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jueves, 21 de noviembre de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE







EN LA DERROTA


El ensueño de Soto terminó en la estancia La Anita, establecimiento que era el orgullo de la familia Menéndez. Encerró a sus rehenes en la casa verde y blanca, donde, desde el jardín de invierno estilo art nouveau, se ve cómo el glaciar Perito Moreno se desliza entre bosques negros hacia el lago gris. Sus hombres estaban en el cobertizo de la esquila, pero empezaron a irse en grupos cuando se enteraron de que una columna avanzaba por el valle.
Los intransigentes, encabezados por dos alemanes, quisieron apilar fardos de lana, convertir el cobertizo en una fortaleza y combatir hasta el último hombre. Pero Soto dijo que él escurriría el bulto, que no estaba hecho para que lo arrojaran a los perros, y que continuaría la lucha en las montañas o en el extranjero. Y los chilotes no querían pelear. Preferían confiar en la palabra de un oficial argentino antes que en promesas huecas.
Soto envió dos hombres a parlamentar con el capitán Viñas Ibarra.
–¿Parlamentar? –aulló–. ¿Parlamentar para qué? –Y los mandó a parlamentar con Jesucristo. Sin embargo, tampoco quería exponer a sus hombres al fuego, y le encomendó a un oficial subalterno la misión de negociar. El 7 de diciembre los rebeldes lo vieron avanzar cautelosamente hacia ellos: un caballo zaino, un hombre vestido con uniforme caqui, una bandera blanca y las gafas protectoras amarillas reflejando el sol. Su propuesta: rendición incondicional y se respetarían las vidas. Los hombres deberían alinearse a la mañana siguiente en el patio.
La decisión de los chilotes libró de responsabilidad a Soto. Aquella noche, él y algunos de los cabecillas cogieron sus mejores armas y caballos y partieron. Escalaron la montaña, pasaron al otro lado y bajaron en Puerto Natales. Los carabineros chilenos, que habían prometido bloquear la frontera, no hicieron nada para detenerlos.
Los chilotes esperaron a los soldados formando tres filas, con ropas de confección casera que olían a oveja, a caballo y a orina rancia, con los sombreros de fieltro encasquetados hasta las orejas, y con los fusiles y las municiones apiladas tres pasos mas adelante, junto con las sillas de montar, los lazos y los cuchillos.
Creían que volverían a sus casas, que los expulsarían y los mandarían a Chile. Pero los soldados los condujeron de nuevo al cobertizo de la esquila y, al enterarse de que habían fusilado a los dos alemanes, supieron qué era lo que les aguardaba. Unos trescientos hombres en los corrales de las ovejas y la luz titilante de las velas se reflejó sobre las vigas del techo. Algunos jugaban a las cartas. No había nada para comer.
La puerta se abrió a las siete. Un sargento distribuyó ostentosamente picos entre una cuadrilla de trabajo. Los hombres del cobertizo los oyeron alejarse con paso acompasado y, a continuación, el chasquido del acero contra la roca.
–Están cavando tumbas –comentaron.
La puerta volvió a abrirse a las once. Las tropas circundaban el patio con los fusiles preparados. Los ex rehenes contemplaban la escena. Un tal Harry Bond dijo que quería un cadáver por cada uno de los treinta y siete caballos que le habían robado. Los soldados sacaron a los hombres en grupos, para hacer justicia. Esta dependía de que un criador quisiera recuperar o no a uno de sus hombres. Procedían como si estuvieran seleccionando ovejas.
Los chilotes estaban blancos como el papel, con las mandíbulas desencajadas y los ojos dilatados. A los indeseados los hacían desfilar junto al baño de las ovejas y contornear una colina baja. Los congregados en el patio oían el restallido de los disparos y veían cómo los gallinazos se precitaban sobre la hondonada, batiendo con sus plumas el viento matinal.
Aproximadamente ciento veinte hombres murieron en La Anita. Uno de los verdugos manifestó: «Fueron al encuentro de la muerte con una pasividad auténticamente asombrosa».
El resultado regocijó a la comunidad inglesa, con algunas excepciones. El coronel, sobre el que habían recaído sospechas de cobardía, se había redimido con creces. El Magellan Times alabó su «espléndido coraje, en virtud del cual había circulado por la línea de fuego como quien participa en una parada militar... Los habitantes de la Patagonia deberían sacarse el sombrero ante el 10 de Caballería, ante esos valerosos caballeros». Durante un banquete que se celebró en Río Gallegos, el presidente local de la Liga Patriótica Argentina se refirió a «la dulce emoción de aquellos momentos» y al júbilo que había sentido cuando lo libraron de semejante plaga. Varela respondió que había cumplido con su deber de soldado, y los veinte británicos presentes, que no eran muy versados en la lengua castellana, rompieron a cantar: For he’s a jolly good fellow...
Los soldados, que gozaban de licencia de San Julián, acudieron al burdel La Catalana, pero las mujeres, todas mayores de treinta años, chillaron «¡Asesinos! ¡Cerdos! ¡No nos acostamos con asesinos!», de modo que las llevaron a la cárcel por insultar a uniformados y, en su persona, a la bandera de la nación. Entre ellas había una tal Maud Foster, «súbdita inglesa, de buena familia, con diez años de residencia en el país». Requiescat!
A su regreso, Varela no se encontró con la acogida reservada a los héroes sino con leyendas que rezaban: muera el caníbal del sur. El congreso estaba conmocionado, no porque a la gente le importaran mucho Soto y sus chilenos, sino porque Varela había hecho como la identidad de quien le había dado las órdenes. Acusaron a Yrigoyen, y éste, turbado, designó a Varela director de una escuela de caballería, con la esperanza de que se calmaran los ánimos.
El 27 de enero de 1923, Kurt Wilkens, un anarquista tolstoiano de Schleswig-Holstein, mató a tiros al coronel Varela en la intersección de las calles FitzRoy y Santa Fe, en Buenos Aires. Un mes más tarde, el 26 de febrero, Wilkens también fue muerto a tiros en la Cárcel de Encausados por su guardián, Jorge Pérez Millán Temperley (aunque nadie supo cómo llegó allí). Y el lunes 9 de febrero de 1925, Temperley fue asesinado por un enano yugoslavo, llamado Lukič, en un hospicio para locos peligrosos de Buenos Aires.
El hombre que entregó el revólver a Lukič era un caso interesante: Boris Vladimirovič, un ruso de alcurnia, biólogo y artista, que había vivido en Suiza y había conocido –o así decía – a Lenin. La revolución rusa de 1905 lo empujó a beber. Tuvo un ataque cardíaco y viajó a Argentina para emprender una nueva vida. Volvió a caer en la de antes cuando atracó una oficina de cambios con el fin de conseguir fondos para la propaganda anarquista. En el asalto hubo un muerto, y Vladimirovič se hizo acreedor a veinticinco años en Ushuaia, la prisión del fin del mundo. Allí entonaba las canciones de la madre patria, y en aras de la tranquilidad el gobernador lo hizo trasladar a la capital.
El domingo 18 de febrero, dos amigos rusos le entregaron el revólver dentro de una cesta con fruta. Fue difícil probar su culpabilidad. No se celebró ningún juicio, pero Boris Vladimirovič desapareció para siempre en la Casa de los Muertos.
Borrero murió de tuberculosis en Santiago del Estero, en 1930, después de un tiroteo con un periodista en el cual falleció uno de sus hijos.
Antonio Soto murió de trombosis cerebral el 11 de mayo de 1963. Desde la revolución había vivido en Chile, trabajando como minero, camionero, operador de una sala de cine, peón de campo y propietario de un restaurante.

Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.