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viernes, 29 de noviembre de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





LA CALLE


Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también la pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está obscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.

Octavio Paz.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





                 LAURETTA


Ya cesaron las lluvias.
Ya perdieron su flor los jacarandáes.
Pronto me iré de aquí.

No hice muchos amigos.
No bajé a los infiernos como Lowry,
y nada me importabas
cuando te conocí.

Ojalá no te hubiera conocido,
boca de ajonjolí.
Ojalá no te hubiera querido
así.

Sólo espero que nunca la tristeza
te trate como a mí.


                                          Jon Juaristi

jueves, 21 de noviembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EN LA DERROTA


El ensueño de Soto terminó en la estancia La Anita, establecimiento que era el orgullo de la familia Menéndez. Encerró a sus rehenes en la casa verde y blanca, donde, desde el jardín de invierno estilo art nouveau, se ve cómo el glaciar Perito Moreno se desliza entre bosques negros hacia el lago gris. Sus hombres estaban en el cobertizo de la esquila, pero empezaron a irse en grupos cuando se enteraron de que una columna avanzaba por el valle.
Los intransigentes, encabezados por dos alemanes, quisieron apilar fardos de lana, convertir el cobertizo en una fortaleza y combatir hasta el último hombre. Pero Soto dijo que él escurriría el bulto, que no estaba hecho para que lo arrojaran a los perros, y que continuaría la lucha en las montañas o en el extranjero. Y los chilotes no querían pelear. Preferían confiar en la palabra de un oficial argentino antes que en promesas huecas.
Soto envió dos hombres a parlamentar con el capitán Viñas Ibarra.
–¿Parlamentar? –aulló–. ¿Parlamentar para qué? –Y los mandó a parlamentar con Jesucristo. Sin embargo, tampoco quería exponer a sus hombres al fuego, y le encomendó a un oficial subalterno la misión de negociar. El 7 de diciembre los rebeldes lo vieron avanzar cautelosamente hacia ellos: un caballo zaino, un hombre vestido con uniforme caqui, una bandera blanca y las gafas protectoras amarillas reflejando el sol. Su propuesta: rendición incondicional y se respetarían las vidas. Los hombres deberían alinearse a la mañana siguiente en el patio.
La decisión de los chilotes libró de responsabilidad a Soto. Aquella noche, él y algunos de los cabecillas cogieron sus mejores armas y caballos y partieron. Escalaron la montaña, pasaron al otro lado y bajaron en Puerto Natales. Los carabineros chilenos, que habían prometido bloquear la frontera, no hicieron nada para detenerlos.
Los chilotes esperaron a los soldados formando tres filas, con ropas de confección casera que olían a oveja, a caballo y a orina rancia, con los sombreros de fieltro encasquetados hasta las orejas, y con los fusiles y las municiones apiladas tres pasos mas adelante, junto con las sillas de montar, los lazos y los cuchillos.
Creían que volverían a sus casas, que los expulsarían y los mandarían a Chile. Pero los soldados los condujeron de nuevo al cobertizo de la esquila y, al enterarse de que habían fusilado a los dos alemanes, supieron qué era lo que les aguardaba. Unos trescientos hombres en los corrales de las ovejas y la luz titilante de las velas se reflejó sobre las vigas del techo. Algunos jugaban a las cartas. No había nada para comer.
La puerta se abrió a las siete. Un sargento distribuyó ostentosamente picos entre una cuadrilla de trabajo. Los hombres del cobertizo los oyeron alejarse con paso acompasado y, a continuación, el chasquido del acero contra la roca.
–Están cavando tumbas –comentaron.
La puerta volvió a abrirse a las once. Las tropas circundaban el patio con los fusiles preparados. Los ex rehenes contemplaban la escena. Un tal Harry Bond dijo que quería un cadáver por cada uno de los treinta y siete caballos que le habían robado. Los soldados sacaron a los hombres en grupos, para hacer justicia. Esta dependía de que un criador quisiera recuperar o no a uno de sus hombres. Procedían como si estuvieran seleccionando ovejas.
Los chilotes estaban blancos como el papel, con las mandíbulas desencajadas y los ojos dilatados. A los indeseados los hacían desfilar junto al baño de las ovejas y contornear una colina baja. Los congregados en el patio oían el restallido de los disparos y veían cómo los gallinazos se precitaban sobre la hondonada, batiendo con sus plumas el viento matinal.
Aproximadamente ciento veinte hombres murieron en La Anita. Uno de los verdugos manifestó: «Fueron al encuentro de la muerte con una pasividad auténticamente asombrosa».
El resultado regocijó a la comunidad inglesa, con algunas excepciones. El coronel, sobre el que habían recaído sospechas de cobardía, se había redimido con creces. El Magellan Times alabó su «espléndido coraje, en virtud del cual había circulado por la línea de fuego como quien participa en una parada militar... Los habitantes de la Patagonia deberían sacarse el sombrero ante el 10 de Caballería, ante esos valerosos caballeros». Durante un banquete que se celebró en Río Gallegos, el presidente local de la Liga Patriótica Argentina se refirió a «la dulce emoción de aquellos momentos» y al júbilo que había sentido cuando lo libraron de semejante plaga. Varela respondió que había cumplido con su deber de soldado, y los veinte británicos presentes, que no eran muy versados en la lengua castellana, rompieron a cantar: For he’s a jolly good fellow...
Los soldados, que gozaban de licencia de San Julián, acudieron al burdel La Catalana, pero las mujeres, todas mayores de treinta años, chillaron «¡Asesinos! ¡Cerdos! ¡No nos acostamos con asesinos!», de modo que las llevaron a la cárcel por insultar a uniformados y, en su persona, a la bandera de la nación. Entre ellas había una tal Maud Foster, «súbdita inglesa, de buena familia, con diez años de residencia en el país». Requiescat!
A su regreso, Varela no se encontró con la acogida reservada a los héroes sino con leyendas que rezaban: muera el caníbal del sur. El congreso estaba conmocionado, no porque a la gente le importaran mucho Soto y sus chilenos, sino porque Varela había hecho como la identidad de quien le había dado las órdenes. Acusaron a Yrigoyen, y éste, turbado, designó a Varela director de una escuela de caballería, con la esperanza de que se calmaran los ánimos.
El 27 de enero de 1923, Kurt Wilkens, un anarquista tolstoiano de Schleswig-Holstein, mató a tiros al coronel Varela en la intersección de las calles FitzRoy y Santa Fe, en Buenos Aires. Un mes más tarde, el 26 de febrero, Wilkens también fue muerto a tiros en la Cárcel de Encausados por su guardián, Jorge Pérez Millán Temperley (aunque nadie supo cómo llegó allí). Y el lunes 9 de febrero de 1925, Temperley fue asesinado por un enano yugoslavo, llamado Lukič, en un hospicio para locos peligrosos de Buenos Aires.
El hombre que entregó el revólver a Lukič era un caso interesante: Boris Vladimirovič, un ruso de alcurnia, biólogo y artista, que había vivido en Suiza y había conocido –o así decía – a Lenin. La revolución rusa de 1905 lo empujó a beber. Tuvo un ataque cardíaco y viajó a Argentina para emprender una nueva vida. Volvió a caer en la de antes cuando atracó una oficina de cambios con el fin de conseguir fondos para la propaganda anarquista. En el asalto hubo un muerto, y Vladimirovič se hizo acreedor a veinticinco años en Ushuaia, la prisión del fin del mundo. Allí entonaba las canciones de la madre patria, y en aras de la tranquilidad el gobernador lo hizo trasladar a la capital.
El domingo 18 de febrero, dos amigos rusos le entregaron el revólver dentro de una cesta con fruta. Fue difícil probar su culpabilidad. No se celebró ningún juicio, pero Boris Vladimirovič desapareció para siempre en la Casa de los Muertos.
Borrero murió de tuberculosis en Santiago del Estero, en 1930, después de un tiroteo con un periodista en el cual falleció uno de sus hijos.
Antonio Soto murió de trombosis cerebral el 11 de mayo de 1963. Desde la revolución había vivido en Chile, trabajando como minero, camionero, operador de una sala de cine, peón de campo y propietario de un restaurante.

Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






      EDAD DE ORO


Un dia u otro
todos seremos felices.
Yo estaré libre
de mi sombra y mi nombre.
El que tuvo temor
escuchará junto a los suyos
los pasos de su madre,
el rostro de la amada será siempre joven
al reflejo de la luz antigua en la ventana,
y el padre hallará en la despensa la linterna
para buscar en el patio
la navaja extraviada.

No sabremos
si la caja de música
suena durante horas o un minuto;
tú hallarás –sin sorpresa–
el atlas sobre el cual soñaste con extraños países,
tendrás en tus manos
un pez venido del río de tu pueblo,
y Ella alzará sus párpados
y será de nuevo pura y grave
como las piedras lavadas por la lluvia.

Todos nos reuniremos
bajo la solemne y aburrida mirada
de personas que nunca han existido,
y nos saludaremos sonriendo apenas
pues todavía creeremos estar vivos.


Jorge Terllier

jueves, 14 de noviembre de 2013

OBITER DICTUM






William Faulkner estuvo en su juventud en Nueva Orleans, puerto fluvial y marítimo del Mississippi situado directamente al sur de Oxford. Ahí conoció a uno de los maestros literarios de esos años, Sherwood Anderson. Sherwood Anderson escribía toda la mañana y se dedicaba en las tardes a recorrer la región y a beber whisky de maíz, bourbon, en compañía del joven Faulkner. Una tarde Faulkner se atrevió a decirle que había escrito una novela y amenazó con leérsela. Respuesta inmediata de Sherwood Anderson: “Me comprometo a recomendar tu novela a mis editores, pero con una sola condición”. “¿Cuál?” pregunto Faulkner, inquieto. “No tener que leerla nunca en mi vida”, dijo Anderson.


Jorge Edwards





martes, 12 de noviembre de 2013

OBITER DICTUM






«Se suprime por la violencia, que no se detiene hasta la ejecución, toda crítica de la política del Partido Comunista, toda discusión a sus métodos, toda crítica a sus disposiciones. La política comunista es soberana; no se sabe lo que piensa, lo que quiere o lo que anhela el pueblo; sólo se sabe lo que anhelan, quieren o piensan los bolcheviques. El pueblo es como una esfinge amordazada y sumisa, a la que se azota.»


Angel Pestaña.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA





YA SIN MEMORIA NUESTRA



En general pusimos
excesivo cuidado, no tanto en el hacer,
que es toda la razón del arte,
como en hacer visible allí lo nuestro.

Para aquellas palabras buscamos argumento
que nos significase un poco ante los otros.

Sólo más tarde descubrimos,
cuando una costra tenue comenzó a recubrir
la tierna adolescencia prolongada,
otro oficio más cierto.

Del mismo amor era posible
hacer simples objetos,
más reales que nuestro propio amor.

Objetos para dar y para olvidar,
para perder y recobrar,
para desnacer,
para vivir,
para estar.

Y en la fidelidad de la materia, usado,
prohijado, devuelto,
ya sin memoria nuestra, nuestro ser.

