EN LA DERROTA
El ensueño de Soto terminó en la estancia
La Anita,
establecimiento que era el orgullo de la familia Menéndez. Encerró a sus
rehenes en la casa verde y blanca, donde, desde el jardín de invierno estilo
art nouveau, se ve cómo el glaciar Perito Moreno se desliza entre bosques
negros hacia el lago gris. Sus hombres estaban en el cobertizo de la esquila,
pero empezaron a irse en grupos cuando se enteraron de que una columna avanzaba
por el valle.
Los intransigentes, encabezados por dos
alemanes, quisieron apilar fardos de lana, convertir el cobertizo en una
fortaleza y combatir hasta el último hombre. Pero Soto dijo que él escurriría
el bulto, que no estaba hecho para que lo arrojaran a los perros, y que
continuaría la lucha en las montañas o en el extranjero. Y los chilotes no
querían pelear. Preferían confiar en la palabra de un oficial argentino antes
que en promesas huecas.
Soto envió dos hombres a parlamentar con
el capitán Viñas Ibarra.
–¿Parlamentar? –aulló–. ¿Parlamentar para
qué? –Y los mandó a parlamentar con Jesucristo. Sin embargo, tampoco quería
exponer a sus hombres al fuego, y le encomendó a un oficial subalterno la
misión de negociar. El 7 de diciembre los rebeldes lo vieron avanzar
cautelosamente hacia ellos: un caballo zaino, un hombre vestido con uniforme
caqui, una bandera blanca y las gafas protectoras amarillas reflejando el sol.
Su propuesta: rendición incondicional y se respetarían las vidas. Los hombres
deberían alinearse a la mañana siguiente en el patio.
La decisión de los chilotes libró de
responsabilidad a Soto. Aquella noche, él y algunos de los cabecillas cogieron
sus mejores armas y caballos y partieron. Escalaron la montaña, pasaron al otro
lado y bajaron en Puerto Natales. Los carabineros chilenos, que habían
prometido bloquear la frontera, no hicieron nada para detenerlos.
Los chilotes esperaron a los soldados
formando tres filas, con ropas de confección casera que olían a oveja, a
caballo y a orina rancia, con los sombreros de fieltro encasquetados hasta las
orejas, y con los fusiles y las municiones apiladas tres pasos mas adelante,
junto con las sillas de montar, los lazos y los cuchillos.
Creían que volverían a sus casas, que los
expulsarían y los mandarían a Chile. Pero los soldados los condujeron de nuevo
al cobertizo de la esquila y, al enterarse de que habían fusilado a los dos
alemanes, supieron qué era lo que les aguardaba. Unos trescientos hombres en
los corrales de las ovejas y la luz titilante de las velas se reflejó sobre las
vigas del techo. Algunos jugaban a las cartas. No había nada para comer.
La puerta se abrió a las siete. Un
sargento distribuyó ostentosamente picos entre una cuadrilla de trabajo. Los
hombres del cobertizo los oyeron alejarse con paso acompasado y, a
continuación, el chasquido del acero contra la roca.
–Están cavando tumbas –comentaron.
La puerta volvió a abrirse a las once.
Las tropas circundaban el patio con los fusiles preparados. Los ex rehenes
contemplaban la escena. Un tal Harry Bond dijo que quería un cadáver por cada
uno de los treinta y siete caballos que le habían robado. Los soldados sacaron
a los hombres en grupos, para hacer justicia. Esta dependía de que un criador
quisiera recuperar o no a uno de sus hombres. Procedían como si estuvieran
seleccionando ovejas.
Los chilotes estaban blancos como el
papel, con las mandíbulas desencajadas y los ojos dilatados. A los indeseados
los hacían desfilar junto al baño de las ovejas y contornear una colina baja.
Los congregados en el patio oían el restallido de los disparos y veían cómo los
gallinazos se precitaban sobre la hondonada, batiendo con sus plumas el viento
matinal.
