SATCHMO
“El estadio estaba fuera de la ciudad,
lejos, pequeño, plano, con una capacidad para cinco mil personas a lo sumo. Y,
sin embargo, sólo la mitad de los asientos estaba ocupada. En medio del césped
había una tarima, bastante mal iluminada, pero como nos sentábamos cerca de
ella, veíamos bien a Armstrong y su pequeña orquesta. Hacía una tarde
bochornosa y asfixiante, y cuando Armstrong subió al estrado ya estaba empapado
de sudor porque, además, llevaba puesta una americana y, en el cuello, una
pajarita. Saludó a todos levantando un brazo en el que exhibía su dorada
trompeta y dirigiéndose a un micrófono malejo y chasqueante, dijo que se
alegraba de poder tocar en Jartum, que no sólo se alegraba sino que se sentía
feliz, tras lo cual soltó una de sus carcajadas, sonora, desenfadada y
contagiosa. Era una risa que invitaba a otras risas, pero el estadio guardaba
un circunspecto silencio, no muy seguro de cómo debía comportarse. Sonaron la
percusión y el contrabajo y Armstrong empezó por una canción muy adecuada al
lugar y el momento: Sleepy Time Down South. En realidad resulta difícil decir
cuándo oyó uno por primera la voz de Armstrong, pero hay en ella algo que hace
pensar que se la conoce desde siempre, y cuando empieza a cantar todo el mundo
dice, sinceramente convencido de su condición de experto: ¡Sí, señor, es él,
Satchmo!
Sí,
señor, era él, Satchmo. Cantó Hello Dolly, This is Louis, cantó What a
Wonderful World y Moon River, cantó I touch your lips and all at once the
sparks go flying, those devil lips..., pero el público siguió guardando
silencio, no hubo aplausos. ¿No habrían entendido las letras? ¿Demasiado
erotismo expresado sin subterfugios para el gusto musulmán?
Después
de cada canción, e incluso durante la interpretación de las piezas, Armstrong
se secaba la cara con un gran pañuelo blanco. Aquellos pañuelos se los pasaba
un hombre que parecía viajar con él por África tan sólo con este propósito. Más
tarde vi que tenía una bolsa llena de ellos, casi un centenar.
Una
vez acabado el concierto, la gente enseguida se dispersó, desapareciendo en la
oscuridad de la noche. Yo estaba pasmado. Había oído que los conciertos de
Armstrong causaban sensación, furor, éxtasis. Ninguno de esos arrebatos se
produjo en el estadio de Jartum, a pesar de que Armstrong había interpretado
muchas canciones de los esclavos africanos del sur estadounidense, de Alabama y
Louisiana, de la que provenía él mismo. Sin embargo, aquella África americana
del pasado y la africana del presente pertenecían ya a mundos diferentes que no
tenían una lengua en común, que no podían comprenderse ni crear una comunidad
emocional.
Los
sudaneses me llevaron al hotel. Nos sentamos en la terraza para tomar una
limonada. Al cabo de un rato un coche trajo a Armstrong. Se sentó con visible
alivio en una silla, en realidad se desplomó sobre ella. Era un hombre fornido,
de hombros anchos, algo caídos. Un camarero le sirvió un zumo de naranja. Él se
lo bebió de un trago, y después otro vaso y uno más. Sentado en silencio y con
la cabeza agachada, se le veía cansado. Tenía por aquel entonces sesenta años y
estaba enfermo –cosa que yo ignoraba—del corazón. El Armstrong del concierto y
el de después eran dos hombres completamente diferentes: el primero alegre,
animado, vital, tenía una voz poderosísima y sacaba de su trompeta una escala
de sonidos increíble; el segundo, lento y torpe, agotado y sin fuerzas, exhibía
un rostro apagado y surcado por profundas arrugas.”