Mi lista de blogs

Mostrando entradas con la etiqueta Gamoneda. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gamoneda. Mostrar todas las entradas

miércoles, 20 de julio de 2022

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






BLUES DE LA ESCALERA

Por la escalera sube una mujer
con un caldero lleno de penas.
Por la escalera sube la mujer
con el caldero de las penas.

Encontré a una mujer en la escalera
y ella bajó sus ojos ante mí.
Encontré la mujer con el caldero.

Ya nunca tendré paz en la escalera.

Antonio Gamoneda.

jueves, 18 de febrero de 2021

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





La memoria es mortal. Algunas tardes, Billie Holliday pone su rosa enferma en mis oídos.

Algunas tardes me sorprendo

lejos de mí, llorando.


Antonio Gamoneda.

martes, 1 de septiembre de 2020

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






LA BELLEZA
no proporciona dulces sueños; cunde
en el insomnio azul del hielo
y en la materia del relámpago.

En cales vivas, en
láminas abrasadas,
gira sin descanso; su
perfección es el vértigo.

La belleza no es
un lugar donde van
a parar los cobardes.

Viva en su luz
mi pensamiento. Quiero
morir en libertad.

Antonio Gamoneda.

jueves, 31 de octubre de 2019

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






HUBO un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia.

Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si supiese su nombre.

Antonio Gamoneda.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





Miro mi desnudez. Contemplo

la aparición de las heridas blancas.



Envuelto en sábanas mortales,

bebo en las aguas femeninas

la dulzura y la sombra.

                          Antonio Gamoneda.

lunes, 21 de septiembre de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL ULTIMO VIAJE DE CLEODEMO II



            Considera Kratevas la serenidad inapelable de Cleodemo y deja escrito que aún ocuparon otros dos días afinando las astucias y el pulso que convenían a la utilización del arco de marfil, y dice que, con el paso de las horas, eran en cada tiempo más perfectas la quietud y claridad de las enseñanzas del ateniense.
         Pero Kratevas, desengañado, al separarse del filósofo volvía al sentimiento de hurtarlo a la crueldad.  Sabía que, tras la hora de la segunda guardia, solía comer Cleodemo una escudilla de legumbre y sésamo, al que se había aficionado en Asia, y quedarse después dormido, siempre en el mismo lugar, bajo la rama horizontal de una higuera, hasta que la sombra de ésta se apartaba de él y el sol le despertaba posándose en su rostro. Y a esta hora del sexto día volvió, sabiendo que era la última vez a la casa de Cleodemo. Le acompañaba un servidor que cargaba un cesto de palma tranzada, cerrado con un disco de arcilla y bridas de cuero. Kratevas dice en su escritura que se estremeció al pisar en el zaguán sombrío y fresco. Avanzó, sin dar señal, bajo el sol de los patios interiores y halló abiertas las habitaciones que había de atravesar para descender al pequeño jardín excavado a media ladera sobre el mar. Cleodemo dormía bajo la higuera y respiraba pacífico. Con ademanes en silencio, mandó Kratevas al criado que posara su carga y le dejase solo con el durmiente. Dice luego, con pocas palabras, que teniendo Cleodemo suelto el cinturón y descubierta la garganta, puso el cuévano en su regazo, levantando el disco de arcilla en el mismo momento en que aquél abría sus ojos. Se irguió el áspid y Kratevas recuerda la mirada roja entre las escamas amarillas y el asombro azul en la de Cleodemo. Hubo un instante de inmovilidad y, retirándose un paso, Kratevas excitó a la serpiente por medio de una varilla, con lo cual salto repentina e hirió entre las venas yugulares, desapareciendo después bajo las altas yerbas.
         El resto de esta experiencia aparece escrito en el códice de la siguiente manera:
         “Supe que Cleodemo no sufriría ya la tortura por más que no tardaría en llegar a él la policía de Mitrídates y vi pasar por su rostro la sorpresa y la serenidad. Había comprendido. Me saludó con las palabras de siempre y, mientras buscaba acomodo para reposar la cabeza, me hizo ver que aún la luz no estaba inclinada como convenía a la observación de los grados del desierto. Después me dio las gracias. Yo me estuve quieto y silencioso; sabía que de la herida de esta serpiente aún podrían librarle mezclando cuajo y salitre para envolver la garganta y haciéndole masticar la hiel de una comadreja y la ruda que se hallase en su estómago, pero ahora mi trabajo era callar.
         Una sola vez, Cleodemo dijo que tenía frío. Cerraba los párpados y la luz que había dentro de sus ojos parecía distribuirse bajo la entera piel del rostro; pero hacía por despertarse y, con articulación lenta y aún melodiosa, argumentaba sobre el beneficio de librarse del fuego y, por haberme atrevido yo, excusar la cobardía y la vergüenza, despreciar la piedad negra de Mitrídates.
         Yo estaba sentado a sus pies en la yerba y ya el sol se posaba sobre su rostro, lo cual fue causa de suave ironía sobre que pronto no tendría necesidad de despertarse. Después reparando en la proximidad de una nube, me advirtió sobre la conveniencia de elevar dobles los números perfectos en aquellos días en que no fuera posible la visión clara del desierto, pero rescatando en el arco una octava hacia mayor o menor grado, según el sentido de los vientos, en cada uno de los tres días siguientes al de la opacidad. Dicho esto, se quedó en silencio mirándome solo a través de una delgada línea en la que aún se guardaban humedad y sombra azul.
         Oí un ruido de vértebras y vi que su cabeza se erizaba antes de caer con seca dureza sobre el pecho. Quizá la muerte no era todavía perfecta, pero ya se sentían los pasos de la policía de Mitrídates. Por un portillo que yo sabía, dí en el jardín de otro cortesano dormido también bajo la quietud de las ramas.”

