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lunes, 19 de enero de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




LAS HUELLAS DE CARQUEMIS


“Pero resulta difícil expresar con palabras el espíritu del lugar, de las ruinas que quedan en aquella tierra inmensa, azotada por el viento y carente de vegetación. En el Kalaat, donde las columnas romanas cubiertas de líquenes descansan sobre la hierba, bajamos por la pendiente de tierra hasta los niveles inferiores del terreno hitita y nos encontramos en un mundo extraño en el que puede suceder cualquier cosa. A la derecha fluye el Éufrates, cuyas aguas marrones brincan y se arremolinan, formando una pronunciada curva. El montículo de la acrópolis, calcinado y lleno de zanjas, se alza sobre el río; hacia el interior, la aplastante línea de las murallas impide ver más allá y da la sensación de que se trata de una ciudad vallada. Nos encontramos sobre el deteriorado pavimento o en el patio adoquinado cuyas piedras pulidas no han conocido la huella de un pie humano desde que Carquemis se derrumbó entre el humo y el tumulto hace dos mil quinientos años, y a nuestro alrededor hay largas hileras de figuras esculpidas, dioses, animales, hombres que luchan e inscripciones en honor de reyes olvidados; estatuas de antiguas divinidades; amplias escaleras y puertas, en cuyos umbrales se ven aún las cenizas; basas de columnas con fustes de cedro y capiteles de bronce con dibujos labrados de redes y granadas… Y las anémonas escarlatas que crecen entre las piedras, los lagartos que toman el sol sobre los muros del palacio o el templo, y el viento primaveral que cubre de polvo las ruinas de la ciudad imperial. Carquemis debió de ser magnífica cuando sus esculturas lucían alegres colores, cuando el sol brillaba sobre los muros esmaltados y los apagados ladrillos estaban recubiertos con paneles de cedro y placas de bronce, cuando los caballos empenachados tiraban de los carros por sus calles; y los grandes señores, con amplios trajes bordados y cinturones negros y dorados, entraban y salían por las puertas esculpidas de los palacios. Pero incluso ahora, cuando el lugar está abandonado y arrasado, en la melancolía de sus ruinas se encuentra un encanto sutil que compensa la gloria de sus mejores tiempos. Reina la nostalgia, como en todas las ruinas. Pero antes de la hora de comer desaparece, cuando los hombres descansan en la gran escalera, se apelotonan a la sombra de la Muralla Procesional o, cuando un par de trovadores errantes llegan hasta allí y, al sonido de la penetrante flauta y el tambor medio centenar de hombres se reúnen en el patio del palacio; entonces se olvida la tristeza de las cosas perdidas. Esos vagabundos con sus atuendos chillones, como flores en un jardín de piedra, esos despreocupados bailarines de tez oscura, no podrían encontrar un escenario mejor que las piedras caídas, los peldaños que ascienden como un decorado teatral para su representación al aire libre, y la fila de carros esculpidos que realzan la vitalidad humana con su edad intemporal.”


Leonard Woolley. Ciudades muertas y…  Ediciones del Viento.