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lunes, 23 de noviembre de 2020

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA




         UNE JEUNE ITALIENNE


Février grelottait blanc de givre et de neige ;
La pluie, à flots soudains, fouettait l'angle des toits ;
Et déjà tu disais : — Ô mon Dieu! quand pourrai-je
Aller cueillir enfin la violette au bois ?
Notre ciel est pleureur, et le printemps de France,
Frileux comme l'hiver, s'assied près des tisons ;
Paris est dans la boue au beau mois où Florence
Égrène ses trésors sous l'émail des gazons.
Vois, les arbres noircis contournent leurs squelettes ;
Ton âme s'est trompée à sa douce chaleur :
Tes yeux bleus sont encor les seules violettes,
Et le printemps ne rit que sur ta joue en fleur !

                                       Theophile Gautier.

sábado, 1 de febrero de 2020

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






CATEDRAL DE SAN BASILIO



«La muralla del Kremlin o Kreml se alza en el otro extremo con sus puertas abiertas en las torres de tejados puntiagudos y que permiten ver por encima de sus almenas las cúpulas, los campanarios y las agujas de las iglesias y conventos que encierra. En la otra esquina, extraña como la arquitectura de un sueño, se levanta quiméricamente la imposible catedral de San Basilio, Vasili-Blazhénoi, que hace que se dude de si los ojos son testigos fiables. Se la ve con todas las apariencias de la realidad, y uno se pregunta si no se trata de un espejismo, de un edificio hecho de nubes que el sol colorea y que el temblor del aire va a deformar o hacer que se desvanezca. Es, sin duda alguna, el monumento más original del mundo, no se parece a ninguno de los que hemos visto y no se relaciona con ningún estilo: se diría una gigantesca madrépora, una cristalización colosal, una gruta de estalactitas invertida. Pero no busquemos comparaciones para dar idea de algo que no tiene ni prototipo ni similar. »



Theophile Gautier. 

Viaje por Rusia.

Editorial Laertes.


sábado, 12 de mayo de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EN IRÚN


            “La mitad del puente sobre el Bidasoa pertenece a Francia, la otra mitad a España; se puede tener un pie en cada reino, lo cual resulta muy majestuoso: aquí, el gendarme grave, honrado, serio, el gendarme gozoso de haber sido rehabilitado en los Los Franceses de Curmer, por Eduardo Ourliac; allí, el soldado español, vestido de verde y saboreando en la verde hierba las dulzuras y las malicias del descanso, con un feliz descuido. Al extremo del puente se entra de lleno en la vida española y en el color local. Irún no se parece en nada a un pueblo francés; los tejados de las casas avanzan en abanico; las tejas, alternativamente convexas y cóncavas, forman una especie de almenaje de un aspecto extraño y morisco. Los balcones, muy volados, son de herraje antiguo, tan cuidadosamente forjado, que asombra en un pueblo olvidado como Irún, y que supone una gran riqueza desaparecida. Las mujeres se pasan el día en estos balcones, a los que da sombra una tela rayada de varios colores, y que parecen otras tantas habitaciones aéreas adosadas el cuerpo del edificio; los dos lados del balcón quedan sin cortina y dan paso a la fresca brisa y a las miradas ardientes; por lo demás, no busquéis allí tintes pardos y culotados –perdón por el término--, los tonos de hollín y de pipa vieja que podía esperar un pintor; todo está blanqueado con cal, al estilo árabe; pero el contraste de este color de yeso con el pardusco y obscuro de las vigas, los tejados y el balcón, no deja de producir un buen efecto.
