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viernes, 20 de mayo de 2022

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






MOSCAS DE ASTRACÁN


«Sin esa pastelería no hubiera podido trabajar: el café es el material más importante para escribir. Sin embargo, las moscas sobran. Y, empero, allí estaban, por la mañana, a mediodía, por la tarde. Las moscas, no los peces, constituyen el noventa y ocho por ciento de la fauna de Astracán. Son completamente inútiles, no son una mercancía, nadie vive de ellas, ellas viven de todos. Espesos enjambres negros se posan sobre alimentos, azúcar, cristales de ventanas, platos de porcelana, restos, arbustos y árboles, charcos de heces y montones de basura, e incluso sobre pelados manteles de mesa donde ningún ojo humano es capaz de ver nada comestible. Las moscas pueden sorber las moléculas de las sopas derramadas, de los restos de materia seca hace ya mucho tiempo, como si fueran cucharas. Sobre las blusas blancas que la mayoría de la gente viste aquí, se posan miles de moscas, seguras y ensimismadas, y no echan a volar cuando su anfitrión se mueve, están sentadas sobre sus hombros durante dos horas; las moscas de Astracán carecen de nervios, exhiben una tranquilidad propia de grandes mamíferos, como la de los gatos, y de sus enemigos del mundo de los insectos, las arañas… Esto me admira, y lamento que estos últimos animales, inteligentes y humanos, no vengan en bandadas a Astracán, donde podrían convertirse en miembros útiles de la sociedad humana. Es verdad que, en mi habitación, viven ocho arañas de cruz, animales sosegados, astutos, plácidas compañeras de las noches en vela. De día duermen en sus habitáculos. Al atardecer, ocupan sus puestos, dos de ellas, las más destacadas y peligrosas, en las inmediaciones de la lámpara. Se quedan mirando, larga, pacientemente, a las moscas desprevenidas, trepan con sus finas patas del grosor deun cabello por redes surgidas de la nada y de su saliva que reparan sin quitar el ojo, ponen cerco a su presa dando rodeos cada vez más amplios, se agarran hábilmente de cualquier granito de arena que sobresalga del muro, trabajan dura e inteligentemente, ¡pero qué exigua es la recompensa! En la habitación zumban miles de moscas, ¡yo desearía que acudieran de una vez veinte mil arañas venenosas, un ejército de arañas! De quedarme en Astracán, las cuidaría y les dedicaría más atención que al caviar.»

Joseph Roth.
Viaje a Rusia.
Editorial Minúscula.

jueves, 29 de septiembre de 2016

OBITER DICTUM




«Ni el propio país reconoce la bandera tricolor. Sublevaciones en el Sur y en el Oeste: los campesinos están hartos de los eternos reclutamientos y disparan sobre los gendarmes que quieren llevarse sus caballos para los cañones. En las calles se leen carteles satíricos que decretan, por ejemplo, en nombre de Napoleón:
  Art. 1º Anualmente me han de ser entregadas trescientas mil víctimas.
  Art. 2º Bajo ciertas circunstancias aumentaré el número a tres millones.
  Art 3º Todas estas víctimas serán enviadas por correo a la gran matanza.»