Antonio Gamoneda. 

Libro de los venenos

Ediciones Siruela.

viernes, 30 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE









EL ÚLTIMO VIAJE DE CLEODEMO I


“Cleodemo, ateniense, que predecía las violencias marítimas y volcánicas por observación natural, entendía también las desdichas y delirios del pensamiento y en él lucía la misericordia de Sócrates reduciendo la maldad a desconocimiento y error. Por lo que da a entender Kratevas, éste confundía a Mitrídates haciéndole sentir de mil discretas maneras el extravío y la burla de correr tras las potencias de un dios miserable, y el mismo sentimiento prendía en quienes usaban claridad de juicio. Cundían las palabras dichas entre dientes, y lo supo el rey, y se levantó en él la ira, y vino a decirle a Cleodemo que, en el término de los días del viaje de Sinope a Cerasonte, hiciera ofrenda sacrificial al Sabacio.
         “Para sacrificar ante el rostro de ese dios no necesito hacer viaje, pero, en Sinope, temo ofender a mi rey en su humanidad.” Ésta fue, según Kratevas, la contestación de Cleodemo a Mitrídates y, bajo la limpia admonición del filósofo, el caudillo póntico debió de sentir algún desconcierto; pero resolvió duro y veloz: permaneciendo en Sinope y pasado el plazo del viaje, al anochecer por tanto del sexto día, Cleodemo, embetunado, ardería luminoso sobre la colina más alta entre las que dominaban la ciudad. Y ya se iba el rey, cuando, tocado quizá por la pureza del ateniense, volvió sobre sus pasos para decirle:”También puedes matarte antes tú mismo”.
         Relata Kratevas que acudió tres días a la pieza de Cleodemo, y el primer día estaba en el jardín y se sentía un mirlo. Hablaron del color dorado de la sal euxina, debido tanto a la declinación boreal de la luz como a las sortijas que sobre la desecación en sus lagos producía el latido del mar en la materia blanca, pero que al fin era arte de la mirada ya que el color no estaba en la substancia. Y dice Kratevas que, en las palabras de Cleodemo se alcanzaba una celebración de la vida, aclamando que la apariencia de la sal no fuese emanación fría de la naturaleza sólida, sino propiedad del órgano cuyos suaves tejidos permiten que el fuego interior pase a su través y, siendo más fino que las aguas oculares, reúna los espíritus del hombre que mira con los de las cosas, obrándose así la existencia de un fluido en el que la belleza participa con sus átomos.
         En el segundo día, Cleodemo (ya el sol buscaba su horizontal y las sombras descendían de los montes) contemplaba desde su terraza las grandes escamas del vecino desierto, y lo hacía a través de un arco de marfil graduado en intervalos según los números perfectos de Anaximandro, componiendo después por octavas el desplazamiento de dos delgadas cuerdas, verticales entre sí tensadas sobre el arco. Cleodemo mantuvo algún tiempo en silencio a Kratevas, mientras adelantaba las cuerdas dos centésimas de grado. Después le ofreció frutas lavadas y mantenidas a la sombra, y, contestando a preguntas del botánico, uso en claro cómo sosteniendo en una misma línea visual las cuerdas de seda y el perfil de las dunas en dos de sus lados, al progresar éstas se iba produciendo una proximidad angular y, cumplido un año selénico (del que apenas había transcurrido la