José Ángel Valente

viernes, 8 de noviembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




EN CAMORRA


            “Reuní a mis coroneles, les mostré las órdenes recibidas, examinamos la situación y les pedí parecer. Todos expresaron su contrariedad y unánimemente convinieron en no cumplimentar las órdenes del general Palacios.
         Transcurrió la noche, tranquila para mis tropas, pero no para mí; dudaba en tomar una decisión, porque la junta de coroneles solo tenía para mí carácter informativo o de asesoramiento; jamás pasó por mi mente la idea de descargar o diluir en mis subordinados la responsabilidad del mando, que por entero debía asumir yo como jefe.
         Al amanecer, subí a la torre de la iglesia y con el anteojo pude divisar al enemigo que reanudaba su interrumpida marcha a Bañeras. Aquel espectáculo fue para mí la viva evocación de la famosa expedición de Gómez en la primera Guerra carlista. Recordando las funestas consecuencias que tuvo para la causa liberal y temiendo que se repitieran, me planteé el ineludible deber de impedirlo a toda costa. Para ello era imprescindible demorar la marcha a Játiva, entrar probablemente en la provincia de Alicante –de cuyos límites tan próximos estábamos—y empeñar combate contra fuerzas muy superiores en número, lo que implicaba el riesgo de una derrota. Proceder, como dicen nuestras ordenanzas, siguiendo los dictados del “propio espíritu y honor”, me ponía en el trance de desobedecer las órdenes. Mi vacilación debía ser brevísima, los minutos eran preciosos. Bajé de la torre y ordené a mi cornetín que tocara generala y redoblado: la suerte estaba echada.
         Apresuradamente salí al frente de las fuerzas, dejando en Bocairente el batallón de Cuenca y la impedimenta, con la orden de incorporarse una vez cargados los bagajes. Tanto los jefes como yo, salimos a pie para evitar la espera que supondría ensillar nuestros caballos. Como el camino describía una curva, cortamos directamente campo a través para caer sobre el flanco enemigo. Mi línea estaba formada del siguiente modo: Albuera en la derecha, Soria con la artillería en el centro, y en la izquierda, tres compañías de Aragón y dos de voluntarios. Constituían la reserva cinco compañías de Aragón y el escuadrón de Villaviciosa.
         Al percatarse Santés de mi intento, estableció su defensa en las alturas de Camorra. Iniciado el combate, fui progresando con la derecha avanzada, desalojando al enemigo de sus posiciones, hasta que, inquieto Santés y prevalido de su superioridad numérica, contraatacó con cuatro batallones, cargando impetuosamente sobre Albuera que le obligó a retroceder, dispersando parte de sus fuerzas. Desbordado el centro en la lucha cuerpo a cuerpo, consiguieron los carlistas arrebatarme las piezas de artillería. Inmovilizada nuestra izquierda, que harto hacía con sostenerse ante la enorme presión del enemigo, creyó éste poder darnos el golpe de gracia cargando sobre nosotros con su caballería; pero según supe después, demoraron esta intervención porque había sido muerto el coronel carlista del regimiento del Cid. Este hecho me proporcionó el tiempo necesario para que el escuadrón de Villaviciosa coadyuvara al ataque de frente –que ejecuté con mis reservas--, combinado con otro de flanco que realizó Cuenca, oportunamente llegado al lugar de la acción.
         Nuestra victoria fue completa. Recuperamos las piezas sin más pérdidas que la de un escobillón y perseguimos al enemigo. El botín que abandonaron los carlistas en el campo esta integrado por más de doscientas armas, prisioneros, banderines y material sanitario. Dejaron también 149 muertos y más de 200 heridos, que recogimos. A nosotros nos costó la jornada 30 muertos y 132 heridos.
         Debo confesar que, en el momento más crítico de aquella acción, pensé quitarme la vida. Fueron tantas y tan encontradas las emociones que embargaron mi espíritu en aquel día, que cuando a las cuatro de la tarde pude desayunar con un poco de pan y chorizo, no lograba deglutirlo. Aquella noche, dormí en Bocairente más tranquilo y satisfecho que la noche anterior, y a la mañana siguiente, en cumplimiento de la última orden recibida, partimos en dirección a Játiva.”


