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jueves, 24 de febrero de 2022

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE










EL VAPOR DELFÍN


«A las nueve de la noche el vapor «Delfín», de la Compañía Trasmediterránea, se despega del dique con un agrio roncar de cadenas; el trajín submarino de la hélice hace temblar los mástiles, y de la chimenea se desprende una larga columna de humo, semejante a un airón. Desde el lienzo obscuro del muelle, escasamente alumbrado, algunos pañuelos blancos saludan al convoy. La despedida es triste, silenciosa; los que se quedan, como los que se van, reprimen su pena; aquella despedida sin efusiones, tiene toda la rigidez glacial de un deber.
El barco va abarrotado de mercancías y de caballos, y el pasaje, casi exclusivamente militar, lo componen un centenar de soldados bisoños y, numerosos graduados, que, después de dos o tres meses de licencia, regresan a África; la tierra hostil donde esperan a los bravos las cruces de la Gloria y la Muerte. Las luces verdes, rojas y blancas, distribuidas a lo largo» de la ancha herradura de la bahía, hunden sus reflejos en la limpidez del agua dormida, y los faros guiñadores y distantes, al proyectar su chorro: luminoso paralelamente a la línea del horizonte, parecen cometas. Aquí y, allá, en la claridad indecisa de la noche estrellada, los veleros anclados levantan sus mástiles, a los que las vergas dan expresión mística, y, una emoción de advertencia y consejo tiembla en los baupreses que nos apuntan. Gradualmente el «Delfín» acelera su marcha; de pronto, al enfrentarse con el mar libre, tremante, negro como el Enigma, una fuerte ráfaga de aire pasa sobre el buque, y una ola poderosa lo cunea de popa a proa; así estremecido, parece temblar, el «Delfín» tiene miedo...
Dejamos la cubierta y por una escalerilla bajamos a la cámara «de primera». Un olor nauseabundo a retretes sin agua, una atmósfera densa, recargada de miasmas, que conserva el aliento pestilente de cuantos millares de personas se marearon allí, oprime nuestra garganta, y una sensación de asco nos sube a los labios. Aquellos corredores mal alumbrados y sucios huelen a vómito. »

Eduardo Zamacois.
De Córdoba a Alcázarquivir.
Casa Editorial Maucci.

jueves, 18 de julio de 2019

OBITER DICTUM





"No hay taller de obreras, casa de vecindad, ni compañía de comediantes —y cito estas personas y lugares, por considerarlos los más favorables a los mil enredijos de la murmuración— donde la chismografía halle un terreno mejor preparado que a bordo. Abonada por la vida en común, la irritación de los apetitos contenidos, y la ociosidad, los grandes trasatlánticos son campos admirablemente preparados para toda laya de acechanzas, invenciones y cizañas, graves o pequeñas. En el obligado reposo de tantos días, la calumnia teje fácilmente, entre cuchicheos y risas, sus arabescos infernales. La gente se aburre y para matar su fastidio habla; acaso no hemos creído lo que acaban de contarnos, pero lo repetimos, y con el suave veneno que hay en cada boca humana, los hechos se hinchan y desfiguran. A bordo se dice todo cuanto ha sucedido, y también todo lo que no ha sucedido ni puede suceder."


Eduardo Zamacois.

jueves, 4 de enero de 2018

OBITER DICTUM





La impresión de la primera, especialmente cuando la veo ondular entre la mastelería mundial de algún gran puerto lejano, es alegre; pero pronto a este regocijo una emoción agridulce se mezcla y al cabo el sentimiento melancólico prevalece. Las banderas españolas me traen recuerdos de juventud, y por eso, sin yo advertirlo, me hacen suspirar: no por la patria precisamente, sino también por cuanto de mí se fué y ha de irse...


