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domingo, 10 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




UNA MIRADA EN LA CASA BLANCA


“La primera vez que le vi fue al comienzo de su primer período presidencial. Acababa yo de llegar a Washington procedente de la costa del Pacífico, siendo un forastero y un perfecto desconocido para el público, y una mañana, al pasar frente a la Casa Blanca, coincidí con un amigo que era entonces senador por Nevada. Me preguntó si quería ver al Presidente. Respondí que me encantaría; así pues, entramos. Supuse que el máximo dignatario se hallaría rodeado de una muchedumbre, que podría observarle con calma y seguridad desde la distancia, igual que otro gato vagabundo contemplaría también a otro rey. Mas era media mañana, y el senador aprovechó un privilegio de su cargo que nunca había oído mencionar: el de irrumpir en el despacho del primer magistrado del país en horas laborables. Antes de que me diera cuenta, mi amigo el senador y yo estábamos en su presencia, y no había nadie más que nosotros tres. El general se levantó despacio de detrás de su escritorio, posó la pluma en la mesa y se plantó ante mí con la acerada expresión de quien no ha reído en siete años ni tiene, tampoco, la intención de hacerlo en los siete venideros. Me miró fijamente a los ojos, unos ojos que habían perdido la confianza y se retrajeron. Nunca me había enfrentado a un gran hombre, y me sumí en un mísero estado de amilanamiento e ineptitud. El senador dijo:
        --Señor  Presidente, tengo el honor de presentarle al señor Clemens.
        El Presidente apretó mi mano con gesto adusto y la soltó. No emitió una sola sílaba, continuó inmóvil delante de mí. Yo, turbado como estaba, no sabía qué decir, tan sólo deseaba retirarme. Se produjo una tensa pausa, una pausa agobiante, horrible. De pronto acudió a mis mientes la inspiración y, alzando la vista hacia aquella faz imperturbable, balbuceé tímidamente:
        --Señor Presidente, estoy muy azorado. ¿Lo está usted también?
        Siete años antes de tiempo brilló en su semblante un fugaz destello, el resplandor de una sonrisa tan pasajera como un relámpago de estío; me despedí y me fui con la misma prontitud que ella.
        Transcurrieron dos lustros antes de que le viera por segunda vez. Entretanto había aumentado mi popularidad, y fui una de las personas designadas para contestar a los brindis en el banquete con que el ejercito de Tennessee obsequiaba en Chicago al general Grant, a su regreso de una gira alredor del mundo. Llegué a la ciudad entrada la noche, y me levanté tarde. Todos los pasillos del hotel estaban atestados de gentes que aguardaban para ver, o cuando menos atisbar, al general cuando los atravesara en dirección de la estancia desde donde presidiría el gran desfile. Me abrí camino a través de una sucesión de salas atiborradas y, ya en una esquina del edificio, descubrí un ventanal abierto frente a un espacioso estrado, decorado con banderolas y alfombrado. Subí a su cúspide, me asomé y divisé a mis pies a millones de personas obstruyendo las calles, y unos millares más amontonadas en las ventanas y azoteas de todas las casas del entorno. Tales masas me tomaron por el general Grant, y estallaron en volcánicas efusiones y vítores; pero era una excelente atalaya desde donde seguir la parada, y me quedé. Al rato oí los distantes clamores de una marcha militar, y avisté calle arriba la primera línea del desfile forjándose una brecha entre las enardecidas multitudes, con Sheridan, la figura más marcial de la guerra, cabalgando a la cabeza embutido en el uniforme de gala de un teniente general.
        De repente el general Grant y el alcalde, Carter Harrison, ascendieron codo con codo a la plataforma, escoltados en sendas filas de a dos por los muy condecorados y uniformados miembros del comité de recepción. El general tenía exactamente el mismo aspecto que en aquella embarazosa situación de dos lustros atrás: era una imagen hecha de hierro, bronce y aplomo. El señor Harrison fue a mi encuentro, me condujo hasta el general y me presentó formalmente. Antes de que atinara a verbalizar la observación apropiada, el dignatario me dijo, con aquella risita que se adelantó siete años centelleando de nuevo en su rostro:
        --Señor Clemens, yo no estoy azorado. ¿Y usted?
        Han pasado desde entonces diecisiete años más, y hoy, en Nueva York, las calles son un hervidero de personas que se apretujan unas contra otras para rendir honores a los despojos del excelso soldado en el traslado a su última morada, bajo el monumento; resuenan en el aire salmos religiosos y salvas de artillería, y millones de americanos piensa en el hombre que instauró la Unión y la bandera, además de insuflar en el gobierno democrático un nuevo soplo de vida y darle, así lo creemos y los esperamos, un lugar permanente entre las más beneficiosas instituciones de la humanidad.”


Mark Twain. Viaje alredor del mundo… Ediciones Laertes