Valeriano Weyler. Memorias de un general. Ediciones Destino.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






«La vita va avanti! La fita fa afanti»
gridavan di naso novanta elefanti
o meglio sessanta, di cui trenta affranti,
tra anziani ed infanti non erano venti
un sol pachiderma barriva tra i denti,
nessuno fiatava: da sempre era immerso
nel pieno silenzio l´immenso deserto.


                                  Toti Scialoja

domingo, 3 de noviembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





SATCHMO


“El estadio estaba fuera de la ciudad, lejos, pequeño, plano, con una capacidad para cinco mil personas a lo sumo. Y, sin embargo, sólo la mitad de los asientos estaba ocupada. En medio del césped había una tarima, bastante mal iluminada, pero como nos sentábamos cerca de ella, veíamos bien a Armstrong y su pequeña orquesta. Hacía una tarde bochornosa y asfixiante, y cuando Armstrong subió al estrado ya estaba empapado de sudor porque, además, llevaba puesta una americana y, en el cuello, una pajarita. Saludó a todos levantando un brazo en el que exhibía su dorada trompeta y dirigiéndose a un micrófono malejo y chasqueante, dijo que se alegraba de poder tocar en Jartum, que no sólo se alegraba sino que se sentía feliz, tras lo cual soltó una de sus carcajadas, sonora, desenfadada y contagiosa. Era una risa que invitaba a otras risas, pero el estadio guardaba un circunspecto silencio, no muy seguro de cómo debía comportarse. Sonaron la percusión y el contrabajo y Armstrong empezó por una canción muy adecuada al lugar y el momento: Sleepy Time Down South. En realidad resulta difícil decir cuándo oyó uno por primera la voz de Armstrong, pero hay en ella algo que hace pensar que se la conoce desde siempre, y cuando empieza a cantar todo el mundo dice, sinceramente convencido de su condición de experto: ¡Sí, señor, es él, Satchmo!
         Sí, señor, era él, Satchmo. Cantó Hello Dolly, This is Louis, cantó What a Wonderful World y Moon River, cantó I touch your lips and all at once the sparks go flying, those devil lips..., pero el público siguió guardando silencio, no hubo aplausos. ¿No habrían entendido las letras? ¿Demasiado erotismo expresado sin subterfugios para el gusto musulmán?
         Después de cada canción, e incluso durante la interpretación de las piezas, Armstrong se secaba la cara con un gran pañuelo blanco. Aquellos pañuelos se los pasaba un hombre que parecía viajar con él por África tan sólo con este propósito. Más tarde vi que tenía una bolsa llena de ellos, casi un centenar.
         Una vez acabado el concierto, la gente enseguida se dispersó, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Yo estaba pasmado. Había oído que los conciertos de Armstrong causaban sensación, furor, éxtasis. Ninguno de esos arrebatos se produjo en el estadio de Jartum, a pesar de que Armstrong había interpretado muchas canciones de los esclavos africanos del sur estadounidense, de Alabama y Louisiana, de la que provenía él mismo. Sin embargo, aquella África americana del pasado y la africana del presente pertenecían ya a mundos diferentes que no tenían una lengua en común, que no podían comprenderse ni crear una comunidad emocional.
         Los sudaneses me llevaron al hotel. Nos sentamos en la terraza para tomar una limonada. Al cabo de un rato un coche trajo a Armstrong. Se sentó con visible alivio en una silla, en realidad se desplomó sobre ella. Era un hombre fornido, de hombros anchos, algo caídos. Un camarero le sirvió un zumo de naranja. Él se lo bebió de un trago, y después otro vaso y uno más. Sentado en silencio y con la cabeza agachada, se le veía cansado. Tenía por aquel entonces sesenta años y estaba enfermo –cosa que yo ignoraba—del corazón. El Armstrong del concierto y el de después eran dos hombres completamente diferentes: el primero alegre, animado, vital, tenía una voz poderosísima y sacaba de su trompeta una escala de sonidos increíble; el segundo, lento y torpe, agotado y sin fuerzas, exhibía un rostro apagado y surcado por profundas arrugas.”

