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lunes, 26 de febrero de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL SUEÑO DEL FRANCOTIRADOR


       “Al caer la noche, un foco que había sido instalado en el edificio más alto de Madrid, el cine Capítol, se puso en funcionamiento. Barría los tejados con un doble rayo de luz que parecía casi sólido en medio del cielo sombrío. En vista de que ninguna fuerza obrera organizada había hecho acto de presencia en la calle, el Gobierno había decidido declarar la guerra a los francotiradores.
       Si se ve desde la altura adecuada, la característica más importante de Madrid se halla en sus tejados planos. Capas y capas de tejados se elevan una por encima de otra, y su continuidad solo se ve interrumpida por las innumerables ventanas de los áticos y, de vez en cuando, por un piso adicional; las enredaderas, que a su debido tiempo se llenan de flores rojas y púrpuras, trepan por ellos. El mar de tejas, virado por el sol y atenuado por la suciedad hasta alcanzar un encantador término medio entre el negro y el amarillo, al que hay que añadir los desvaídos matices dorados, es una de las vistas más atractivas de España. Este tejado tan especial se conoce como «azotea». Y ha desempeñado un papel considerable en el tipo de guerra que se desarrolla en suelo español.
       La azotea es el sueño de todo francotirador. La facilidad que ofrece para una bien planificada guerra de guerrillas, combinada con siglos de práctica, ha producido una técnica especial de ataque. Uno de los periódicos calculó que unos diez mil francotiradores habían disparado desde las azoteas durante las primeras noches de la insurrección. Y a pesar de que los francotiradores, en la mayoría de los casos, no eran más que chiquillos armados con revólveres belgas de muy mala calidad, cuyas balas se volvían casi inofensivas al llegar al suelo, su actividad constituía una pesadilla para las autoridades militares.”


Norman Lewis. 
Una tumba en Sevilla. 
Ediciones Península.

lunes, 25 de agosto de 2014

OBITER DICTUM






“Recojo mis documentos y redacto el informe del día en la oficina, comprobando con tristeza los muchos proyectos iniciados que nunca se completaran. Un movimiento en la ventana de enfrente me distrae y al azar la vista veo aparecer un momento entre las persianas a una mujer llamada Giullietta, desnuda de cintura para arriba con la pretensión de lavarse: una vista familiar que hemos llegado a aceptar como pequeña ofrenda al dios de la fertilidad. Pasa por la calle un vendedor de escobas gritando como el almuédano que llama a los fieles a la oración. Ya están preparando las cenas y el prodigioso olor a comida agradable elimina un momento el de los sumideros. Miro por última vez los ojos de las enormes y enigmáticas estatuas femeninas que flanquean la entrada del palacio Calabritto y luego al patio, donde un niño pequeño orina en la boca de un león de piedra.”



Norman Lewis.

sábado, 11 de febrero de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



UNA CÁRCEL EN NÁPOLES


            “El oficial me llamó esta mañana para comunicarme que el gran fiasco de ayer había sido el resultado de un plan bien organizado, destinado a causar el máximo trastorno en la vida urbana. Un joven soldado alemán llamado Sauro se había ofrecido voluntario a quedarse aquí cuando las tropas se retiraron y luego, una vez que empezaran a explotar los edificios, entregarse y contar la historia de que habían minado toda la ciudad. El general, exasperado, opinaba que había que tratar al soldado como a un espía y fusilarlo. Me ordenaron ir a verle a la cárcel de Poggio Reale y preparar un informe detallado del caso que permitiera determinar si podía justificarse legalmente su ejecución.
            Como yo no había estado nunca en una prisión, a no ser el célebre calabozo de Phillippeville al que arrojaban a los rebeldes árabes para que permanecieran en la oscuridad absoluta, Poggio Reale fue una auténtica sorpresa. Expuse mi cometido en un despacho ubicado entre los muros externos e internos (rodeado de mujeres llorosas) y apareció un individuo con un enorme manojo de llaves que me acompañó a la verja interior. Hizo algún comentario en dialecto napolitano que no comprendí y soltó una risotada. Me dio la impresión de que estaba loco. Cuando llegamos a la verja, se puso de espaldas a ella y luego, sin dejar de reírse y parloteando de forma incoherente, eligió la correspondiente llave del manojo tanteando con las manos a la espalda, la introdujo de forma certera en la cerradura y la giró. Sin duda se trataba de una macabra demostración de pericia que obligaba a soportar a todos los visitantes como yo.
            La verja se abrió; el guardia me miró con una mueca de orgullo y me indicó por señas que pasara; entré en la penumbra azulada de la prisión: su aire viciado y mohoso me llenó los pulmones, y los ecos metálicos y resonantes, los oídos. Llegué a continuación al Ufficio Matricola, el registro, un despacho lúgubre y sucio –con las ventanas pintadas sobre las huellas de los ataques aéreos—y lleno de empleados sin afeitar, que cuchicheaban, que no tenían mucho mejor aspecto en su terrible versión de libertad que los presos que deambulaban por el lugar realizando extrañas tareas de limpieza. Localizaron el paradero de Sauro y un guardia con cara de momia recién desvendada me acompañó a su celda.
            Yo esperaba encontrarme con un teutón gigantesco de ojos claros, pero resultó ser un muchacho moreno y bajo, que me recibió con un lánguido saludo hitleriano y me preguntó si le llevaba algo de comer. Me dijo que hacía dos días que no comía nada. Me pareció verosímil, teniendo en cuenta que la población civil de Nápoles seguía al borde de la inanición y que a las aflicciones que los prisioneros de Poggio Reale tenían que haber esperado normalmente se había añadido la carga de un sargento americano adscrito como asesor a la oficina del director, que se dedicaba a la venta privada de artículos de la cárcel.
            Sauro me explicó que no era alemán, aunque era hijo de padre italiano y madre alemana. Que habían matado a su padre en Tobruk, tras lo cual sus abuelos lo habían llevado a Alemania, donde habían forzado un poco las normas para que él pudiera ingresar en las juventudes hitlerianas. Ya había cumplido diecisiete años, pero representaba unos quince; tenía un agradable rostro consumido de muchacho y los ojos oscuros perfectos clavados con evidente complacencia en la visión del martirio. Se había entregado a ese destino y estaba virtuosamente dispuesto a evitar todo compromiso o cualquier suerte de trato que nos ayudara a encontrar una excusa para no matarle. Prefería que su muerte recayera en nuestra conciencia y se negaba a considerar cualquier forma de excusa que pudiera mitigar la dureza del castigo.
            --Hice todo el daño que pude. Sólo lamento que no fuera más. Lo hice todo por el führer. Pueden fusilarme cuando quieran.
            Era todo un dilema. Por mucho que agrade a los generales que los consideren capaces de actos implacables, en la práctica a veces parecen deseosos de delegar la responsabilidad moral de las decisiones de este género. Habían encargado el caso a un tal comandante Davis y noté su renuencia a dar la orden de ejecutar a Sauro. También advertí, aunque no dieran ninguna muestra clara de ello, que la sección no me lo tendría en cuenta si encontraba alguna salida que permitiera evitar el pelotón de fusilamiento. Esto se ceñía perfectamente a mi modo de ver, pues no estaba dispuesto a responsabilizarme de la muerte de un fanático de diecisiete años. Así que informé que Mauro padecía un desequilibrio mental. El veredicto se aceptó sin comentarios, y probablemente con disimulado alivio.”


Norman Lewis. Nápoles 1944. El Aleph Editores.