EL ÚLTIMO VIAJE DE CLEODEMO I
“Cleodemo, ateniense, que predecía las violencias
marítimas y volcánicas por observación natural, entendía también las desdichas
y delirios del pensamiento y en él lucía la misericordia de Sócrates reduciendo
la maldad a desconocimiento y error. Por lo que da a entender Kratevas, éste
confundía a Mitrídates haciéndole sentir de mil discretas maneras el extravío y
la burla de correr tras las potencias de un dios miserable, y el mismo
sentimiento prendía en quienes usaban claridad de juicio. Cundían las palabras
dichas entre dientes, y lo supo el rey, y se levantó en él la ira, y vino a decirle
a Cleodemo que, en el término de los días del viaje de Sinope a Cerasonte,
hiciera ofrenda sacrificial al Sabacio.
“Para
sacrificar ante el rostro de ese dios no necesito hacer viaje, pero, en Sinope,
temo ofender a mi rey en su humanidad.” Ésta fue, según Kratevas, la
contestación de Cleodemo a Mitrídates y, bajo la limpia admonición del
filósofo, el caudillo póntico debió de sentir algún desconcierto; pero resolvió
duro y veloz: permaneciendo en Sinope y pasado el plazo del viaje, al anochecer
por tanto del sexto día, Cleodemo, embetunado, ardería luminoso sobre la colina
más alta entre las que dominaban la ciudad. Y ya se iba el rey, cuando, tocado
quizá por la pureza del ateniense, volvió sobre sus pasos para decirle:”También
puedes matarte antes tú mismo”.
Relata
Kratevas que acudió tres días a la pieza de Cleodemo, y el primer día estaba en
el jardín y se sentía un mirlo. Hablaron del color dorado de la sal euxina,
debido tanto a la declinación boreal de la luz como a las sortijas que sobre la
desecación en sus lagos producía el latido del mar en la materia blanca, pero
que al fin era arte de la mirada ya que el color no estaba en la substancia. Y dice
Kratevas que, en las palabras de Cleodemo se alcanzaba una celebración de la
vida, aclamando que la apariencia de la sal no fuese emanación fría de la
naturaleza sólida, sino propiedad del órgano cuyos suaves tejidos permiten que
el fuego interior pase a su través y, siendo más fino que las aguas oculares,
reúna los espíritus del hombre que mira con los de las cosas, obrándose así la
existencia de un fluido en el que la belleza participa con sus átomos.
En el
segundo día, Cleodemo (ya el sol buscaba su horizontal y las sombras descendían
de los montes) contemplaba desde su terraza las grandes escamas del vecino
desierto, y lo hacía a través de un arco de marfil graduado en intervalos según
los números perfectos de Anaximandro, componiendo después por octavas el
desplazamiento de dos delgadas cuerdas, verticales entre sí tensadas sobre el arco.
Cleodemo mantuvo algún tiempo en silencio a Kratevas, mientras adelantaba las
cuerdas dos centésimas de grado. Después le ofreció frutas lavadas y mantenidas
a la sombra, y, contestando a preguntas del botánico, uso en claro cómo
sosteniendo en una misma línea visual las cuerdas de seda y el perfil de las
dunas en dos de sus lados, al progresar éstas se iba produciendo una proximidad
angular y, cumplido un año selénico (del que apenas había transcurrido la
tercera parte), el grado obtenido representaría la suma de los vientos, en su
fuerza y orientación, para un ciclo diez veces mayor, resultando que la
acumulación sucesiva de estas mediciones predecía, en cifra reducible a
estadios, el movimiento del desierto. Prosigue Kratevas diciendo que, el tercer
día, admirado de la paz que advertía en Cleodemo, se atrevió a declararle la
intención de sus visitas, y ésta era que no llegase al término en que recibiría
tortura, ya que estaba en mano tomar la muerte sin aspereza con el tóxico que
le ofrecía: una composición en la que el opio había sido encendido y perfumado
con miel libada del acónito, perfeccionando la suma con azafrán, que dilata las
venas con dulzura de modo que la substancia entra veloz y suavemente al corazón.
Y escribe Kratevas:
“Cleodemo
recibió mi ofrecimiento con afectuosa sonrisa, rechazándolo al mismo tiempo con
tranquilos movimientos de cabeza, y, apretándole yo con ruegos y razones, me
hizo notar, en sosegada manera, que la voluntad de Mitrídates le impedía
disponer su muerte más blanda y silenciosa, precisamente porque le había
autorizado a matarse y no podía él, Cleodemo, hacer uso de la piedad de un
hombre injusto. Y, sin más diálogo a este propósito, llevó las palabras al trabajo
y la intención del día, que eran instruirme en el significado y arte de la
visión hendida por las cuerdas de seda, adiestrando mis manos de modo que,
dóciles al pensamiento aritmético, pudiesen sustituir a las suyas hasta el cabo
del año lunar, cuando habría de completarse la profecía científica.”