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sábado, 16 de julio de 2022

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





TRAS EL HELICÓPTERO

«La sección, o la mayor parte de la sección, estaba tendida contra la cuesta del cerro en forma de media luna, disparándole a la línea arbolada desde la que los vietcongs atacaban a los helicópteros que aterrizaban con el resto del batallón. La fila de árboles estaba aproximadamente a doscientos metros frente a nosotros, al otro lado de unos arrozales, y la zona de aterrizaje equidistante a nuestras espaldas. No recordaba cómo habíamos llegado al sitio donde estábamos. Sabía que habíamos saltado del helicóptero hacia el agua fangosa que nos llegaba a la cintura, que habíamos avanzado con las piernas pesadas y torpes mientras los proyectiles azotaban el aire por encima de nuestras cabezas; luego habíamos trepado la resbaladiza loma, mojados y fríos de la cintura hacia abajo, calientes y sudados de la cintura hacia arriba. Algunos de mis hombres se habían desorientado en la confusión del aterrizaje. Los veía, apoyados mientras se balanceaban torpemente por una acequia, en el  borde de un canal de irrigación. Les grité que se separaran pero no me oyeron. En el campo, frente a nosotros, oí que estallaban dos granadas de mortero. Detrás cayeron otras dos y estallaron con un desagradable crepitar. Bajé del terreno elevado y corrí por la acequia en dirección a los rezagados.»

Philip Caputo.
Un rumor de guerra.
Inédita Editores.

lunes, 18 de marzo de 2019

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







CRUMPCRUMP-CRUMP


«Una bomba pesada estalló en los arrozales, entre mi sección y la línea arbolada. Detrás de nosotros, un grupo de marines corría en la posición agachada que adoptan los hombres cuando se encuentran bajo el fuego. Varios llevaban radios y las elevadas antenas ondulantes eran un blanco evidente. Con toda la fuerza de mis pulmones, les grité que se separaran. Siguieron avanzando en grupo apretado y uno de mis marines dijo:
      --Son los del batallón del cuartel. Los mequetrefes ni siquiera saben resguardarse de la lluvia.
Volví a vociferar en su dirección pero no me oyeron o no quisieron oírme, sencillamente. Estaba a punto de gritarles por tercera vez cuando fueron tragados por nubes y humo de tierra pulverizada; las bombas producían su crumpcrump-crump y los cuerpos caían o salían volando en medio de la de humo. Debilitado por la distancia, el grito de “¡Sanitario! “¡Sanitario!” surcó el arrozal. Era el grupo del batallón del cuartel general y prácticamente había sido borrado del mapa. El jefe de operaciones, un sargento mayor con tres guerras a sus espaldas, estaba tendido en el barro con una de las piernas arrancadas. El oficial de artillería estaba malherido en la cara y en la cabeza. En conjunto, el cuartel general perdió ocho oficiales y buen número de soldados. Sólo el coronel Hatch escapó sin heridas graves.»

Philip Caputo.
Un rumor de guerra.
Inédita Editores.

domingo, 26 de octubre de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



EN HELICÓPTERO


“Un ataque en helicóptero a una zona de aterrizaje crítica crea tensiones emocionales mucho más intensas que un ataque terrestre. Ello se debe al espacio cerrado, al ruido, a la velocidad y, sobre todo, a la sensación desamparo total. Provoca cierta excitación la primera vez pero después es una de las aventuras más desagradables que ofrece la guerra moderna. En tierra, un infante tiene cierto control sobre su destino, o al menos la ilusión de que lo posee. En un helicóptero que se encuentra bajo el fuego ni siquiera tiene esa ilusión. Enfrentado a las indiferentes fuerzas de la gravedad, la balística y la tecnología, es impulsado simultáneamente en varias direcciones por un amplio espectro de emociones extremas y contradictorias. Lo acosa la claustrofobia; es insoportable la sensación de estar atrapado y ser impotente en una máquina pero ha de sobrellevarla. Al hacerlo, comienza a sentir una ciega ira por las fuerzas que le han vuelto impotente, pero tiene que controlar su ira hasta salir del helicóptero y estar en terreno firme otra vez. Ansía estar en tierra firme pero su deseo se ve contrarrestado por el peligro que sabe le acecha allí. Al mismo tiempo se siente atraído por el peligro, ya que sabe que sólo puede superar su temor sobreponiéndose a él. Entonces su ira ciega comienza a centrarse en los hombres que son la fuente del peligro… y de su miedo. Se concentra en su interior y mediante algún proceso químico se transforma en feroz resolución de luchar hasta que cese el peligro. Pero esa resolución, que en algunas ocasiones se denomina coraje, no puede separarse del temor que la ha despertado. Su magnitud es igual que la magnitud del temor. En realidad, se trata de una poderosa necesidad de no tener más miedo, de liberarse del temor eliminado la fuente que lo produce. Esta enconada lucha interior de emociones contrapuestas produce una tensión casi sexual en su intensidad. Es demasiado dolorosa para soportarla mucho tiempo. En lo único que puede pensar un soldado es en el momento de escapar a su impotente confinamiento y de liberar esa tensión. Todas las demás consideraciones –-lo propio o impropio de lo que está haciendo, las posibilidades de triunfo o de derrota en la batalla, el propósito o despropósito de la misma—se vuelven tan absurdas como para ser menos que insignificantes. Nada importa excepto el instante crítico y final de lanzarse a la violenta catarsis que anhela y teme.”


