LAS HUELLAS DE CARQUEMIS
“Pero resulta difícil expresar con palabras
el espíritu del lugar, de las ruinas que quedan en aquella tierra inmensa,
azotada por el viento y carente de vegetación. En el Kalaat, donde las columnas romanas cubiertas de líquenes descansan
sobre la hierba, bajamos por la pendiente de tierra hasta los niveles
inferiores del terreno hitita y nos encontramos en un mundo extraño en el que
puede suceder cualquier cosa. A la derecha fluye el Éufrates, cuyas aguas
marrones brincan y se arremolinan, formando una pronunciada curva. El montículo
de la acrópolis, calcinado y lleno de zanjas, se alza sobre el río; hacia el
interior, la aplastante línea de las murallas impide ver más allá y da la
sensación de que se trata de una ciudad vallada. Nos encontramos sobre el
deteriorado pavimento o en el patio adoquinado cuyas piedras pulidas no han
conocido la huella de un pie humano desde que Carquemis se derrumbó entre el
humo y el tumulto hace dos mil quinientos años, y a nuestro alrededor hay
largas hileras de figuras esculpidas, dioses, animales, hombres que luchan e
inscripciones en honor de reyes olvidados; estatuas de antiguas divinidades;
amplias escaleras y puertas, en cuyos umbrales se ven aún las cenizas; basas de
columnas con fustes de cedro y capiteles de bronce con dibujos labrados de
redes y granadas… Y las anémonas escarlatas que crecen entre las piedras, los
lagartos que toman el sol sobre los muros del palacio o el templo, y el viento
primaveral que cubre de polvo las ruinas de la ciudad imperial. Carquemis debió
de ser magnífica cuando sus esculturas lucían alegres colores, cuando el sol
brillaba sobre los muros esmaltados y los apagados ladrillos estaban recubiertos
con paneles de cedro y placas de bronce, cuando los caballos empenachados
tiraban de los carros por sus calles; y los grandes señores, con amplios trajes
bordados y cinturones negros y dorados, entraban y salían por las puertas
esculpidas de los palacios. Pero incluso ahora, cuando el lugar está abandonado
y arrasado, en la melancolía de sus ruinas se encuentra un encanto sutil que
compensa la gloria de sus mejores tiempos. Reina la nostalgia, como en todas
las ruinas. Pero antes de la hora de comer desaparece, cuando los hombres
descansan en la gran escalera, se apelotonan a la sombra de la Muralla Procesional
o, cuando un par de trovadores errantes llegan hasta allí y, al sonido de la
penetrante flauta y el tambor medio centenar de hombres se reúnen en el patio
del palacio; entonces se olvida la tristeza de las cosas perdidas. Esos
vagabundos con sus atuendos chillones, como flores en un jardín de piedra, esos
despreocupados bailarines de tez oscura, no podrían encontrar un escenario
mejor que las piedras caídas, los peldaños que ascienden como un decorado
teatral para su representación al aire libre, y la fila de carros esculpidos
que realzan la vitalidad humana con su edad intemporal.”
Leonard
Woolley. Ciudades muertas y… Ediciones del Viento.