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martes, 25 de diciembre de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




SOBRE PRUSIA


“El sistema de instrucción pública de la Prusia es el bello ideal que pretenden realizar otros pueblos, y juzgarlo a vista de ojo, el objeto de mi incursión a las latitudes septentrionales. He recogido sobre este punto datos preciosísimos cuya lectura, a enumerarlos en ésta, lo haria a Ud. quedarse profundamente dormido, tan erudita sería mi exposición; por lo que los reservo con otros muchos para un tratado especial, el cual enderezaré a la Facultad de Humanidades, que se ha dignado favorecer con la manifestación oficial de su aprobación, el informe sobre la Escuela Normal de Versalles, que tuve el honor de remitirle.
Baste por ahora decir a Ud. que M. Eikhorn, ministro de la instrucción pública, me ha prodigado todo género de atenciones, a fin de honrar debidamente al país de donde venía, pues el nombre de Chile es respetado y querido por todos los gobiernos europeos, y está muy altamente colocado en la opinión pública, extendiéndose con complacencia el buen ministro en la apreciación del buen espíritu que había preservado a aquel país de la anarquía general en América, o de los despotismos sanguinarios, considerando a Chile como un oasis de civilización y orden en aquel desierto que principia en México y acaba en Buenos Aires. Tanto bien me dijo de Chile, que yo me guardé mucho de dejar traslucir que solo era chileno de adopción, y eso muy al pesar de los hijos legítimos que protestan en términos que nada tienen de hermanables contra la inmerecida intrusión.
La convocación de la dieta prusiana traía preocupados los espíritus con la expectación de los grandes resultados que el pueblo espera de acontecimiento tan fecundo. Por más que el gobierno arbitrario exista en la forma en Europa (sea dicho esto con el debido respeto a la Rusia), la conciencia pública está de tal manera formada, que los soberanos absolutos, más bien por la negra honrilla que por conservar un poder ilusorio ya, no se someten a formas regulares. El de Prusia, obedeciendo a este sentimiento, quería, sin embargo, salvar el principio del absolutismo en las monarquías, por una amalgama caprichosa con las instituciones representativas. Entendía el buen rey, que tomando una doble dosis de poder discrecional, y un poco de voluntad nacional, había de salir de la mezcolanza una cosa como despotismo aceptado. El resultado ha probado lo erróneo del supuesto, dando pura subordinación del arbitrio real a los consejos de la representación, bien así como mezclando verde sulfato de fierro y algalias de levante que son amarillas, resulta tinta negra de escribir.
Los gobiernos paternales de Europa están a la vista de desaparecer, so pena de un conflicto. La Italia se agita profundamente, y cuando Pío IX quiere detenerse o retroceder, el pueblo con su significativo silencio, le indica que es preciso ir adelante. La dieta de Prusia, con la flema alemana y la dignidad de hombres que se respetan a sí mismos, ha hecho comprender al rey que sus ideas de organización política tienen cuando más el mérito de ser las opiniones de un mal publicista, pero controvertibles y sujetas al criterio de la inteligencia nacional. Por lo demás, la Prusia, gracias a su inteligente sistema de educación, está más preparada que la Francia misma para la vida política, y el voto universal no sería una exageración, donde todas las clases de la sociedad tienen uso de la razón, porque la tienen cultivada.”


Domingo Faustino Sarmiento. 
Viajes por Europa… 
Imprenta de Julio Belin

miércoles, 16 de noviembre de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN PARIS


“El pobre recién venido, habituado a la quietud de las calles de sus ciudades americanas, anda aquí los primeros días con el Jesús en la boca, corriendo a cada paso riesgo de ser aplastado por uno de los mil carruajes que pasan como exhalaciones, por delante, por detrás, por los costados. Oye un ruido en pos de sí, y echa a correr, seguro de echarse sobre un ómnibus que le sale al encuentro; escapa de éste y se estrellará contra un fiacre si el cochero no lograra apenas detener sus apestados caballos por temor de pagar dos mil francos que vale cada individuo reventado en París. El parisiense marcha impasible en medio de este hervidero de carruajes que hacen el ruido de una cascada; mide las distancias con el oído, y tan certero es su tino, que se para instantáneamente a una pulgada del vuelo de la rueda que va a pasar, y continúa su marcha sin mirar nunca de costado, sin perder un segundo de tiempo.
Por primera vez en mi vida he gozado de aquella dicha inefable, de que sólo se ven muestras en la radiante y franca fisonomía de los niños. Je flâne,  yo ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta soledad de París. Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los bulevares. Sólo aquí puede un hombre ingenuo pararse y abrir un palmo de boca contemplando la Casa Dorada, los Baños Chinescos, o el Café Cardinal. Sólo aquí puedo a mis anchas extasiarme ante las litografías, grabados, libros y monadas expuestas a la calle en un almacén; recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme, volver al otro día para saludar la otra estampita que acaba de aparecer. Conozco ya todos los talleres de artistas de bulevar; la casa de Aubert en la plaza de la Bolsa, donde hay exhibición permanente de caricaturas; todos los pasajes donde se venden esos petits riens que hacen la gloria de las artes parisienses. Y luego las estatuitas de Susse y bronces por doquier, y los almacenes de nouveautés, entre ellos uno que acaba de abrirse en la calle Vivienne, con doscientos  dependientes para el despacho, y dos mil picos de gas para la iluminación.
Por otra parte, es cosa tan santa y respetable  en París  el flâner; es ésta una función tan privilegiada, que nadie osa interrumpir a otro. El flâneur tiene derecho  de meter sus narices por todas partes. El propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Ud. se para delante de una grieta de la muralla y la mira con atención no falta un aficionado  que se detiene a ver qué está usted mirando; sobreviene un tercero, y si hay ocho reunidos, todos los pasantes se detienen, hay obstrucción en la calle, atropamiento. ¿Este es, en efecto, el pueblo que ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830? ¡Imposible! Y, sin embargo, ello es real: hago todas las tardes sucesivamente dos, tres grupos para asegurarme de que esto es constante, invariable, característico, maquinal en el parisiense.”

Domingo F. Sarmiento. Viaje a Francia. Ediciones Ayacucho