Stefan Zweig

jueves, 3 de abril de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




AL ENTRAR EN RÍO DE JANEIRO


“Muy de madrugada, todos los pasajeros, llevando prismáticos y máquinas fotográficas, aguardan con impaciencia, agolpados a la borda; ninguno de ellos quiere dejar de ver la célebre entrada a Río de Janeiro, por más veces que la haya admirado. Pero todavía no se ve sino el brillo del mar, azul y metálico, como desde hace muchos días: monotonía sedante y que cansa. Y, sin embargo, sentimos que nos aproximamos a la costa; respiramos la tierra cercana antes de verla, pues el aire se torna de repente húmedo y suave, acariciándonos la boca y las manos, y un perfume misterioso llega hasta nosotros imperceptiblemente; perfume preparado en el fondo de la inmensa selva con el hálito de las plantas y la humedad de los cálices, esas indescriptibles exhalaciones de las regiones tropicales, cálidas, bochornosas y en fermentación, que nos embriagan y nos cansan de un modo delicioso.
Ahora, por fin, una silueta a lo lejos: en lontananza una cadena de montañas perfilase vagamente, como unas nubes, sobre el cielo límpido y, en la medida que el vapor se va aproximando, los contornos resaltan más nítidos: es la serie de montañas que con los brazos abiertos protege la bahía de Guanabara, una de las más grandes del mundo. Esta bahía, con sus muchos recodos y promontorios, es tan ancha y tan ensenada que todas las embarcaciones de todas las naciones cabrían en ella, una junto a otra, y en el interior de esta gigantesca concha abierta, hállanse diseminadas, cual perlas, numerosísimas islas, cada una de las cuales es de forma y de color distintos. Unas emergen grises y uniformes del mar de color amatista; vistas de lejos, semejan unas ballenas por la desnudez y la tersura de sus lomos. Otras son de forma oblonga, pedregosas y cubiertas de tubérculos como la piel de cocodrilo; otras: están pobladas, otras convertidas en fortalezas; y otras parecidas a unos jardines flotantes con palmeras y vergeles; y mientras admiramos con curiosidad, a través de unos prismáticos, la insospechada multiplicidad de sus formas, cobran plasticidad las montañas del fondo, cada una de ellas, también, de figura particular. Allí están los montes: uno, sin árboles; otro, cubierto de una envoltura de verdes palmeras; otro, peñascoso; y otro, ceñido con un resplandeciente cinturón de casas y jardines, como si la naturaleza, escultora atrevida, hubiera tratado de colocar, una al lado de otra, todas las formas existentes en este mundo, y por eso la fantasía popular dio nombres de este mundo a las figuras pétreas y montañosas --la Viuda, el Corcovado, el Perro, los Dedos de Dios--, llamando Pan de Azúcar a la más sobresaliente de ellas, la que se eleva frente a la ciudad con repentino empinamiento, cual la estatua de la Libertad a la entrada de Nueva York, como símbolo antiquísimo e inamovible de la ciudad. Mas a todos esos monolitos y montes les domina el Corcovado, el jefe de la tribu de gigantes, que alza sobre Río de Janeiro una cruz gigantesca (que de noche se ilumina con luz eléctrica) para la bendición, como un sacerdote alza la Custodia sobre un grupo de gente arrodillada.
Ahora, finalmente, luego de haber atravesado el laberinto de islas, divisamos la ciudad. Pero no la divisamos de una vez. Este panorama de edificios no se puede abrazar de una ojeada como los de Nápoles, de Argel o de Marsella, que se ofrecen en forma de anfiteatro abierto con gradas de piedra: Río de Janeiro se abre como un abanico, una imagen después de otra, un sector después de otro, una perspectiva después de otra, y esto es lo que da su carácter dramático a la entrada, tan abundante en sorpresas. Cada una de las ensenadas pobladas, cuya suma forma la playa, se halla aislada por cadenas de montañas, que son como las varillas del abanico que separan las imágenes a la par que las reúnen. Surge, por fin, la playa, de hermosa curvatura. ¡ Qué aspecto más encantador! Un paseo costanero, ancho, siempre cubierto de espuma de olas, con casas y chalets y jardines, y ahora ya se distinguen bien el hotel de gran lujo y los chalets, rodeados de parques y trepando por las colinas. Pero nos hemos equivocado; aquello no es más que la playa de Copacabana, una de las más hermosas del mundo, y Copacabana es un arrabal nuevo de Río de Janeiro, y no la ciudad propiamente dicha. Aun hay que doblar el Pan de Azúcar, que quita la vista: sólo entonces vemos la ciudad dentro de la bahía, esa ciudad blanca y compacta, mirando al mar y fundiéndose indistintamente en las alturas vestidas de verde. Vemos los jardines, recién plantados junto al mar, y el aeródromo, que se acaban de ganar al océano: no tardaremos en desembarcar y satisfacer nuestra impaciencia. ¡ Otra vez estamos equivocados! Ésta es la bahía de Botafogo y de Flamengo; tenemos que seguir adelante, abriendo otro pliegue de este abanico divino, reluciente con todos los colores imaginables, al pasar por delante de la isla de la Marina y aquella otra, pequeña, con el palacio de estilo ojival, donde el emperador Pedro ofreció, sin sospechar nada, su último sarao, dos días antes de su destronamiento. Sólo ahora nos saludan los rascacielos, que forman una compacta mole vertical; sólo ahora se echan de ver los diques, y el vapor puede atracar al desembarcadero, y estamos en la América del Sur, en el Brasil, en la ciudad más hermosa del mundo.”


Stefan Zweig. Brasil, país de futuro. Espasa Calpe.

domingo, 31 de marzo de 2013

IN PRINCIPIO CREAVIT

 



«Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad.»


Qual’è il titolo del libro?


viernes, 3 de agosto de 2012

OBITER DICTUM





«La leyenda napoleónica, que comienza cincuenta años más tarde, cuando ya se han podrido los diez millones de muertos, cuando ya están enterrados todos los inválidos y aliviada Europa de las devastaciones, juzga, naturalmente, con más severidad e injusticia a Fouché. Las leyendas históricas son siempre una especie de "Hinterland" espiritual de la historia y exigen, como todo "Hinterland", gratuitamente las virtudes que ellas mismas no tienen que compartir: sacrificios ilimitados de vidas humanas, consagración absoluta a la locura heroica, a la muerte heroica por causa extraña a la que ha de tributar una absurda fidelidad.»


Stefan Zweig

sábado, 5 de marzo de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




GLACIAL


       «En la época de su elección, Joseph Fouché tiene treinta y dos años. No tiene presencia agradable, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas aguzadas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupila de un gris felino, como de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso: sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas. Jamás se colorea ese rostro con un rubor; este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, produce siempre el efecto de una persona cansada, enferma, convaleciente. Todos los que lo ven reciben la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no lo tientan las mujeres, ni el juego; no bebe vino, no se deja llevar por el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enoja de manera evidente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; bajo esa máscara  gris, terrosa, aparentemente desmadejada, nunca se observa una verdadera tensión; bajo los párpados pesados los ojos nunca delatan su intención; ni revela sus pensamientos un solo gesto. Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no lo dominan, los sentidos no lo seducen, toda su pasión se carga y se descarga detrás de su frente impenetrable. Deja jugar las fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente que se agote la pasión de los otros o que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar, entonces, el golpe inexorable. Esta superioridad de su paciencia sin nervios es terrible: el que puede esperar así y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y helado, soportará las ofensas más duras, las más viles humillaciones: ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de la frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellarán contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época, fluyen y refluyen en mareas apasionadas mientras él persiste insensible y glacial.»


Stefan Zweig. Fouché, el genio tenebroso. Editorial Juventud.