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jueves, 9 de agosto de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




A GUANTAZOS


“Recuerdo, de mi época de médico rural en Sussex, un día en que fui a hacer un reconocimiento por cuestiones relacionadas con el seguro. Era un labriego de espíritu deportivo y jovial. Era sábado, y disfruté de su hospitalidad hasta el lunes. Después del desayuno, se acercaron por la casa varios vecinos, uno de ellos un joven atlético, aficionado al boxeo. La conversación pronto derivó sobre este deporte, al que yo era también aficionado. Lo que ocurrió después es fácil de adivinar. Se mandó a buscar dos pares de guantes en el fondo de un arca, y unos minutos después estábamos peleando, suave al principio pero soltando el brazo según nos calentábamos. Pronto quedó patente que no había sitio dentro de la casa para dos pesos pesados, por lo que decidimos pasar a la hierba. La carretera pasaba al final, separada por una tapia suficientemente baja para que los lugareños se sentaran sobre ella  para disfrutar del espectáculo. Disputamos varios asaltos muy reñidos, sin ventaja final para ninguno. Pero aquella pelea quedará grabada en mi recuerdo por el entorno tan típico en que se desarrolló.”


Arthur Conan Doyle. 
Memorias y aventuras. 
Valdemar.

jueves, 23 de mayo de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE










EN EL BALLENERO


“Había una cosa curiosa en la tripulación del Esperanza. El hombre que firmaba como primer oficial era un hombrecillo enclenque y desmejorado, a todas luces incapaz de cumplir sus funciones. Por su parte, el pinche era un gigantón barbitaheño, de piel ronceada, miembros enormes y voz estentórea. Pero, en el momento mismo de zarpar, el oficial decrépito desapareció en la cocina para hacer de pinche durante la travesía, mientras el fornido pinche se dirigía a la popa para ejercer las funciones de oficial jefe. ¿Explicación? Pues que uno tenía certificado, pero ya no estaba para muchas aventuras, mientras que el otro no sabía ni leer ni escribir, pero era un marinero excelente. Así, mediante un pacto, del que era cómplice toda la tripulación, intercambiaban los papeles cuando el barco se daba a la mar.
Colin McLean, uno ochenta y cinco de estatura, tieso y robusto, barba de fuego que desbordaba por las tiras de la gorra, era oficial por selección natural, título superior a cualquier certificado expedido por el Ministerio de Comercio. Su único fallo era su carácter demasiado arrebatado: bastaba muy poco para que se lo llevaran los demonios. Recuerdo que pasé una noche tratando de separarlo del camarero, el cual había cometido la temeridad de criticar su manera de perseguir en cierta ocasión a una ballena, que se le había escapado. Los dos marineros habían bebido bastante ron, lo que había vuelto a uno discutidor y al otro violento,  heme aquí sentado con ellos en un espacio de aproximadamente siete pies por cuatro, haciendo lo humano y lo divino para que la disputa no degenerara en homicidio. De vez en cuando, justo cuando y9o creía que ha había pasado el peligro, el camarero volvía con la cantinela: “No te ofendas, Colin, lo único que digo es que, si hubiera sido un poco más rápido con el pez…” No recuerdo cuántas veces empezó esta frase; pero ni una sola vez la terminó, pues a la palabra “pez” Colin siempre lo agarraba del cuello, y, a mi vez, yo agarraba a éste por la cintura, y los tres nos agarrábamos hasta el agotamiento de las fuerzas y del resuello. Luego, cuando el camarero había recobrado un poco el aliento, volvía otra vez con la maldita frase, y la palabra “pez” era la señal para el inicio de otra agarrada. Creo sinceramente que, si yo no hubiera terciado, el oficial de cubierta lo habría malherido, pues era el hombre más iracundo que he visto en mi vida.
En total, había a bordo cincuenta hombres, la mitad escoceses y la otra mitad de las Shetland, a los que recogimos en Lerwick. Estos últimos eran más ecuánimes, tratables, tranquilos, honrados y mejor hablados; mientras que los marineros escoceses eran más conflictivos, pero también más viriles y de carácter más fuerte. Los oficiales y arponeros eran todos escoceses, pero, como marineros ordinarios, y especialmente como barqueros, los de Shetland eran ideales.”


