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sábado, 18 de febrero de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






MEREDITH


            “El primer requisito es ser inteligible. El segundo, ser interesante. El tercero, conocer la técnica del oficio. Meredith cumplía el tercer requisito, pero no los dos primeros. De ahí que, a pesar de las páginas excelentes de Richard Feverel, nunca pueda igualar a un Dickens o un Thackeray, que reunían los tres. No tenía la menor idea de cómo caían sus palabras en una mente menos complicada. Recuerdo que, en presencia de Barrie, Quiller-Couch y yo leyó un poema titulado Al trabajador inglés, que publicó la Westminster Gazette. No sé qué opinarían del poema los trabajadores ingleses, pero puedo asegurar que nosotros tres nos vimos bastante apurados para comprender el sentido del texto.
         Yo había escrito algunos artículos sobre su obra, uno de los cultos de mi juventud, y él me invitó a ir verlo a su villa de Box Hill. Fue la primera de varias visitas que le hice. Como en la prensa se había hablado mucho sobre su salud, me sorprendí bastante cuando, al abrir la puerta del jardín, vi a un caballero menudo pero robusto ataviado con un traje gris y corbata roja salir de la casa y avanzar por el camino canturreando. Supongo que rondaría los setenta por aquella época, pero parecía mucho más joven con su bello rostro de artista. Tras saludarme, señaló una colina bastante empinada detrás de la casa y dijo:
         --Vengo de hacer una excursión hasta lo alto.
         Miré la pendiente y dije:
         --Debe de estar usted en muy buena forma.
         Él pareció enfadado, y replicó:
         --Eso sería un buen cumplido para un octogenario.
         Algo picado por su susceptibilidad, contesté:
         --Creía que iba a entrevistarme con un enfermo.
         Parecía que la entrevista se iba a terminar en la misma puerta, pero pronto se suavizó y nos hicimos buenos amigos.
         En su juventud había sido un gran entendido en vinos, y aún sabía de sobra lo quera una buena añada; pero, por desgracia, su enfermedad nerviosa le imponía una abstinencia completa. Cuando llegó la hora del almuerzo, me preguntó con aire muy serio si tenía fuerzas para beberme yo solo una botella de borgoña. Le contesté que no veía ninguna dificultad insuperable. Trajeron una botella de vino añejo, de la que fui dando buena cuenta mientras Meredith se interesaba amigablemente en su consumición.
         --Ocurre—me dijo—que me encanta el vino, y tengo una bodeguita que cuido con el mayor cariño del mundo; por eso, cuando un invitado bebe un vaso y desperdicia el resto de la botella, se me cae el alma a los pies. Me he alegrado mucho de que haya disfrutado de ésta.
         Por supuesto, le aseguré que yo me alegraba más que él.
         Su conversación era extraordinariamente viva y apasionada. Alguien la podría haber acusado de artificial, y a él de hacer un poco de teatro; pero no, lo que decía era fascinante y sumamente entretenido. Oyéndole hablar de los mariscales de Napoleón, se habría dicho que los había conocido personalmente: imitó de tal manera el furor de Murat ordenando una carga au bout que creí que la habitación iba a venirse abajo. De vez en cuando salía con alguna frase “a lo Meredith”, que sonaba cómica cuando se aplicaba a asuntos domésticos. Así, cuando la gelatina se bamboleó al ponerla la criada sobre la mesa, dijo:
         --Mary, la gelatina es más traicionera que el caballo de Troya.
         Se rió cuando le conté cómo mi criado, contratado como camarero para una cena especial, le había dicho a la gelatina:”Quieta ahí” en una circunstancia parecida.”


Arthur Conan Doyle. Memorias y aventuras. Valdemar.