Philip Caputo. 
Un rumor de guerra. 
Inédita Editores.

lunes, 7 de julio de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





MARINES EN DANANG


“Los días eran todos semejantes. El sol salía alrededor de las seis y cambiaba de color a medida que ascendía, del rojo al oro, del oro al blanco. Las neblinas de los arrozales se evaporaban y la brisa del amanecer se desvanecía. A mediodía, nada se movía bajo el cielo brillante. Los campesinos abandonaban los campos en busca de la sombra de sus aldeas; los búfalos permanecían inmóviles en los cenagales, dejando asomar únicamente sus cabezas y sus gruesos y curvados cuernos por encima del barro; los árboles estaban tan quietos como plantas en un invernadero. A media tarde soplaba el viento desde las montañas, un viento ardiente que levantaba el polvo de los caminos y los secos arrozales crujían bajo el sol, en los lugares donde se había recolectado el arroz. Toda vez que soplaba el viento, no podíamos mirar a ningún lado sin ver polvo: nubes de polvo, mantos de polvo, demonios de polvo que se arremolinaban en las tiendas cuyas paredes de lona ondulaban como velas, tensaban las cuerdas y desaparecían súbitamente cuando pasaba el remolino. No era un polvo agradable sino un elemento espeso que se adhería a todo lo que tocaba, a la carne a los fusiles, a las hojas de los árboles. Cubría el grasiento equipo de cocina del fogón, de modo que teníamos que comer polvo además de respirarlo. Y también beberlo, porque se filtraba en las bolsas y en los botes defectuosos, por lo que el agua sabía a barro tibio. A última hora de la tarde, las montañas otorgaban una prematura luz crepuscular al llano costero, pero el temprano anochecer era el peor momento. El viento amainaba y el aire se volvía sofocante a medida que la tierra liberaba el calor que había absorbido a lo largo de día. Bebíamos de nuestras cantimploras hasta que las barrigas sobresalían y tratábamos de movernos lo menos posible. El sudor chorreaba por nuestro cuerpo y nuestra cara. El polvo adherido a nuestra piel se espesaba en una película gomosa. Las temperaturas no revelaban nada: el clima de Indochina no se presta a las normas de medición convencionales. El hilo de mercurio puede llegar un día a los 37 grados, a 43 el siguiente y a 40 dos días más tarde, 0ero estas cifras no expresan la intensidad de aquel calor, del mismo modo que la lectura de un barómetro no indica el poder destructivo de un tifón. La única medida válida era lo que el calor podía hacerle al hombre, y eso era bastante sencillo: matarlo, cocerle los sesos o exprimirle el sudor hasta que abandonaba por cansancio. Los pilotos y los mecánicos de la base podían escapar a sus frescas barracas o clubs con aire acondicionado, pero dentro de la zona no era posible hacer nada con el calor, excepto soportarlo. El alivio sólo llegaba por la noche y la noche siempre era portadora de enjambres de mosquitos palúdicos y del crac-crac-crac de los fusiles de los francotiradores.”


Philip Caputo. 
Un rumor de guerra. 
Inédita Editores.