Mi lista de blogs

Mostrando entradas con la etiqueta Chesterton. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Chesterton. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de julio de 2017

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





LEJOS DE BOHEMIA Y BELGRAVIA


Si he logrado insinuar las virtudes más modestas de mi propia familia y de la clase media, espero que habrá quedado claro que éramos tan feos como las verjas y farolas entre las que paseábamos. Quiero decir que nuestra ropa y nuestros muebles estaban aún desprovistos de cualquier toque «artístico», a pesar de un bien documentado interés por el arte. Estábamos aún más lejos de Bohemia que de Belgravia. Cuando mi madre decía que nunca habíamos sido respetables, quería decir que nunca habíamos sido elegantes, aunque tampoco fuéramos desaliñados. Comparados con el esteticismo que desde entonces ha invadido Londres, todos nosotros éramos claramente desaliñados. Y todavía más en mi propia familia, porque mi padre, mi hermano y yo considerábamos normal la apariencia desaliñada. No nos preocupábamos por llevar ropa cuidada. Los estetas se preocupaban por llevar ropa despreocupada. Yo llevaba un abrigo corriente; y no sé si por el roce o la fricción involuntarios se convirtió en un abrigo extraordinario. El bohemio llevaba sombrero de ala lánguida, pero no languidecía con él. Sin embargo, yo sí languidecía bajo un sombrero de copa; un sombrero escandalosamente malo, pero que no pretendía escandalizar al burgués. Yo mismo era, en ese aspecto, totalmente burgués. A veces, aquel sombrero, o algo semejante a su fantasma, todavía aparece como un espectro y sale del cubo de basura, de la casa de empeños o del Museo Británico para aparecer en el garden-party real. Desde luego puede que no sea el mismo. El original era más apropiado para el espantapájaros de un huerto que para un invitado en los jardines del rey. Pero la cuestión es que nosotros no creímos nunca que la moda o las convenciones fuesen algo lo bastante serio como para seguirlas o desafiarlas.

G. K. Chesterton.
Autobiografía.

Acantilado.

viernes, 19 de febrero de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






Y LA EDUCACIÓN


            “El paso de la niñez a la pubertad y la misteriosa metamorfosis que da como resultado ese monstruo que es un adolescente podrían muy bien resumirse en un pequeño detalle, el de las antiguas mayúsculas del alfabeto griego: la gran zeta, una esfera atravesada por un aro como Saturno, o la gran épsilon, como un esbelto cáliz curvado, conservan todavía para mí un encanto y un misterio indescriptibles, como si fueran signos de calurosa bienvenida trazados sobre el amanecer del Edén. Las minúsculas griegas corrientes, aunque ahora me resultan mucho más familiares, me parecen cositas bastante desagradables, como una nube de mosquitos. En cuanto a los acentos griegos, logré con éxito, a lo largo de una larga serie de trimestres escolares, evitar aprendérmelos; jamás me he sentido tan satisfecho como cuando, tiempo después, descubrí que los griegos tampoco se los aprendieron nunca. Sentía un claro orgullo de ser tan ignorante como Platón y Tucídides. Al menos, los griegos que escribieron la prosa y la poesía que merecían la pena estudiarse, no los conocían; según creo, los acentos fueron un invento de los gramáticos renacentistas. Pero es un hecho psicológico que la contemplación de una mayúscula griega aún me llena de felicidad; la de una minúscula, de indiferencia teñida de disgusto y la de los acentos, de una santa indignación rayana en la irreverencia. Pienso que la explicación radica en que aprendí las mayúsculas griegas, como las mayúsculas inglesas, en casa; me las enseñaron como un juego cuando aún era pequeño, mientras que las otras las aprendí durante el período que llamamos educación, ese período en el que un desconocido me instruía sobre cosas que no deseaba saber.
         Cuento esto sólo para mostrar que yo era mucho más sabio y abierto a los seis años que a los dieciséis. Dios no permita que esto me sirva de base para una teoría pedagógica. En ciertos aspectos, este trabajo no puede dejar de ser teórico, pero no es necesario rizar el rizo y que además sea pedagógico. Desde luego, no adoptaré esa elegante actitud moderna de revolverme e insultar a mis maestros porque decidí no aprender lo que ellos estaban dispuestos a enseñar. Puede ser que en las renovadas escuelas de hoy, al niño le enseñen de tal forma que grite de placer a la vista de un acento griego. Pero me temo que es mucho más probable que las escuelas modernas se hayan librado del acento librándose del griego. Y en este punto, como suele ocurrir, estoy sin lugar a dudas del lado de mis maestros y en contra mía. Me alegro mucho de que mis denodados esfuerzos por no aprender latín se vieran frustrados en cierta medida y de no haber conseguido siquiera escapar de la contaminación de la lengua de Aristóteles y Demóstenes. Al menos sé el suficiente griego para coger el chiste cuando alguien dice (como sucedió el otro día) que el estudio de esa lengua no es propio de una época democrática. No sé de qué lengua pensaba él que procedía la democracia, y eso que hemos de admitir que esa palabra parece haberse convertido hoy en día en parte de la jerga periodística. Pero de momento lo que me interesa es el aspecto personal o psicológico, mi propio testimonio íntimo ante el hecho que, por un motivo u otro, un muchacho pasa, con toda seguridad, de un primer estadio en el que desea aprender casi todo aun estadio posterior en el que apenas desea saber nada. Un viajero muy pragmático, con mucha experiencia y poca mística, me soltó en cierta ocasión: «Debe de haber algo en la educación totalmente equivocado. Hay mucha gente con niños maravillosos y los adultos son todos unos inútiles.» Se muy bien a qué se refería; aunque tengo dudas de si mi inutilidad actual es fruto de mi educación o si tiene algún otro motivo más misterioso y profundo.”


G. K. Chesterton. Autobiografía.
Acantilado.

lunes, 28 de abril de 2014

OBITER DICTUM






“Yo he andado por Francia desde que mi padre me llevó allí cuando era un muchacho, y París era la única capital extranjera que conocía. A mi padre le debo el haber sido un viajero y no un turista. La distinción no es esnobismo; en realidad, tiene que ver más con la época que con la educación, pues gran parte del problema del hombre moderno es que le educan para aprender lenguas extranjeras y malinterpretar a los extranjeros. El viajero ve lo que ve; el turista ve lo que ha ido a ver. Un auténtico viajero, en una narración épica primitiva o en un cuento popular, no simulaba que le gustara una hermosa princesa por su hermosura. Lo mismo puede decirse de un marinero pobre, de un vagabundo, en suma de un viajero. No necesita formarse una opinión de los periódicos parisinos, pero si quisiera tenerla, probablemente los leería. El turista nunca. El turista nunca los lee, los llama periodicuchos y sabe tanto de ellos como el chiffonnier que los recoge con el pincho.”

G. K. Chesterton.