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domingo, 4 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE








EN HYDERABAD


“Ya no hay vegetación; ya no existen las grandes palmas. La tierra no es ya roja; casi hace frío… Estas son las sorpresas del primer despertar en Nizam, después de haber viajado toda la noche, después de haber dejado ayer la región, tan verde aún de Pondichérry y de Madrás. Llegamos, esta mañana, a la meseta central de la India, en medio de estepas de piedra. Todo ha cambiado, excepto el croajar de los eternos cuervos.
Landas abrasadas, grisáceas llanuras, alternan con campos de mijo, vastos como pequeños mares. En lugar de los soberbios cocoteros, algunos raros áloes, algunas datileras raquíticas agostadas por la sequía, se alzan alrededor de las aldeas, que, también, han cambiado de aspecto para adquirir un falso tinte árabe. El Islam ha impreso aquí su huella sobre las cosas. El Islam, que, por otra parte, se complace siempre en las regiones tristes, en el deslumbramiento de los desiertos.
Cambio, también, de indumentos.. Los hombres no llevan ya desnudo el torso, sino cubierto con blancas telas; no ostentan ya largas cabelleras, sino que envuelven su cabeza en turbantes.
La sequedad aumenta de hora en hora, a medida que nos hundimos en la monotonía de las planicies. Los arrozales, cuyos surcos se ven trazados aún, están destruidos como por el fuego. Los campos de mijo, aunque más resistentes, amarillean en su mayor parte, condenados sin esperanza. En los que viven aún, hay por doquier vigilantes subidos sobre armadijos de ramas para cazar las ratas y los pájaros, que lo devorarían todo. Pobre humanidad, acechada por el hambre, obstinándose en defender algunos granos contra el exasperado apetito de los animales.
Después del frío de la noche, el sol, despiadado, derrama sobre la tierra un calor de horno. El cielo se extiende limpio y azul como un zafiro inmenso.
El paisaje se hace verdaderamente extraño al fin de la jornada. Sobre el infinito de los mijos sollamados, de las junglas quemadas, hay montones de monstruosas piedras obscuras, especie de bloques erráticos de pulidos contornos, de fantásticas siluetas que parecen haber sido amontonadas en busca siempre de algo atrevido e inestable; éstas en pie todas; aquéllas, inclinadas y sin apoyo, de modo que sus aguzamientos, tan altos a veces como montañas, resulten siempre de la más completa inverosimilitud.
Al ponerse el sol, Hyderabad aparece en fin, muy blanca, envuelta en blanca polvareda, y muy musulmana, con sus techumbres en terraza y sus ligeros alminares. Los árboles del contorno se deshojan, resecos y agonizantes, produciendo una impresión anormal de estación avanzada; una tristeza de otoño en la tórrida tarde. El riachuelo que corre al pie está lejos de secarse. Sus aguas se deslizan tan bajas, que se las ve apenas. Y grupos de elefantes, grisáceos como el fango de las orillas, descienden lentamente al fondo, para tratar de beber y de bañarse.
Expira el día con un rojo incendio de todo el Occidente, tras la ciudad cuyas alburas se extinguen en un azul ceniciento; y los murciélagos gigantes se dispersan en silencio por el cielo demasiado hermoso.”

Pierre Loti. La India. Editorial Cervantes.