EN ALEJANDRÍA
“Decidimos ir a ver con nuestros propios ojos lo que
ocurría. De nuevo en la carretera, nos vimos, como antes, ante una interminable
cadena de vehículos que se dirigían al Este; al atardecer había empezado a
soplar una tormenta de arena, para ponerlo todo peor. En la encrucijada, donde
una carretera penetra en el desierto y la otra va a Alejandría, la situación se
puso imposible. Los pantanos salinos se extienden aquí a ambos lados de la
carretera y ahora los vehículos estaban tan apretujados que iban de dos y hasta
de tres en fondo. Era imposible pasar, imposible adentrarse por los pantanos
donde los vehículos se hundirían sin remedio. Estaba ya oscureciendo, de modo
que decidimos renunciar a tratar de llegar a El Alamein e ir en su lugar a
Alejandría.
Paso a paso, casi como
tortugas, fuimos carretera adelante. A veces teníamos que parar completamente.
Luego, gradualmente, el tráfico fue haciéndose menos denso y acabó cesando por
completo. Yo nunca había visto la carretera de Alejandría tan sombría y
solitaria: aquellos parapetos, aquellas llanuras salinas, antes tan llenas de
soldados, parecían ahora desiertas. Hasta los beduinos parecían haber
desaparecido. De vez en cuando un camión militar o un coche lleno de soldados
pasaba a toda velocidad, daba la vuelta a la esquina y desaparecía en dirección
a El Cairo, pero el viejo campamento donde los polacos se habían fogueado, que
solía estar lleno de vehículos y material recién llegado, estaba ahora
extrañamente vacío. Vi una compañía de soldados indios que estaba formándose
para escuchar a un oficial, parecían una patrulla de demolición o de vigilancia
de retaguardia. Un poco más allá, vi otra compañía india que iba hacia una
hilera de camiones, cada indio con su petate al hombro.
Así las cosas,
llegamos por fin a Alejandría. Allí, de la noche a la mañana, todo parecía
haber perdido vida. Los globos de cortina contra los aviones flotaban aún sobre
la ciudad, pero casi todos los barcos se habían ido, muchas tiendas estaban cerradas,
y las calles, que solían hervir de gente a esta hora del atardecer, estaban
ahora medio desiertas.
Nos paramos ante el «Cecil
Hotel», junto al muelle. Siempre había sido nuestro cuartel general alejandrino
y era un edificio alegre, lleno de oficiales de la flota y de mujeres. Ahora,
todo esto había cambiado. Nos fue fácil encontrar habitación. El bar estaba
medio vacío, y la poca gente que vimos en él estaba sentada en grupitos,
comentando las noticias o la falta de noticias. Dos policías militares se nos
acercaron y nos ordenaron que nos incorporásemos inmediatamente a nuestras
unidades; les dijimos que no sabíamos a dónde teníamos que ir a presentarnos,
como no fuese al Cuartel General, y que nos era imposible volver allí a causa
del embotellamiento del tráfico. Por fin, convinimos en que, como los demás oficiales
que estaban en el hotel, no saldríamos de él hasta la mañana siguiente.”
Alan
Moorehead. Trilogía africana. Inédita Editores.