Eduardo Zamacois

domingo, 17 de diciembre de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







UN JUDÍO EN PARÍS


De pronto ocurrió un lance que pudo costarme muy caro. Delante de nosotros, a bastante distancia, un numerosísimo grupo antidreyfusista, se apiñaba profiriendo en gritos iracundos contra Zola y los judíos. Repentinamente, como por ensalmo, los gritos cesaron para comenzar en seguida. Todos voceaban:
       —¡Un judío... un judío!... ¡A ese, que es judío!...
Advertimos en la muchedumbre un movimiento extraño, e inmediatamente Luisa y yo, presintiendo un grave peligro quisimos apartarnos de allí, huyendo del centro del paseo hacia la acera más próxima. Luisa corría delante de mí, repitiendo:
       —Ven, ven...
Pero ya no pudimos, porque a los dos la emoción de lo trágico acababa de encadenarnos al suelo. Del fondo negro formado por los gabanes y obscuros trajes de los manifestantes, surgía el rostro lívido, espantosamente lívido, de un hombre que huía; y tras aquel semblante descompuesto por el terror, otros semblantes, pálidos ó rojos, descompuestos por la ira.
       —¡A ese, a ese, que es judío! ¡Matadle ahí!— rugían quinientas gargantas.
La emoción me había quitado todo movimiento y mis ojos se dilataban abarcando el horror de la innoble escena; Luisa me llamaba inútilmente desde lejos. El pobre judío perseguido corría hacia mí derechamente; había perdido el sombrero y sobre su frente cubierta de sangre los cabellos se erizaban; tenía los labios exangües; en sus ojos, de par en par abiertos por el miedo, creí leer una súplica dirigida a mí; la súplica de no lastimarle, de no atajarle en su huida... Era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto y vigoroso; los que le acosaban de más cerca, eran quince a veinte estudiantes, jovenzuelos barbilampiños en su mayoría, que se disputaban el placer innoble de golpear a mansalva sobre la pobre víctima: uno le daba un puntapié en los riñones; aquél, queriendo acogotarle, le desgarraba el cuello; otro, de un bastonazo en la cabeza, le derribó. Entonces todos le rodearon: algunos, por el impulso adquirido en la carrera, no pudieron detenerse y pasaron sobre el infeliz caído; pero muy luego volvieron sobre sus pasos y todos fueron a pisotearle, a insultarle, a escupirle... Aun pudo la víctima levantarse y continuó caminando, siempre hacia mí; ya no corría, el terror, sin duda,' paralizaba sus piernas y limitábase a andar, alelado, humillando la cabeza y el busto bajo los golpes.
       —¡Es un perro judío! —gritaban todos— ¡acabemos con él!...


Eduardo Zamacois. 
De mi vida. 
Editorial Sopena.

sábado, 17 de diciembre de 2016

OBITER DICTUM





Aquella misma noche, bajo el furioso aguacero que encharcaba las calles, fui a casa de Manuel Paso; allí estaban su hermano Antonio, su hermana y su madre, Gracia Álvarez y Dicenta, que batallaba por sobreponerse al dolor y a la idea obsesionante de la muerte escribiendo las primeras escenas de su drama Aurora. Joaquín y yo penetramos en la alcoba del enfermo; un dormitorio cuadrangular donde ya comenzaba a respirarse el aire denso y pestilente de los ataúdes. En un hueco de la almohada yacía inerte la cabeza de Manuel; una cabeza de Greco, enjuta y larga, con la frente bruñida y el mentón afilado por la muerte apoyado sobre el embozo de las mantas.

       —Eso —murmuró Dicenta— ya no es un hombre.


Eduardo Zamacois

martes, 15 de diciembre de 2015

OBITER DICTUM





La Sevilla clásica, la que Bizet y Albéniz llevaron al pentágrama, se ha extinguido suavemente en la dulzura, del recuerdo, tal que un aroma que se fue poco a poco. La Sevilla actual madruga, trabaja, habla de operaciones bursátiles y pide un puesto en la batalla mercantil del mundo. En la famosa calle de las Sierpes la gente ya no se detiene, como antes, sino que camina; los sevillanos de hoy no necesitan, como los sevillanos de ayer, detenerse para hablar. Los toros se van, y con ellos declinan los mantones filipinos, y la majeza de los hombres, y el alborozo de los bailes andaluces, y la ruidosa alegría de las tartanas...

La capa ha desaparecido.


Eduardo Zamacois

domingo, 2 de noviembre de 2014

OBITER DICTUM





Su Excelencia me examina unos instantes y avanza apausado, con lentitud ensayada y efectista; al llegar a mí me ofrece su diestra pulida y pequeña, y con una languidez al par amable y fatigada —el ademán de alguien que va cansándose de ser demasiado indulgente, demasiado bueno— me autoriza a sentarme. Obedezco. Yo ocupo un sillón. Su Excelencia se ha instalado a mi izquierda, en la sombra, sobre un diván. Su sitio es superior al mío; es un lugar "estratégico", desde el cual me observa y escruta mejor que yo a él, puesto que yo estoy en la luz; y un segundo vuelvo a acordarme de aquellos cancerberos que —según aseguran— desde las habitaciones y pasillos contiguos al salón apuntan con sus revólveres a los visitantes. Mas apenas pienso en ello, cuando la visión siniestra se va...