Ryszard Kapuscinski. Viajes con Herodoto. Editorial Anagrama.

viernes, 1 de noviembre de 2013

ALLÁ EN LAS INDIAS







ALIADOS EN EL ASALTO


        “Los españoles y sus amigos cegaban de día las acequias para pasar a donde estaban los enemigos, y todo lo que cegaban de día, los enemigos mexicanos lo tornaban de noche a abrir: en esto entendieron algunos días, y por esto se dilató la victoria mucho. Los españoles y los tlaxcaltecas combatían por tierra, unos por la parte que se dice Lacalco, y otros por la parte que se dice Atezcapan: y de la parte del agua peleaban los de Xuchimilco y todos los chinampanecas, y los tlatilulcanos del barrio de Atliceuhian: y los del barrio de Ayácac resistían por el agua, y no descansaban en la pelea: eran tan espesas las saetas y los dardos que todo el aire parecía amarillo, y los capitanes de los mexicanos que eran del barrio de Yacacolco todos defendían las entradas porque no entrasen donde estaba recogida la gente, mujeres y niños, y peleando con gran perseverancia hicieron retraer a los dichos capitanes de la parte de la otra acequia que se llama Amáxac. Otra vez acometieron los españoles, y llegaron a un lugar que se llamaba Ayácac donde estaba una casa grande que se llamaba Telpuchcalli, pusieron fuego a la casa, y un bergantín de los españoles iba por el barrio que se llama Atliceuhian, con muchas canoas que les siguieron de los amigos, y un capitán que se llamaba Coiovevetzin, mexicano que traía las armas vestidas, la mitad de ellas era una águila y la otra mitad de un tigre, vino en una canoa de hacia la parte que se llama Tolmayecan, y seguíanle muchas canoas con gente armada. Luego comenzó a dar voces a los suyos, que comenzasen a pelear, y luego comenzaron la pelea, y los españoles se retrujeron, y este capitán con los suyos los seguían, y retrujéronse hacia un lugar que se llama Atliceuya; también los bergantines se retrujeron hacia la laguna. De este alcance murieron muchos xochimilcanos. Otra vez tornaron los españoles a encerrarse en un cu que se llama Mumuztli, y otra vez volvieron tras ellos hasta donde estaba el telpuchcalli que llaman Atliceuhian: volvieron otra vez los españoles tras los indios con Coiovevetzin en la acequia; revolvió un capitán mexicano que se llamaba Itzpapalotzin, otomí, y hizo retraer a los españoles a los bergantines: entonces cesó la batalla y los del pueblo de Cuitláoac pensando que su señor que se llamaba Maieoaztzin quedaba muerto con los demás enojáronse mucho con los mexicanos...


Bernardino de Sahagún. El México antiguo.