Aproximadamente ciento veinte hombres
murieron en La Anita. Uno
de los verdugos manifestó: «Fueron al encuentro de la muerte con una pasividad
auténticamente asombrosa».
El resultado regocijó a la comunidad
inglesa, con algunas excepciones. El coronel, sobre el que habían recaído
sospechas de cobardía, se había redimido con creces. El Magellan Times alabó su
«espléndido coraje, en virtud del cual había circulado por la línea de fuego
como quien participa en una parada militar... Los habitantes de la Patagonia deberían
sacarse el sombrero ante el 10 de Caballería, ante esos valerosos caballeros».
Durante un banquete que se celebró en Río Gallegos, el presidente local de la Liga Patriótica
Argentina se refirió a «la dulce emoción de aquellos momentos» y al júbilo que
había sentido cuando lo libraron de semejante plaga. Varela respondió que había
cumplido con su deber de soldado, y los veinte británicos presentes, que no
eran muy versados en la lengua castellana, rompieron a cantar: For he’s a jolly
good fellow...
Los soldados, que gozaban de licencia de
San Julián, acudieron al burdel La
Catalana, pero las mujeres, todas mayores de treinta años,
chillaron «¡Asesinos! ¡Cerdos! ¡No nos acostamos con asesinos!», de modo que
las llevaron a la cárcel por insultar a uniformados y, en su persona, a la
bandera de la nación. Entre ellas había una tal Maud Foster, «súbdita inglesa,
de buena familia, con diez años de residencia en el país». Requiescat!
A su regreso, Varela no se encontró con
la acogida reservada a los héroes sino con leyendas que rezaban: muera el
caníbal del sur. El congreso estaba conmocionado, no porque a la gente le
importaran mucho Soto y sus chilenos, sino porque Varela había hecho como la
identidad de quien le había dado las órdenes. Acusaron a Yrigoyen, y éste,
turbado, designó a Varela director de una escuela de caballería, con la
esperanza de que se calmaran los ánimos.
El 27 de enero de 1923, Kurt Wilkens, un
anarquista tolstoiano de Schleswig-Holstein, mató a tiros al coronel Varela en
la intersección de las calles FitzRoy y Santa Fe, en Buenos Aires. Un mes más
tarde, el 26 de febrero, Wilkens también fue muerto a tiros en la Cárcel de Encausados por su
guardián, Jorge Pérez Millán Temperley (aunque nadie supo cómo llegó allí). Y
el lunes 9 de febrero de 1925, Temperley fue asesinado por un enano yugoslavo,
llamado Lukič, en un hospicio para locos peligrosos de Buenos Aires.
El hombre que entregó el revólver a Lukič
era un caso interesante: Boris Vladimirovič, un ruso de alcurnia, biólogo y
artista, que había vivido en Suiza y había conocido –o así decía – a Lenin. La
revolución rusa de 1905 lo empujó a beber. Tuvo un ataque cardíaco y viajó a
Argentina para emprender una nueva vida. Volvió a caer en la de antes cuando
atracó una oficina de cambios con el fin de conseguir fondos para la propaganda
anarquista. En el asalto hubo un muerto, y Vladimirovič se hizo acreedor a
veinticinco años en Ushuaia, la prisión del fin del mundo. Allí entonaba las
canciones de la madre patria, y en aras de la tranquilidad el gobernador lo
hizo trasladar a la capital.
El domingo 18 de febrero, dos amigos
rusos le entregaron el revólver dentro de una cesta con fruta. Fue difícil
probar su culpabilidad. No se celebró ningún juicio, pero Boris Vladimirovič
desapareció para siempre en la
Casa de los Muertos.
Borrero murió de tuberculosis en Santiago
del Estero, en 1930, después de un tiroteo con un periodista en el cual
falleció uno de sus hijos.
Antonio Soto murió de trombosis cerebral
el 11 de mayo de 1963. Desde la revolución había vivido en Chile, trabajando
como minero, camionero, operador de una sala de cine, peón de campo y propietario
de un restaurante.
Bruce Chatwin. En la Patogonia. Muchnik Editores.