VALLE DEL SÁBATO
“Las
ruinas que había ido a examinar, toscos muros de cemento y escombros que
rodeaban unos cuantos acres de cimas boscosas, no eran la cuna de la antigua
raza sabina, sino que databan de época cristiana y parecían parte de un refugio
utilizado por los lugareños para abrigarse con su ganado tal vez en los
calamitosos tiempos en que Alarico ocupó el Sur después del saqueo de Roma y en
que la interminable guerra entre los godos y los latinos desató la anarquía en
las recónditas montañas. Desde el punto de vista del arqueólogo, aquellas
tardías y anónimas ruinas tenían poco interés, pero no se podía pedir un lugar
de trabajo mejor. El redondeado altozano que coronaba las murallas se elevaba
desde el lecho del río y se unía a las estribaciones del valle a través de un
estrecho collado que conducía al único acceso al circuito de murallas. La
pendiente estaba cubierta de grandes hayas, las hayas y los castaños se
entremezclaban en la cima, y al mirar al norte hacia el rectilíneo valle, se
veía el río, poco caudaloso en aquellos días veraniegos, entre las riberas
quebradas junto a las que había angostas franjas de tierras de cultivo o pastos
y algunos cerezos medio sofocados por la gruesa maleza castaña que vestía las
laderas inferiores. Un poco más arriba, los castaños dejaban paso a los robles
y estos a los pinos más oscuros, y asomándose sobre las copas de los pinos
sobresalía el precipicio que cerraba el valle como una pared de mármol y lo
ocultaba todo, a excepción de las cumbres más altas cubiertas de nieve. Y en
medio de aquello, en las extensiones sin árboles, no se veía ni una casa. El
único signo de vida humana eran las finas columnas de humo que se alzaban en
los bosquecillos de castaños en los que trabajaban los carboneros. Los
desiertos de Nubia no resultaban más remotos que aquel valle del Sábato
superior, pero en lugar de tierra agostada y rocas quemadas por el sol, había
agua corriente, hierba, árboles y montañas, una población escasa pero
agradable, y huellas de Pan y de los duendes del bosque en los laberínticos
canales y los sombreados pastos.
A
las ocho de la mañana mis trabajadores paraban para desayunar mientras yo, en
vez de comer, daba un paseo o fumaba un cigarrillo contemplando la vista del
valle. Pero un día a esa hora vi a un miembro que no se había presentado antes
corriendo por la ladera en dirección a la entrada y balanceándose por el peso
de una piel de cabra medio llena: era leche fresca de la montaña que había
batido toscamente y, al llegar a donde yo estaba, abrió la piel y me mostró el
blanco y cremoso queso ya separado del suero. Luego lo estrujó entre hojas de
helecho para endurecerlo y, mientras otros se acercaban con cerezas, vino tinto
y pan, talló una cuchara para comer el queso fresco en una rama de haya y
dispuso unas hojas de acedera a modo de plato. Comí mi desayuno en la cuesta
sobre el río. Los hombres, un poco alejados, se reían y cantaban fragmentos de
canciones, y oculto en el bosque, un joven cabrero tocaba con su flauta de
junco una tonada más antigua que Roma, más antigua que los pueblos montañosos
de los sabinos, la tonada que el viento canta a las rocas y a los arbustos de
los pastos de las tierras altas.”
Leonard
Woolley. Ciudades muertas y… Ediciones
del Viento.