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miércoles, 3 de mayo de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




GOBERNADOR EN MANILA


“Durante mi estancia en Manila, se produjo un temblor de tierra que duró un minuto y veinte segundos, lapso de tiempo que hasta entonces no había alcanzado ninguno, aunque por fortuna, apenas ocasionó daños. Cuando los temblores eran muy intensos, las distintas construcciones semejaban navíos en medio de una borrasca; crujían las maderas con estrépito, se abrían y cerraban las puertas, se balanceaban las lámparas y todos los objetos caían rodando; tampoco las personas podían conservar el equilibrio. Algunas veces se salía de madre el río Passig y habían que circular por la calle en banca –una embarcación de madera hecha con el tronco de un árbol ahuecado--; al palacio de Malacañang se accedía entonces por un balcón del piso bajo.
Los indígenas dormían sobre petates y los europeos en camas con mosquitero de rejilla, también con petate y sábanas. Era corriente el uso de una almohada larga y cilíndrica, colocada en sentido perpendicular a la cabecera, denominada abrazador, que resultaba muy cómoda cuando se prescindía de toda cubierta. Las patas de las camas tenían que introducirse en pequeños recipientes de agua para evitar los numerosos insectos que, especialmente por la noche, invadían las estancias, o bien impregnarlas con petróleo, atándoles unas cintas.
Las mujeres nativas llevaban trajes de nipis, piña y otros tejidos ligeros muy vistosos, y calzaban chinelas. Los europeos, vestían generalmente traje blanco.
Los teatros dependían de nuestro teatro nacional, pero no eran frecuentados por los indígenas, aficionados sobre todo a la pirotecnia, y apasionados por las pelas de gallos. Frecuentemente se les veía en cuclillas, acariciando a estos animalitos, mientras sus mujeres atendían a toda clase de trabajos. Era sorprendente para nosotros la costumbre indígena de masticar buyo, compuesto de cal fina de concha, hojas de betel o nuez de areca. A lo que parece, es un buen digestivo, pero tiñe la boca de rojo.
Debido al clima, no había familia española que pudiera permanecer en las islas más de tres generaciones. En cambio, la colonia china era especialmente numerosa, trabajadora y frugal. Conservaba, en lo posible, sus usos y costumbres; algunos se bautizaban y llevaban los apellidos de sus padrinos españoles, pero la mayoría, tan pronto reunían los pesos necesarios para alcanzar sus objetivos, regresaban a su país. Dicen que cuando subían al vapor exclamaban: «Ni más señolía ni más Santa Malía», al tiempo que se quitaban el escapulario.
Entre los bichos que debíamos soportar, eran los más desagradables unas cucarachas grandes, negras y aladas; entre los más sociables y beneficiosos, unas pequeñas lagartijas, que se situaban en el techo, próximas a las lámparas. Como se comían los mosquitos, los indígenas, con muy buen sentido, las respetaban; eran indudablemente inofensivas, aunque alguna vez cayeran en el escote de una señora, haciéndole experimentar el desagradable contacto de un animal de sangre fría. Existía la leyenda de que, al toque de oración, descendían del techo para rezar.
También se hacían presentes habitualmente los murciélagos; en cierta ocasión encontré uno dentro de mi gorra, colgada en una percha”.


Valeriano Weyler. Memorias de un general. Ediciones Destino.

viernes, 8 de noviembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN CAMORRA


            “Reuní a mis coroneles, les mostré las órdenes recibidas, examinamos la situación y les pedí parecer. Todos expresaron su contrariedad y unánimemente convinieron en no cumplimentar las órdenes del general Palacios.
         Transcurrió la noche, tranquila para mis tropas, pero no para mí; dudaba en tomar una decisión, porque la junta de coroneles solo tenía para mí carácter informativo o de asesoramiento; jamás pasó por mi mente la idea de descargar o diluir en mis subordinados la responsabilidad del mando, que por entero debía asumir yo como jefe.
         Al amanecer, subí a la torre de la iglesia y con el anteojo pude divisar al enemigo que reanudaba su interrumpida marcha a Bañeras. Aquel espectáculo fue para mí la viva evocación de la famosa expedición de Gómez en la primera Guerra carlista. Recordando las funestas consecuencias que tuvo para la causa liberal y temiendo que se repitieran, me planteé el ineludible deber de impedirlo a toda costa. Para ello era imprescindible demorar la marcha a Játiva, entrar probablemente en la provincia de Alicante –de cuyos límites tan próximos estábamos—y empeñar combate contra fuerzas muy superiores en número, lo que implicaba el riesgo de una derrota. Proceder, como dicen nuestras ordenanzas, siguiendo los dictados del “propio espíritu y honor”, me ponía en el trance de desobedecer las órdenes. Mi vacilación debía ser brevísima, los minutos eran preciosos. Bajé de la torre y ordené a mi cornetín que tocara generala y redoblado: la suerte estaba echada.
         Apresuradamente salí al frente de las fuerzas, dejando en Bocairente el batallón de Cuenca y la impedimenta, con la orden de incorporarse una vez cargados los bagajes. Tanto los jefes como yo, salimos a pie para evitar la espera que supondría ensillar nuestros caballos. Como el camino describía una curva, cortamos directamente campo a través para caer sobre el flanco enemigo. Mi línea estaba formada del siguiente modo: Albuera en la derecha, Soria con la artillería en el centro, y en la izquierda, tres compañías de Aragón y dos de voluntarios. Constituían la reserva cinco compañías de Aragón y el escuadrón de Villaviciosa.
         Al percatarse Santés de mi intento, estableció su defensa en las alturas de Camorra. Iniciado el combate, fui progresando con la derecha avanzada, desalojando al enemigo de sus posiciones, hasta que, inquieto Santés y prevalido de su superioridad numérica, contraatacó con cuatro batallones, cargando impetuosamente sobre Albuera que le obligó a retroceder, dispersando parte de sus fuerzas. Desbordado el centro en la lucha cuerpo a cuerpo, consiguieron los carlistas arrebatarme las piezas de artillería. Inmovilizada nuestra izquierda, que harto hacía con sostenerse ante la enorme presión del enemigo, creyó éste poder darnos el golpe de gracia cargando sobre nosotros con su caballería; pero según supe después, demoraron esta intervención porque había sido muerto el coronel carlista del regimiento del Cid. Este hecho me proporcionó el tiempo necesario para que el escuadrón de Villaviciosa coadyuvara al ataque de frente –que ejecuté con mis reservas--, combinado con otro de flanco que realizó Cuenca, oportunamente llegado al lugar de la acción.
         Nuestra victoria fue completa. Recuperamos las piezas sin más pérdidas que la de un escobillón y perseguimos al enemigo. El botín que abandonaron los carlistas en el campo esta integrado por más de doscientas armas, prisioneros, banderines y material sanitario. Dejaron también 149 muertos y más de 200 heridos, que recogimos. A nosotros nos costó la jornada 30 muertos y 132 heridos.
         Debo confesar que, en el momento más crítico de aquella acción, pensé quitarme la vida. Fueron tantas y tan encontradas las emociones que embargaron mi espíritu en aquel día, que cuando a las cuatro de la tarde pude desayunar con un poco de pan y chorizo, no lograba deglutirlo. Aquella noche, dormí en Bocairente más tranquilo y satisfecho que la noche anterior, y a la mañana siguiente, en cumplimiento de la última orden recibida, partimos en dirección a Játiva.”


Valeriano Weyler. Memorias de un general. Ediciones Destino.