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miércoles, 10 de febrero de 2021

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE










EL CRIADO DE LA MUERTE


Incapaz de conciliar el sueño, salí a dar un paseo. Anduve unas cien yardas, pasando por delante de los burdeles en dirección al rompeolas, y por el camino fui contando los individuos que dormían en la calle. Estaban tumbados sobre la acera, uno al lado del otro. Algunos dormían sobre trozos de cartón, pero la mayoría lo hacían sobre el cemento, sin ropa de cama y sólo con algunas prendas de vestir, con los brazos cruzados debajo de la cabeza. Los niños dormían unos sobre el costado, otros boca arriba. No se veían indicios de que poseyeran bienes. Llegué a la cifran de setenta y tres y doblé la esquina, donde, bajando por la carretera que llegaba hasta el rompeolas había otros centenares de durmientes, sólo cuerpos, sin hatos ni carretillas, ni nada que los distinguiera unos de otros, sin evidencia alguna de vida. A veces se cree que estos durmientes de las calles de Bombay constituyen un fenómeno reciente, pero Mark Twain ya los vio. El escritor se dirigía a una ceremonia de esponsales que se celebraba a medianoche:

Parecía como si avanzásemos a través de una ciudad de muertos. Apenas había ningún indicio de ida en aquellas calles silenciosas y desiertas. Incluso las multitudes estaban silenciosas. Pero por doquier, en el suelo, yacían nativos durmiendo, cientos de cientos. Estaban tendidos todo lo largos que eran, envueltos en mantas, la cabeza y todo. Su posición y su rigidez constituían un trasunto de la muerte.

Eso era en 1896. Hoy son más numerosos, y hay otra diferencia. Los que yo vi no tenían mantas. El hambre es también el criado de la muerte.

Mark Twain.

Paul Theroux.
El gran bazar del ferrocarril.
Plaza & Janés.

lunes, 9 de marzo de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL PARAÍSO EN BALLARAT


“Ya los descubrimientos menores realizados tres meses antes en la colonia de Nueva Gales del Sur habían alentado una primera migración hacia Australia; afluyó entonces un torrente de aventureros, que ahora devino aluvión. En un solo mes se vertieron sobre Melbourne unas cien mil personas, de nacionalidad inglesa y otras, y partieron en apretadas filas hacia las minas. Las tripulaciones de los barcos que los llevaron se integraron en la tropa; siguieron a éstas los funcionarios de los despachos gubernamentales; y también se enrolaron cocineros, criadas, cocheros, mayordomos y demás servidumbre doméstica; y carpinteros, herreros, fontaneros, pintores, periodistas, redactores, abogados con sus clientes, cantineros, sablistas, tahúres, estafadores, ladrones, mujeres de vida airada, colmaderos, carniceros, panaderos, médicos, boticarios, enfermeras; y la policía; e incluso oficiales de cargo elevado y antes codiciado abandonaron sus posiciones y se juntaron a la marcha. El rugiente alud se precipitó desde Melbourne y lo dejó desierto como si fuera domingo, paralizado, en un inerte compás de espera, las naves ancladas en un ocioso balanceo, disipado todo signo de vida, acallado cualquier sonido salvo el crujir de los jirones nubosos que fluctuaban en las calles vacantes.
        El herboso y hojudo paraíso de Ballarat fue hendido, lacerado, escarificado y desentrañado en la frenética búsqueda de sus tesoros ocultos. No hay nada como la minería de superficie para despojar a una tierra paradisíaca de sus atributos, bellezas y bondades hasta hacer de ella una visión odiosa y repulsiva.”


Mark Twain. La travesía del Pacífico. Ediciones Laertes.