tercera parte), el grado obtenido representaría la suma de los vientos, en su fuerza y orientación, para un ciclo diez veces mayor, resultando que la acumulación sucesiva de estas mediciones predecía, en cifra reducible a estadios, el movimiento del desierto. Prosigue Kratevas diciendo que, el tercer día, admirado de la paz que advertía en Cleodemo, se atrevió a declararle la intención de sus visitas, y ésta era que no llegase al término en que recibiría tortura, ya que estaba en mano tomar la muerte sin aspereza con el tóxico que le ofrecía: una composición en la que el opio había sido encendido y perfumado con miel libada del acónito, perfeccionando la suma con azafrán, que dilata las venas con dulzura de modo que la substancia entra veloz y suavemente al corazón. Y escribe Kratevas:
         “Cleodemo recibió mi ofrecimiento con afectuosa sonrisa, rechazándolo al mismo tiempo con tranquilos movimientos de cabeza, y, apretándole yo con ruegos y razones, me hizo notar, en sosegada manera, que la voluntad de Mitrídates le impedía disponer su muerte más blanda y silenciosa, precisamente porque le había autorizado a matarse y no podía él, Cleodemo, hacer uso de la piedad de un hombre injusto. Y, sin más diálogo a este propósito, llevó las palabras al trabajo y la intención del día, que eran instruirme en el significado y arte de la visión hendida por las cuerdas de seda, adiestrando mis manos de modo que, dóciles al pensamiento aritmético, pudiesen sustituir a las suyas hasta el cabo del año lunar, cuando habría de completarse la profecía científica.”

Antonio Gamoneda. Libro de los venenosEdiciones Siruela.

viernes, 4 de enero de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



 

 

LA MIRADA DE HIPSICRACIA


En el día duodécimo, vi que el hambre y la ración de las rubetas tenían proporción entre sí, y ordené que se la hiciesen llegar a los escitas en cuévanos de mimbre, más algunas vasijas de barro, esta vez con agua limpia.
Feroces, se arrojaron sobre los cuévanos tomando con ambas manos la comida infecciosa a la que dieron fin en corto tiempo. Después, empezaron a disputar por las vasijas y muy pocos lograron el agua, dado que se quebraban en las violencias.
Esto era en la hora del amanecer. Los más vomitaban ya cuando el sol empezó a tener alguna fuerza. Al mediodía, sus cuerpos estaban hinchados y crujían en contracciones duras de los nervios. Otros arañaban la tierra y aullaban más alto y feroz que las bestias antes de agonizar por herida, y todos dejaban caer excrementos líquidos y sangrientos. Con el sol aún en alto, empezaron a herirse entre ellos, arrancándose los cabellos y los ojos, como si la ración de rubetas levantase furias y fuerzas sobre la destrucción de las entrañas. Vi las pupilas giratorias y las lenguas negras.
Cumplido el deseo de Hipsicracia, ya que los hombres habrían de morir con la oscuridad, al apartarme vi, en el extremo del foso, a uno de ellos que, separado de los enloquecidos, había al parecer despreciado las rubetas. Se mantenía erguido en la serenidad. Consideré la aparición de un hombre aún noble y hermoso después de la tortura. Le vi sonreír mientras se abría las venas con los restos de una vasija y ordené que no se lo molestase.


Antonio Gamoneda. 

Libro de los venenos

Ediciones Siruela.