EN IRÚN
“La mitad del puente sobre el Bidasoa pertenece a
Francia, la otra mitad a España; se puede tener un pie en cada reino, lo cual
resulta muy majestuoso: aquí, el gendarme grave, honrado, serio, el gendarme
gozoso de haber sido rehabilitado en los Los Franceses de Curmer, por Eduardo
Ourliac; allí, el soldado español, vestido de verde y saboreando en la verde
hierba las dulzuras y las malicias del descanso, con un feliz descuido. Al
extremo del puente se entra de lleno en la vida española y en el color local.
Irún no se parece en nada a un pueblo francés; los tejados de las casas avanzan
en abanico; las tejas, alternativamente convexas y cóncavas, forman una especie
de almenaje de un aspecto extraño y morisco. Los balcones, muy volados, son de
herraje antiguo, tan cuidadosamente forjado, que asombra en un pueblo olvidado
como Irún, y que supone una gran riqueza desaparecida. Las mujeres se pasan el
día en estos balcones, a los que da sombra una tela rayada de varios colores, y
que parecen otras tantas habitaciones aéreas adosadas el cuerpo del edificio;
los dos lados del balcón quedan sin cortina y dan paso a la fresca brisa y a
las miradas ardientes; por lo demás, no busquéis allí tintes pardos y culotados
–perdón por el término--, los tonos de hollín y de pipa vieja que podía esperar
un pintor; todo está blanqueado con cal, al estilo árabe; pero el contraste de
este color de yeso con el pardusco y obscuro de las vigas, los tejados y el
balcón, no deja de producir un buen efecto.
Los
caballos nos abandonaron en Irún. Allí hubieron de enganchar al coche diez
mulas esquiladas hasta la mitad del cuerpo, mitad pellejo, mitad pelo, como
esos trajes de la Edad
Media que parecen dos mitades de trajes distintos cosidos al
azar; estos animales así esquilados tienen un aspecto raro y parecen de una
delgadez aterradora, pues tal denudación permite estudiar a fondo su anatomía,
los huesos, los músculos y hasta las venas más insignificantes; con su cola
pelada y sus orejas puntiagudas parecen enormes ratones. Además de las diez
mulas, nuestro personal se aumentó con un zagal y dos escopeteros provistos de
trabuco. El zagal es una especie de correo, de soto-mayoral, que engalga las
ruedas de las bajadas peligrosas, que vigila los arneses y los frenos, que
activa los relevos y ejecuta en torno del coche el papel de hombre oficioso,
con mucha eficacia. El traje del zagal es precioso, de una elegancia y una
ligereza extremas: lleva un sombrero puntiagudo, adornado con bandas de
terciopelo y madroños de seda; una chaquetilla color castaño o tabaco, con las
bocamangas y el cuello de trozos de diferentes colores –azul, blanco y rojo,
por lo general--, y un gran arabesco de botones de filigrana, y por calzado
unas sandalias, sujetas con cuerdecillas, añadid a esto una faja roja y una
corbata de colorines, y tendréis una figura característica del todo. Los
escopeteros son guardias, miqueletes destinados a escoltar el coche y asustar a
los rateros –así se llama a los ladrones de menor cuantía--, que no resistirían
a la tentación de desvalijar a un viajero aislado, pero a quienes la vista
edificante del trabuco les basta para tenerlos a raya y pasan saludando con el
sacramental: Vaya usted con Dios. El traje de los escopeteros es poco más o
menos como el del zagal, pero menos coquetón, menos adornado. Se colocan en la
imperial, a la trasera del coche, y así dominan todo el campo. En la
descripción de nuestra caravana habíamos olvidado mencionar un postillón
minúsculo montado en un caballo, que marcha a la cabeza del convoy y es el que
da el impulso a todo el tiro.
Antes
de partir hubo que hacer visar de nuevo nuestros pasaportes, ya bastante
emborronados. Mientras se realizaba esta importante operación, tuvimos tiempo
de echar una ojeada a la población de Irún, que no ofrece otro rasgo de
particular sino que las mujeres llevan los cabellos, notablemente largos,
recogidos en una sola trenza, que les cuelga hasta los riñones; los zapatos son
allí cosa rara, y más aún las medias.
Un
ruido extraño, inexplicable, ronco espantoso y risible me zumbaba en los oídos
hacía algún tiempo; hubiérase dicho que procedía de grajos desplumados vivos,
de chicos azotados, de gatos en celo, de sierras que quisieran cortar una
piedra dura, de calderos raspados, de goznes de cárcel enmohecidos y obligados
a soltar a su prisionero. Yo creía, que por lo menos, que se trataba de una
princesa degollada por algún nigromante enfurecido, y no era sino una carreta que
subía por una calle de Irún, y cuyas ruedas chirriaban de un modo horrible, a
causa de no estar engrasadas, sin duda porque el carretero prefería poner la
grasa en su sopa.”
Theophile Gautier. Viaje por España. Editorial Calpe.