Eduardo Zamacois

miércoles, 8 de mayo de 2013

OBITER DICTUM




                                              “Consistía en escribir a los autores más en boga: Anatole France, Mirbeau,  Hervieu, Lavedan,  Marcel  Prévost,  Sardou, Donnay,  Huysmans... —todos vivían en mi orilla—-, pidiéndoles, en nombre de cualquiera de los semanarios ilustrados donde yo colaboraba, «el honor de una entrevista». Este favor lo obtenía siempre —los artistas extranjeros no desaprovechan ningún elogio, y hacen bien—; la entrevista se celebraba, y el tres cher maitre, informado de que yo preparaba un estudio completo de su obra, me daba una carta en la que pedía para mí a su editor todos sus libros. En estas pequeñas zancadillas no había traición ni fraude: yo, con la mejor buena fe, escribía mi entrevista con «el gran hombre», leía sus libros y después, poco a poco, los llevaba a casa del «bouquiniste». Generalmente, me pagaban los volúmenes a un franco o a un franco veinticinco; pero como la producción de cualquiera de aquellos autores ilustres era considerable —siempre de veinte tomos en adelante—, y las subsistencias infinitamente más baratas que lo son ahora, sucedía que con «un Paul Bourget» y «un Alfred Capus», por ejemplo, resolvía mi vida de una semana.”

Eduardo Zamacois.

sábado, 7 de abril de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL MORO, EL PERRO, EL COCHE, EL NOVIO Y EL TRANVÍA

Habíamos salido de Tánger, en automóvil camino de Tetuán. Era una de esas mañanas mogrebinas, luminosas y azules en las que, como observaron exactamente los españoles que viven en Marruecos, «hace frío y, sin embargo, pica el sol». Poco antes de llegar a las quebraduras trágicas del Fondak, divisamos un pastor moro sentado al borde de la ruta. El perro que lo acompañaba, al vernos, salió al comedio del camino y empezó a ladrar. El motorista, presintiendo una desgracia, oprimió la bocina y la voz del metal despertó los ecos del valle. Pero el temerario animal no se apartaba y el coche lo mató. Un movimiento de compasión nos obligó a echar pie a tierra. Únicamente el moro no se movió; tranquilamente, desde el sitio en que se hallaba, miraba el cadáver. ¿Sentía lo ocurrido?... Probablemente no. De todos modos era inútil preguntárselo, y reanudamos el viaje. Momentos después volvimos la cabeza para mirar al extraño dúo que formaban en la serenidad infinita del campo el cadáver del perro, en medio del camino, y el moro sentado; los dos quietos, a cuál más. ¡Oh! ¿Quién sabrá nunca lo que sucede en el alma de un moro?..,.

No hace mucho tiempo, en una calle céntrica de Madrid, dos novios se despedían: «Ella» subió a un tranvía; «El» quedose embelesado contemplándola, olvidado del lugar en que estaba, sin acordarse tampoco de que, para mirarla tenía toda la vida...; y de pronto otro tranvía, que avanzaba en sentido opuesto, le tiró contra el suelo, despedazándole bajo sus ruedas. Estas cabriolas del Azar —la Muerte gusta de patinar sobre los idilios— las sentimos bien las gentes de Europa, tan fáciles a cegar de dolor como de alegría. Los moros no; un moro se habría despedido de su mujer y no hubiera vuelto la cabeza.


Eduardo Zamacois. De Córdoba a Alcazarquivir.
Casa Editorial Maucci

jueves, 7 de julio de 2011

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE









LOS BAÚLES EN EL DESVÁN


            “En el enjambre gris de hoteles por donde pasó nuestra historia errante, algunos nombres descuellan con el agridulce recuerdo de ciertas horas amargas o de risa, vividas en ellos. ¿Cómo olvidaros, hoteles de la Paix y de France, en Paris; Hotel Jura, en Berna; Hotel de Inglaterra en Milán; Hotel Central, en Buenos Aires; Hotel Pasaje, de la La Habana; Hotel Félix Portland, de New York?
            Da pena, mucha pena, considerar que algún día este existir ambulante forzosamente ha de concluir, y que al retirarnos al hogar donde esperamos acabar nuestra vida, una noche en que nos retiremos tarde de la calle, la persona que rija los destinos de la casa ha de decirnos, acaso con cierta acritud:
            --Tienes que corregirte: aquí no estás en una fonda…
            Lo que equivale a significarnos que allí hay horas de comer y de dormir, y que aquel orden es algo sagrado que no debe alterarse.
            Ya nuestros baúles descansan vacíos en la penumbra de algún desván; “ya no estamos en una fonda”… ¡Es verdad!... ¡Qué lástima, tener que despedirnos de tantas cosas bellas, por ser transitorias!...”


Eduardo Zamacois. 
La alegría de andar
Renacimiento.