El hotel
era grande. De su pileta interior recuerdo mármoles, mosaicos, humedad y luz
eléctrica. En el bar solía haber señores en traje de brin blanco, que
descansaban en sillones de mimbre, entre palmeras en macetas de cobre. Los
frescos de las paredes del comedor, que representaban a caballeros y damas
paseando por explanadas de otras ciudades termales, estimulaban mi imaginación.
También la estimulaban los animales embalsamados que había en un pasillo, entre
dos salones: un gran cóndor, con las alas abiertas, y un puma. El personal del hotel
me aseguraba que en la zona abundaban esos animales prestigiosos.
Adolfo Bioy Casares