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viernes, 20 de marzo de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




LOS KURDOS MILLI


“Al atravesar el Éufrates desde Jerablús, se llega a una región de onduladas estepas cubiertas de hierba, sin árboles ni agua, que por el Este se extiende hasta el Tigris y por Norte hasta las montañas de Diarbekir y Nusaybin. De trecho en trecho se ven afloramientos rocosos de caliza o basalto y uadis de empinadas orillas, secos durante casi todo el año, que atraviesan la región, pero pocos rasgos destacables rompen la monotonía. Las extensas praderas, sobre las que las lluvias primaverales esparcen una tenue alfombra de hierba y flores de tallo corto, adquieren durante el largo verano un tedioso tono marrón continuo e interminable, y en invierno se llenan de tramos de fango o desaparecen bajo una efímera capa de nieve. Reina una agradable espaciosidad en aquel terreno rocoso: el viento lo recorre libremente, procedente de las montañas del Noroeste o de las lejanas colinas persas, sin encontrar obstáculos y, aunque el sol resulta molesto a mediodía, las noches son suaves y frescas y hay vigor en el aire, hermosura en los amaneceres y en los atardeceres, y una belleza en el distante claro de luna que cubre el valle y las elevaciones que ni siquiera los áridos desiertos de Egipto superan.
Por este extenso territorio vagan los kurdos milli. Se diferencian menos del antiguo pueblo persa que la mayoría de las tribus kurdas y son nuevos en el lugar, hasta el punto de que su migración aún no ha concluido, pues continúan empujando lentamente hacia el oeste a los árabes que ocupan la franja norte de Mesopotamia, y pueblos que hace diez años eran totalmente árabes, se hallan hoy en manos kurdas. Hablan un dialecto del persa, aunque la mayoría son bilingües y hablan también árabe o turco, según sus movimientos los pongan en contacto con uno u otro pueblo en las fronteras. Se trata de una raza nómada, cuya riqueza la constituyen los rebaños de ovejas y cabras y los caballos de los que están muy orgullosos; en primavera cultivan a su manera los fondos de los valles y recogen cereal suficiente para abastecer sus despensas y alimentar el ganado al año siguiente, pero no perseveran en la vida asentada de los agricultores. Unos cuantos jefes se permiten el lujo de tener casas en los valles más ricos, rodeados por las cabañas de sus inmediatos seguidores, cabañas que, debido a la escasez de madera para techumbres, se construyen al estilo de las colmenas o de los gigantescos hormigueros de África, de adobe desde el suelo hasta arriba. Pero incluso los jefes abandonan con gusto el encierro de las paredes de piedra cuando llega el verano y recorren la región, plantando sus tiendas donde les apetece y trasladando el campamento cuando la estancia en un lugar irrita su espíritu errante. Las tiendas son de tejido de pelo de cabra negro, muy bien tranzado para evitar las escasas lluvias y colgado sobre una hilera de postes derechos, con puntales más cortos a los lados para dar altura. La riqueza y rango de un hombre se calcula por el número de postes de su tienda: desde el refugio de uno o dos palos de los miembros de los clanes al impresionante palacio del jefe tribal con sus veinte o treinta palos y un salón con capacidad para medio centenar de personas. Dentro, las tiendas se dividen con cortinas para aislar la zona de las mujeres, la habitación principal en la que duermen los hombres y comen y se reúnen con sus amigos, y casi siempre un espacio semiabierto en un extremo que sirve de establo y cuadra; las de los ricos están decoradas con killims de colores tejidos por las mujeres, cuyos delicados dibujos desmecerecen ante nuestros ojos a causa de la variedad de retazos de telas extravagantes entretejidos en la trama a modo de borlas.
Las mujeres rara vez se cubren la cabeza, y a menos que haya un invitado en la tienda –en cuyo caso permanecen discretamente al margen--, no se muestran tímidas con los desconocidos. En su mayoría corpulentas, con buen color y rasgos marcados pero no desagradables, coronados por masas de cabellos negros recogidos en espesas trenzas, no parecen muy limpias y se visten con poca gracia, aunque con colores alegres; son espontáneas y hospitalarias, pero a veces crean situaciones incómodas empeñándose en enseñar a los ingleses cómo hay que vestirse y desnudarse. Los hombres visten como los árabes, con los que se llevan bien, unidos por su común odio a los turcos; son buenos jinetes, acostumbran a beber mucho y profesan la fe de Mahoma en el fondo, prestando poca atención a la religión y dedicándose a todo tipo de juegos de habilidad y a la caza; como jugadores arriesgan alegremente su última moneda e incluso la libertad de su familia en un lance de dados, cruel y traicionero –por el que llegarán a quebrantar incluso el vínculo de la hospitalidad, sagrado para el honor de los beduinos--: les gusta la música, bailan muy bien, se apoderan del dinero y los gastan en su adorno personal; jactanciosos y suspicaces, ladrones de profesión para los que el robo es tan honrado como en su momento lo fue en las fronteras escocesas, les gustan las bromas como a los colegiales. Se les pueden tachar de mala gente, pero no se puede pedir mejor compañía ni cazadores más avezados.”