         Los caballos nos abandonaron en Irún. Allí hubieron de enganchar al coche diez mulas esquiladas hasta la mitad del cuerpo, mitad pellejo, mitad pelo, como esos trajes de la Edad Media que parecen dos mitades de trajes distintos cosidos al azar; estos animales así esquilados tienen un aspecto raro y parecen de una delgadez aterradora, pues tal denudación permite estudiar a fondo su anatomía, los huesos, los músculos y hasta las venas más insignificantes; con su cola pelada y sus orejas puntiagudas parecen enormes ratones. Además de las diez mulas, nuestro personal se aumentó con un zagal y dos escopeteros provistos de trabuco. El zagal es una especie de correo, de soto-mayoral, que engalga las ruedas de las bajadas peligrosas, que vigila los arneses y los frenos, que activa los relevos y ejecuta en torno del coche el papel de hombre oficioso, con mucha eficacia. El traje del zagal es precioso, de una elegancia y una ligereza extremas: lleva un sombrero puntiagudo, adornado con bandas de terciopelo y madroños de seda; una chaquetilla color castaño o tabaco, con las bocamangas y el cuello de trozos de diferentes colores –azul, blanco y rojo, por lo general--, y un gran arabesco de botones de filigrana, y por calzado unas sandalias, sujetas con cuerdecillas, añadid a esto una faja roja y una corbata de colorines, y tendréis una figura característica del todo. Los escopeteros son guardias, miqueletes destinados a escoltar el coche y asustar a los rateros –así se llama a los ladrones de menor cuantía--, que no resistirían a la tentación de desvalijar a un viajero aislado, pero a quienes la vista edificante del trabuco les basta para tenerlos a raya y pasan saludando con el sacramental: Vaya usted con Dios. El traje de los escopeteros es poco más o menos como el del zagal, pero menos coquetón, menos adornado. Se colocan en la imperial, a la trasera del coche, y así dominan todo el campo. En la descripción de nuestra caravana habíamos olvidado mencionar un postillón minúsculo montado en un caballo, que marcha a la cabeza del convoy y es el que da el impulso a todo el tiro.
         Antes de partir hubo que hacer visar de nuevo nuestros pasaportes, ya bastante emborronados. Mientras se realizaba esta importante operación, tuvimos tiempo de echar una ojeada a la población de Irún, que no ofrece otro rasgo de particular sino que las mujeres llevan los cabellos, notablemente largos, recogidos en una sola trenza, que les cuelga hasta los riñones; los zapatos son allí cosa rara, y más aún las medias.
         Un ruido extraño, inexplicable, ronco espantoso y risible me zumbaba en los oídos hacía algún tiempo; hubiérase dicho que procedía de grajos desplumados vivos, de chicos azotados, de gatos en celo, de sierras que quisieran cortar una piedra dura, de calderos raspados, de goznes de cárcel enmohecidos y obligados a soltar a su prisionero. Yo creía, que por lo menos, que se trataba de una princesa degollada por algún nigromante enfurecido, y no era sino una carreta que subía por una calle de Irún, y cuyas ruedas chirriaban de un modo horrible, a causa de no estar engrasadas, sin duda porque el carretero prefería poner la grasa en su sopa.”