domingo, 10 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




UNA MIRADA EN LA CASA BLANCA


“La primera vez que le vi fue al comienzo de su primer período presidencial. Acababa yo de llegar a Washington procedente de la costa del Pacífico, siendo un forastero y un perfecto desconocido para el público, y una mañana, al pasar frente a la Casa Blanca, coincidí con un amigo que era entonces senador por Nevada. Me preguntó si quería ver al Presidente. Respondí que me encantaría; así pues, entramos. Supuse que el máximo dignatario se hallaría rodeado de una muchedumbre, que podría observarle con calma y seguridad desde la distancia, igual que otro gato vagabundo contemplaría también a otro rey. Mas era media mañana, y el senador aprovechó un privilegio de su cargo que nunca había oído mencionar: el de irrumpir en el despacho del primer magistrado del país en horas laborables. Antes de que me diera cuenta, mi amigo el senador y yo estábamos en su presencia, y no había nadie más que nosotros tres. El general se levantó despacio de detrás de su escritorio, posó la pluma en la mesa y se plantó ante mí con la acerada expresión de quien no ha reído en siete años ni tiene, tampoco, la intención de hacerlo en los siete venideros. Me miró fijamente a los ojos, unos ojos que habían perdido la confianza y se retrajeron. Nunca me había enfrentado a un gran hombre, y me sumí en un mísero estado de amilanamiento e ineptitud. El senador dijo:
        --Señor  Presidente, tengo el honor de presentarle al señor Clemens.
        El Presidente apretó mi mano con gesto adusto y la soltó. No emitió una sola sílaba, continuó inmóvil delante de mí. Yo, turbado como estaba, no sabía qué decir, tan sólo deseaba retirarme. Se produjo una tensa pausa, una pausa agobiante, horrible. De pronto acudió a mis mientes la inspiración y, alzando la vista hacia aquella faz imperturbable, balbuceé tímidamente:
        --Señor Presidente, estoy muy azorado. ¿Lo está usted también?
        Siete años antes de tiempo brilló en su semblante un fugaz destello, el resplandor de una sonrisa tan pasajera como un relámpago de estío; me despedí y me fui con la misma prontitud que ella.
        Transcurrieron dos lustros antes de que le viera por segunda vez. Entretanto había aumentado mi popularidad, y fui una de las personas designadas para contestar a los brindis en el banquete con que el ejercito de Tennessee obsequiaba en Chicago al general Grant, a su regreso de una gira alredor del mundo. Llegué a la ciudad entrada la noche, y me levanté tarde. Todos los pasillos del hotel estaban atestados de gentes que aguardaban para ver, o cuando menos atisbar, al general cuando los atravesara en dirección de la estancia desde donde presidiría el gran desfile. Me abrí camino a través de una sucesión de salas atiborradas y, ya en una esquina del edificio, descubrí un ventanal abierto frente a un espacioso estrado, decorado con banderolas y alfombrado. Subí a su cúspide, me asomé y divisé a mis pies a millones de personas obstruyendo las calles, y unos millares más amontonadas en las ventanas y azoteas de todas las casas del entorno. Tales masas me tomaron por el general Grant, y estallaron en volcánicas efusiones y vítores; pero era una excelente atalaya desde donde seguir la parada, y me quedé. Al rato oí los distantes clamores de una marcha militar, y avisté calle arriba la primera línea del desfile forjándose una brecha entre las enardecidas multitudes, con Sheridan, la figura más marcial de la guerra, cabalgando a la cabeza embutido en el uniforme de gala de un teniente general.
        De repente el general Grant y el alcalde, Carter Harrison, ascendieron codo con codo a la plataforma, escoltados en sendas filas de a dos por los muy condecorados y uniformados miembros del comité de recepción. El general tenía exactamente el mismo aspecto que en aquella embarazosa situación de dos lustros atrás: era una imagen hecha de hierro, bronce y aplomo. El señor Harrison fue a mi encuentro, me condujo hasta el general y me presentó formalmente. Antes de que atinara a verbalizar la observación apropiada, el dignatario me dijo, con aquella risita que se adelantó siete años centelleando de nuevo en su rostro:
        --Señor Clemens, yo no estoy azorado. ¿Y usted?
        Han pasado desde entonces diecisiete años más, y hoy, en Nueva York, las calles son un hervidero de personas que se apretujan unas contra otras para rendir honores a los despojos del excelso soldado en el traslado a su última morada, bajo el monumento; resuenan en el aire salmos religiosos y salvas de artillería, y millones de americanos piensa en el hombre que instauró la Unión y la bandera, además de insuflar en el gobierno democrático un nuevo soplo de vida y darle, así lo creemos y los esperamos, un lugar permanente entre las más beneficiosas instituciones de la humanidad.”


Mark Twain. Viaje alredor del mundo… Ediciones Laertes