Leonard Woolley. Ciudades muertas y…  Ediciones del Viento.

lunes, 19 de enero de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




LAS HUELLAS DE CARQUEMIS


“Pero resulta difícil expresar con palabras el espíritu del lugar, de las ruinas que quedan en aquella tierra inmensa, azotada por el viento y carente de vegetación. En el Kalaat, donde las columnas romanas cubiertas de líquenes descansan sobre la hierba, bajamos por la pendiente de tierra hasta los niveles inferiores del terreno hitita y nos encontramos en un mundo extraño en el que puede suceder cualquier cosa. A la derecha fluye el Éufrates, cuyas aguas marrones brincan y se arremolinan, formando una pronunciada curva. El montículo de la acrópolis, calcinado y lleno de zanjas, se alza sobre el río; hacia el interior, la aplastante línea de las murallas impide ver más allá y da la sensación de que se trata de una ciudad vallada. Nos encontramos sobre el deteriorado pavimento o en el patio adoquinado cuyas piedras pulidas no han conocido la huella de un pie humano desde que Carquemis se derrumbó entre el humo y el tumulto hace dos mil quinientos años, y a nuestro alrededor hay largas hileras de figuras esculpidas, dioses, animales, hombres que luchan e inscripciones en honor de reyes olvidados; estatuas de antiguas divinidades; amplias escaleras y puertas, en cuyos umbrales se ven aún las cenizas; basas de columnas con fustes de cedro y capiteles de bronce con dibujos labrados de redes y granadas… Y las anémonas escarlatas que crecen entre las piedras, los lagartos que toman el sol sobre los muros del palacio o el templo, y el viento primaveral que cubre de polvo las ruinas de la ciudad imperial. Carquemis debió de ser magnífica cuando sus esculturas lucían alegres colores, cuando el sol brillaba sobre los muros esmaltados y los apagados ladrillos estaban recubiertos con paneles de cedro y placas de bronce, cuando los caballos empenachados tiraban de los carros por sus calles; y los grandes señores, con amplios trajes bordados y cinturones negros y dorados, entraban y salían por las puertas esculpidas de los palacios. Pero incluso ahora, cuando el lugar está abandonado y arrasado, en la melancolía de sus ruinas se encuentra un encanto sutil que compensa la gloria de sus mejores tiempos. Reina la nostalgia, como en todas las ruinas. Pero antes de la hora de comer desaparece, cuando los hombres descansan en la gran escalera, se apelotonan a la sombra de la Muralla Procesional o, cuando un par de trovadores errantes llegan hasta allí y, al sonido de la penetrante flauta y el tambor medio centenar de hombres se reúnen en el patio del palacio; entonces se olvida la tristeza de las cosas perdidas. Esos vagabundos con sus atuendos chillones, como flores en un jardín de piedra, esos despreocupados bailarines de tez oscura, no podrían encontrar un escenario mejor que las piedras caídas, los peldaños que ascienden como un decorado teatral para su representación al aire libre, y la fila de carros esculpidos que realzan la vitalidad humana con su edad intemporal.”


Leonard Woolley. Ciudades muertas y…  Ediciones del Viento.

jueves, 28 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




VALLE DEL SÁBATO


“Las ruinas que había ido a examinar, toscos muros de cemento y escombros que rodeaban unos cuantos acres de cimas boscosas, no eran la cuna de la antigua raza sabina, sino que databan de época cristiana y parecían parte de un refugio utilizado por los lugareños para abrigarse con su ganado tal vez en los calamitosos tiempos en que Alarico ocupó el Sur después del saqueo de Roma y en que la interminable guerra entre los godos y los latinos desató la anarquía en las recónditas montañas. Desde el punto de vista del arqueólogo, aquellas tardías y anónimas ruinas tenían poco interés, pero no se podía pedir un lugar de trabajo mejor. El redondeado altozano que coronaba las murallas se elevaba desde el lecho del río y se unía a las estribaciones del valle a través de un estrecho collado que conducía al único acceso al circuito de murallas. La pendiente estaba cubierta de grandes hayas, las hayas y los castaños se entremezclaban en la cima, y al mirar al norte hacia el rectilíneo valle, se veía el río, poco caudaloso en aquellos días veraniegos, entre las riberas quebradas junto a las que había angostas franjas de tierras de cultivo o pastos y algunos cerezos medio sofocados por la gruesa maleza castaña que vestía las laderas inferiores. Un poco más arriba, los castaños dejaban paso a los robles y estos a los pinos más oscuros, y asomándose sobre las copas de los pinos sobresalía el precipicio que cerraba el valle como una pared de mármol y lo ocultaba todo, a excepción de las cumbres más altas cubiertas de nieve. Y en medio de aquello, en las extensiones sin árboles, no se veía ni una casa. El único signo de vida humana eran las finas columnas de humo que se alzaban en los bosquecillos de castaños en los que trabajaban los carboneros. Los desiertos de Nubia no resultaban más remotos que aquel valle del Sábato superior, pero en lugar de tierra agostada y rocas quemadas por el sol, había agua corriente, hierba, árboles y montañas, una población escasa pero agradable, y huellas de Pan y de los duendes del bosque en los laberínticos canales y los sombreados pastos.
A las ocho de la mañana mis trabajadores paraban para desayunar mientras yo, en vez de comer, daba un paseo o fumaba un cigarrillo contemplando la vista del valle. Pero un día a esa hora vi a un miembro que no se había presentado antes corriendo por la ladera en dirección a la entrada y balanceándose por el peso de una piel de cabra medio llena: era leche fresca de la montaña que había batido toscamente y, al llegar a donde yo estaba, abrió la piel y me mostró el blanco y cremoso queso ya separado del suero. Luego lo estrujó entre hojas de helecho para endurecerlo y, mientras otros se acercaban con cerezas, vino tinto y pan, talló una cuchara para comer el queso fresco en una rama de haya y dispuso unas hojas de acedera a modo de plato. Comí mi desayuno en la cuesta sobre el río. Los hombres, un poco alejados, se reían y cantaban fragmentos de canciones, y oculto en el bosque, un joven cabrero tocaba con su flauta de junco una tonada más antigua que Roma, más antigua que los pueblos montañosos de los sabinos, la tonada que el viento canta a las rocas y a los arbustos de los pastos de las tierras altas.”


Leonard Woolley. Ciudades muertas y…  Ediciones del Viento.