Mi lista de blogs

lunes, 26 de enero de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



EN ALEJANDRÍA


“Decidimos ir a ver con nuestros propios ojos lo que ocurría. De nuevo en la carretera, nos vimos, como antes, ante una interminable cadena de vehículos que se dirigían al Este; al atardecer había empezado a soplar una tormenta de arena, para ponerlo todo peor. En la encrucijada, donde una carretera penetra en el desierto y la otra va a Alejandría, la situación se puso imposible. Los pantanos salinos se extienden aquí a ambos lados de la carretera y ahora los vehículos estaban tan apretujados que iban de dos y hasta de tres en fondo. Era imposible pasar, imposible adentrarse por los pantanos donde los vehículos se hundirían sin remedio. Estaba ya oscureciendo, de modo que decidimos renunciar a tratar de llegar a El Alamein e ir en su lugar a Alejandría.
        Paso a paso, casi como tortugas, fuimos carretera adelante. A veces teníamos que parar completamente. Luego, gradualmente, el tráfico fue haciéndose menos denso y acabó cesando por completo. Yo nunca había visto la carretera de Alejandría tan sombría y solitaria: aquellos parapetos, aquellas llanuras salinas, antes tan llenas de soldados, parecían ahora desiertas. Hasta los beduinos parecían haber desaparecido. De vez en cuando un camión militar o un coche lleno de soldados pasaba a toda velocidad, daba la vuelta a la esquina y desaparecía en dirección a El Cairo, pero el viejo campamento donde los polacos se habían fogueado, que solía estar lleno de vehículos y material recién llegado, estaba ahora extrañamente vacío. Vi una compañía de soldados indios que estaba formándose para escuchar a un oficial, parecían una patrulla de demolición o de vigilancia de retaguardia. Un poco más allá, vi otra compañía india que iba hacia una hilera de camiones, cada indio con su petate al hombro.
        Así las cosas, llegamos por fin a Alejandría. Allí, de la noche a la mañana, todo parecía haber perdido vida. Los globos de cortina contra los aviones flotaban aún sobre la ciudad, pero casi todos los barcos se habían ido, muchas tiendas estaban cerradas, y las calles, que solían hervir de gente a esta hora del atardecer, estaban ahora medio desiertas.
        Nos paramos ante el «Cecil Hotel», junto al muelle. Siempre había sido nuestro cuartel general alejandrino y era un edificio alegre, lleno de oficiales de la flota y de mujeres. Ahora, todo esto había cambiado. Nos fue fácil encontrar habitación. El bar estaba medio vacío, y la poca gente que vimos en él estaba sentada en grupitos, comentando las noticias o la falta de noticias. Dos policías militares se nos acercaron y nos ordenaron que nos incorporásemos inmediatamente a nuestras unidades; les dijimos que no sabíamos a dónde teníamos que ir a presentarnos, como no fuese al Cuartel General, y que nos era imposible volver allí a causa del embotellamiento del tráfico. Por fin, convinimos en que, como los demás oficiales que estaban en el hotel, no saldríamos de él hasta la mañana siguiente.”


Alan Moorehead. Trilogía africana. Inédita Editores.