EN PARIS
“El pobre recién venido, habituado a la
quietud de las calles de sus ciudades americanas, anda aquí los primeros días
con el Jesús en la boca, corriendo a cada paso riesgo de ser aplastado por uno
de los mil carruajes que pasan como exhalaciones, por delante, por detrás, por
los costados. Oye un ruido en pos de sí, y echa a correr, seguro de echarse
sobre un ómnibus que le sale al encuentro; escapa de éste y se estrellará
contra un fiacre si el cochero no lograra apenas detener sus apestados caballos
por temor de pagar dos mil francos que vale cada individuo reventado en París.
El parisiense marcha impasible en medio de este hervidero de carruajes que
hacen el ruido de una cascada; mide las distancias con el oído, y tan certero
es su tino, que se para instantáneamente a una pulgada del vuelo de la rueda
que va a pasar, y continúa su marcha sin mirar nunca de costado, sin perder un
segundo de tiempo.
Por primera vez en mi vida he gozado de
aquella dicha inefable, de que sólo se ven muestras en la radiante y franca
fisonomía de los niños. Je flâne, yo
ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta
soledad de París. Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy sino que me
dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los bulevares. Sólo aquí
puede un hombre ingenuo pararse y abrir un palmo de boca contemplando la Casa Dorada , los Baños
Chinescos, o el Café Cardinal. Sólo aquí puedo a mis anchas extasiarme ante las
litografías, grabados, libros y monadas expuestas a la calle en un almacén;
recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme, volver al otro día para
saludar la otra estampita que acaba de aparecer. Conozco ya todos los talleres
de artistas de bulevar; la casa de Aubert en la plaza de la Bolsa , donde hay exhibición
permanente de caricaturas; todos los pasajes donde se venden esos petits riens
que hacen la gloria de las artes parisienses. Y luego las estatuitas de Susse y
bronces por doquier, y los almacenes de nouveautés, entre ellos uno que acaba
de abrirse en la calle Vivienne, con doscientos
dependientes para el despacho, y dos mil picos de gas para la
iluminación.
Por otra parte, es cosa tan santa y
respetable en París el flâner; es ésta una función tan
privilegiada, que nadie osa interrumpir a otro. El flâneur tiene derecho de meter sus narices por todas partes. El
propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla
de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Ud. se para delante
de una grieta de la muralla y la mira con atención no falta un aficionado que se detiene a ver qué está usted mirando;
sobreviene un tercero, y si hay ocho reunidos, todos los pasantes se detienen,
hay obstrucción en la calle, atropamiento. ¿Este es, en efecto, el pueblo que
ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830? ¡Imposible! Y, sin embargo, ello es
real: hago todas las tardes sucesivamente dos, tres grupos para asegurarme de
que esto es constante, invariable, característico, maquinal en el parisiense.”