Arthur Conan Doyle. Memorias y aventuras. Valdemar.

sábado, 18 de febrero de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






MEREDITH


            “El primer requisito es ser inteligible. El segundo, ser interesante. El tercero, conocer la técnica del oficio. Meredith cumplía el tercer requisito, pero no los dos primeros. De ahí que, a pesar de las páginas excelentes de Richard Feverel, nunca pueda igualar a un Dickens o un Thackeray, que reunían los tres. No tenía la menor idea de cómo caían sus palabras en una mente menos complicada. Recuerdo que, en presencia de Barrie, Quiller-Couch y yo leyó un poema titulado Al trabajador inglés, que publicó la Westminster Gazette. No sé qué opinarían del poema los trabajadores ingleses, pero puedo asegurar que nosotros tres nos vimos bastante apurados para comprender el sentido del texto.
         Yo había escrito algunos artículos sobre su obra, uno de los cultos de mi juventud, y él me invitó a ir verlo a su villa de Box Hill. Fue la primera de varias visitas que le hice. Como en la prensa se había hablado mucho sobre su salud, me sorprendí bastante cuando, al abrir la puerta del jardín, vi a un caballero menudo pero robusto ataviado con un traje gris y corbata roja salir de la casa y avanzar por el camino canturreando. Supongo que rondaría los setenta por aquella época, pero parecía mucho más joven con su bello rostro de artista. Tras saludarme, señaló una colina bastante empinada detrás de la casa y dijo:
         --Vengo de hacer una excursión hasta lo alto.
         Miré la pendiente y dije:
         --Debe de estar usted en muy buena forma.
         Él pareció enfadado, y replicó:
         --Eso sería un buen cumplido para un octogenario.
         Algo picado por su susceptibilidad, contesté:
         --Creía que iba a entrevistarme con un enfermo.
         Parecía que la entrevista se iba a terminar en la misma puerta, pero pronto se suavizó y nos hicimos buenos amigos.
         En su juventud había sido un gran entendido en vinos, y aún sabía de sobra lo quera una buena añada; pero, por desgracia, su enfermedad nerviosa le imponía una abstinencia completa. Cuando llegó la hora del almuerzo, me preguntó con aire muy serio si tenía fuerzas para beberme yo solo una botella de borgoña. Le contesté que no veía ninguna dificultad insuperable. Trajeron una botella de vino añejo, de la que fui dando buena cuenta mientras Meredith se interesaba amigablemente en su consumición.
         --Ocurre—me dijo—que me encanta el vino, y tengo una bodeguita que cuido con el mayor cariño del mundo; por eso, cuando un invitado bebe un vaso y desperdicia el resto de la botella, se me cae el alma a los pies. Me he alegrado mucho de que haya disfrutado de ésta.
         Por supuesto, le aseguré que yo me alegraba más que él.
         Su conversación era extraordinariamente viva y apasionada. Alguien la podría haber acusado de artificial, y a él de hacer un poco de teatro; pero no, lo que decía era fascinante y sumamente entretenido. Oyéndole hablar de los mariscales de Napoleón, se habría dicho que los había conocido personalmente: imitó de tal manera el furor de Murat ordenando una carga au bout que creí que la habitación iba a venirse abajo. De vez en cuando salía con alguna frase “a lo Meredith”, que sonaba cómica cuando se aplicaba a asuntos domésticos. Así, cuando la gelatina se bamboleó al ponerla la criada sobre la mesa, dijo:
         --Mary, la gelatina es más traicionera que el caballo de Troya.
         Se rió cuando le conté cómo mi criado, contratado como camarero para una cena especial, le había dicho a la gelatina:”Quieta ahí” en una circunstancia parecida.”


Arthur Conan Doyle. Memorias y aventuras. Valdemar.