UNA MIRADA EN LA CASA BLANCA
“La primera vez que le vi fue al comienzo de su
primer período presidencial. Acababa yo de llegar a Washington procedente de la
costa del Pacífico, siendo un forastero y un perfecto desconocido para el
público, y una mañana, al pasar frente a la
Casa Blanca , coincidí con un amigo que era
entonces senador por Nevada. Me preguntó si quería ver al Presidente. Respondí
que me encantaría; así pues, entramos. Supuse que el máximo dignatario se
hallaría rodeado de una muchedumbre, que podría observarle con calma y
seguridad desde la distancia, igual que otro gato vagabundo contemplaría también
a otro rey. Mas era media mañana, y el senador aprovechó un privilegio de su
cargo que nunca había oído mencionar: el de irrumpir en el despacho del primer
magistrado del país en horas laborables. Antes de que me diera cuenta, mi amigo
el senador y yo estábamos en su presencia, y no había nadie más que nosotros
tres. El general se levantó despacio de detrás de su escritorio, posó la pluma
en la mesa y se plantó ante mí con la acerada expresión de quien no ha reído en
siete años ni tiene, tampoco, la intención de hacerlo en los siete venideros.
Me miró fijamente a los ojos, unos ojos que habían perdido la confianza y se
retrajeron. Nunca me había enfrentado a un gran hombre, y me sumí en un mísero
estado de amilanamiento e ineptitud. El senador dijo:
--Señor Presidente, tengo el honor de presentarle al
señor Clemens.
El Presidente apretó
mi mano con gesto adusto y la soltó. No emitió una sola sílaba, continuó
inmóvil delante de mí. Yo, turbado como estaba, no sabía qué decir, tan sólo
deseaba retirarme. Se produjo una tensa pausa, una pausa agobiante, horrible.
De pronto acudió a mis mientes la inspiración y, alzando la vista hacia aquella
faz imperturbable, balbuceé tímidamente:
--Señor Presidente,
estoy muy azorado. ¿Lo está usted también?
Siete años antes de
tiempo brilló en su semblante un fugaz destello, el resplandor de una sonrisa
tan pasajera como un relámpago de estío; me despedí y me fui con la misma
prontitud que ella.
Transcurrieron dos
lustros antes de que le viera por segunda vez. Entretanto había aumentado mi
popularidad, y fui una de las personas designadas para contestar a los brindis
en el banquete con que el ejercito de Tennessee obsequiaba en Chicago al
general Grant, a su regreso de una gira alredor del mundo. Llegué a la ciudad
entrada la noche, y me levanté tarde. Todos los pasillos del hotel estaban
atestados de gentes que aguardaban para ver, o cuando menos atisbar, al general
cuando los atravesara en dirección de la estancia desde donde presidiría el
gran desfile. Me abrí camino a través de una sucesión de salas atiborradas y,
ya en una esquina del edificio, descubrí un ventanal abierto frente a un
espacioso estrado, decorado con banderolas y alfombrado. Subí a su cúspide, me
asomé y divisé a mis pies a millones de personas obstruyendo las calles, y unos
millares más amontonadas en las ventanas y azoteas de todas las casas del
entorno. Tales masas me tomaron por el general Grant, y estallaron en
volcánicas efusiones y vítores; pero era una excelente atalaya desde donde
seguir la parada, y me quedé. Al rato oí los distantes clamores de una marcha
militar, y avisté calle arriba la primera línea del desfile forjándose una brecha
entre las enardecidas multitudes, con Sheridan, la figura más marcial de la
guerra, cabalgando a la cabeza embutido en el uniforme de gala de un teniente
general.
De repente el general
Grant y el alcalde, Carter Harrison, ascendieron codo con codo a la plataforma,
escoltados en sendas filas de a dos por los muy condecorados y uniformados
miembros del comité de recepción. El general tenía exactamente el mismo aspecto
que en aquella embarazosa situación de dos lustros atrás: era una imagen hecha
de hierro, bronce y aplomo. El señor Harrison fue a mi encuentro, me condujo
hasta el general y me presentó formalmente. Antes de que atinara a verbalizar
la observación apropiada, el dignatario me dijo, con aquella risita que se
adelantó siete años centelleando de nuevo en su rostro:
--Señor Clemens, yo no
estoy azorado. ¿Y usted?
Han pasado desde
entonces diecisiete años más, y hoy, en Nueva York, las calles son un hervidero
de personas que se apretujan unas contra otras para rendir honores a los
despojos del excelso soldado en el traslado a su última morada, bajo el
monumento; resuenan en el aire salmos religiosos y salvas de artillería, y millones
de americanos piensa en el hombre que instauró la Unión y la bandera, además
de insuflar en el gobierno democrático un nuevo soplo de vida y darle, así lo
creemos y los esperamos, un lugar permanente entre las más beneficiosas
instituciones de la humanidad.”
Mark
Twain. Viaje alredor del mundo… Ediciones
Laertes