Theophile Gautier. Viaje por España. Editorial Calpe.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





FUMÉE

Là-bas, sous les arbres s'abrite
Une chaumière au dos bossu ;
Le toit penche, le mur s'effrite,
Le seuil de la porte est moussu.

La fenêtre, un volet la bouche ;
Mais du taudis, comme au temps froid
La tiède haleine d'une bouche,
La respiration se voit.

Un tire-bouchon de fumée,
Tournant son mince filet bleu,
De l'âme en ce bouge enfermée
Porte des nouvelles à Dieu.


Teophile Gautier.

sábado, 28 de abril de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL TRABAJO


“Los españoles no conciben que se trabaje para después descansar. Prefieren hacerlo a la inversa, lo cual, después de todo, me parece más sensato. Un obrero que ha ganado unos cuantos reales deja el trabajo, se echa al hombro su chaquetilla bordada, coge la guitarra y se va a bailar o cortejar a las mozas, sus amigas, hasta que no le queda un cuarto; entonces vuelve a comenzar. Con tres o cuatro perrillas diarias, un andaluz puede vivir espléndidamente; con esta cantidad comprará un pan blanco, una raja enorme de sandía y un vasito de aguardiente; su alojamiento no le costará más que el trabajo de extender la capa en el suelo bajo un pórtico o un arco de puente. En general, a los españoles el trabajo les parece cosa humillante e indigna de un hombre libre, idea muy natural y muy razonable, en mi opinión, puesto que Dios, queriendo castigar al hombre por su desobediencia, no supo infligirle mayor suplicio que el ganar el pan con el sudor de su frente. Placeres conquistados como los nuestros, a fuerza de trabajo, de fatigas, de tensión de espíritu y de ansiedad, les parecerían muy caros. Como los pueblos sencillos y mas cerca de la Naturaleza, tienen una rectitud de juicio que les hace despreciar las satisfacciones con condición. Para quien llegue de París o de Londres, esos dos torbellinos de actividad devoradora, de existencia febril y sobreexcitada, es un espectáculo original la vida que se hace en Granada, vida toda tranquilidad y ocio, ocupada con la conversación, la visita, el paseo, la música y el baile. Sorprende ver la tranquilidad feliz de aquellos rostros, la dignidad serena de aquellas fisonomías. Nadie tiene el aire atareado que se observa en los transeúntes de las calles de París. Todos van a gusto, eligiendo el lado de la sombra, deteniéndose para hablar con sus amigos y sin demostrar prisa alguna por llegar. La certeza de no poder ganar dinero apacigua toda ambición: los jóvenes no tienen porvenir en ninguna carrera. Los más aventureros se van a Manila, a La Habana o se alistan en el ejército; pero, por ese estado lamentable de la Hacienda, pasan a veces años enteros sin oír hablar de sueldo. Convencidos de inutilidad de sus esfuerzos, no tratan de alcanzar fortunas imposibles, y pasan el tiempo en una ociosidad encantadora, que favorece la belleza del país y el ardor del clima.
         No me he dado apenas cuenta de la seriedad de los españoles; no hay nada más engañador que las reputaciones que se hacen a los individuos y a los pueblos. Por el contrario, los he encontrado sencillos y de una bondad extrema; España es el verdadero país de la igualdad, si no en palabras, por lo menos en hechos. El último mendigo enciende su papelito en el puro del gran señor, quien le deja hacer sin la menor afectación de condescendencia; la marquesa pasa sonriendo por encima del cuerpo andrajos de los vagabundos que duermen atravesados en el umbral de su puerta, y cuando va de viaje no hace ningún asco de beber en el mismo vaso que el mayoral, el zagal y el escopetero que la conducen. Los extranjeros se acomodan difícilmente a esta familiaridad; los ingleses sobre todo, que se hacen servir en bandejas las cartas, que cogen con tenacillas. Uno de estos estimables insulares, que iba de Sevilla a Jerez, envió a su calesero a que comiera en la cocina. El hombre, que, en el fondo de su alma, pensaba hacer un gran honor a un hereje sentándose a su mesa, no hizo la menor observación, y disimuló su enojo con tanto cuidado como un traidor de melodrama; pero en medio del camino, a tres o cuatro leguas de Jerez, en un desierto temeroso, lleno de barrancos y malezas, nuestro hombre hizo apearse al inglés y le grito, fustigando al caballo: “Milord, usted no me ha creído digno de sentarme a su mesa; yo, don José Balbino Bustamante y Orozco, le juzgo a usted mala compañía para ir sentado en esta banqueta. Buenas tardes.”
         A los criados y demás servidores se les trata con una dulzura familiar, muy diferente a nuestra cortesía afectada, que, a cada palabra, parece recordarles la inferioridad de su posición. Un ejemplo probará nuestro aserto: Habíamos ido de excursión a la casa de campo de la señora X***. Por la noche se quiso bailar; pero había muchas más mujeres que hombres. La señora X*** llamó al jardinero y a otro criado, los cuales bailaron durante toda la velada, sin azoramiento, sin falsa vergüenza, sin servilismo, como si en realidad formasen parte de la sociedad. Invitaron, una por una, a las muchachas más bonitas y más linajudas, que aceptaron su demanda con toda la amabilidad posible. Nuestros demócratas están aún muy lejos de esta igualdad práctica, y nuestros republicanos más hoscos se rebelarían ante la idea de figurar en un rigodón enfrente de un labriego o de un lacayo.”

Theophile Gautier. Viaje por España. Editorial Calpe.

miércoles, 13 de abril de 2011

OBITER DICTUM






“La fonda en que nos albergamos era una verdadera fonda española, en la que nadie entendía una palabra de francés; tuvimos que hacer uso de nuestro castellano y estropearnos la garganta con la  abominable jota -sonido árabe y gutural que en nuestro idioma no existe--. Debo decir que nos entendían, bastante bien, gracias a la extremada inteligencia que distingue a este pueblo. Claro está que alguna vez nos traían una vela·cuando pedíamos agua, o chocolate en vez de tinta; pero aparte estas pequeñas equivocaciones, muy perdonables, todo marchó del mejor modo posible. La fonda estaba servida por un enjambre de maritornes desgreñadas que llevaban los nombres más bonitos del mundo: Casilda, Matilde, Balbina; en España todos los nombres son bonitos: Lola, Bibiana, Pepa, Hilaria, Carmen, Cipriana, sirven de rótulo a las criaturas menos poéticas que pueden verse. Una de estas mozas tenía el pelo de un rojo muy subido, color que es muy frecuente en  España, donde hay muchas rubias, y, sobre todo, muchas rojas, contra lo que comúnmente se cree.”


Theophile Gautier