzar Brasil sin la ayuda de un guía y desprovisto de reservas como pensaba viajar, de que los indios vivían en asentamientos desperdigados y de que eran en realidad gente huraña, que no estaba dispuesta a dar comida a los extranjeros desconocidos incluso cuando podían permitírselo. Sacramento regresó convencido, vivo, pero lleno de resentimiento.”



Evelyn Waugh. 
Noventa y dos días. 
Ediciones del Viento.