MEREDITH
“El primer requisito es ser inteligible. El segundo,
ser interesante. El tercero, conocer la técnica del oficio. Meredith cumplía el
tercer requisito, pero no los dos primeros. De ahí que, a pesar de las páginas
excelentes de Richard Feverel, nunca pueda igualar a un Dickens o un Thackeray,
que reunían los tres. No tenía la menor idea de cómo caían sus palabras en una
mente menos complicada. Recuerdo que, en presencia de Barrie, Quiller-Couch y
yo leyó un poema titulado Al trabajador inglés, que publicó la Westminster Gazette.
No sé qué opinarían del poema los trabajadores ingleses, pero puedo asegurar
que nosotros tres nos vimos bastante apurados para comprender el sentido del
texto.
Yo
había escrito algunos artículos sobre su obra, uno de los cultos de mi
juventud, y él me invitó a ir verlo a su villa de Box Hill. Fue la primera de
varias visitas que le hice. Como en la prensa se había hablado mucho sobre su
salud, me sorprendí bastante cuando, al abrir la puerta del jardín, vi a un
caballero menudo pero robusto ataviado con un traje gris y corbata roja salir
de la casa y avanzar por el camino canturreando. Supongo que rondaría los
setenta por aquella época, pero parecía mucho más joven con su bello rostro de
artista. Tras saludarme, señaló una colina bastante empinada detrás de la casa
y dijo:
--Vengo
de hacer una excursión hasta lo alto.
Miré
la pendiente y dije:
--Debe
de estar usted en muy buena forma.
Él
pareció enfadado, y replicó:
--Eso
sería un buen cumplido para un octogenario.
Algo
picado por su susceptibilidad, contesté:
--Creía
que iba a entrevistarme con un enfermo.
Parecía
que la entrevista se iba a terminar en la misma puerta, pero pronto se suavizó
y nos hicimos buenos amigos.
En su
juventud había sido un gran entendido en vinos, y aún sabía de sobra lo quera
una buena añada; pero, por desgracia, su enfermedad nerviosa le imponía una
abstinencia completa. Cuando llegó la hora del almuerzo, me preguntó con aire
muy serio si tenía fuerzas para beberme yo solo una botella de borgoña. Le
contesté que no veía ninguna dificultad insuperable. Trajeron una botella de
vino añejo, de la que fui dando buena cuenta mientras Meredith se interesaba
amigablemente en su consumición.
--Ocurre—me
dijo—que me encanta el vino, y tengo una bodeguita que cuido con el mayor
cariño del mundo; por eso, cuando un invitado bebe un vaso y desperdicia el resto
de la botella, se me cae el alma a los pies. Me he alegrado mucho de que haya
disfrutado de ésta.
Por
supuesto, le aseguré que yo me alegraba más que él.
Su
conversación era extraordinariamente viva y apasionada. Alguien la podría haber
acusado de artificial, y a él de hacer un poco de teatro; pero no, lo que decía
era fascinante y sumamente entretenido. Oyéndole hablar de los mariscales de
Napoleón, se habría dicho que los había conocido personalmente: imitó de tal
manera el furor de Murat ordenando una carga au bout que creí que la habitación
iba a venirse abajo. De vez en cuando salía con alguna frase “a lo Meredith”,
que sonaba cómica cuando se aplicaba a asuntos domésticos. Así, cuando la
gelatina se bamboleó al ponerla la criada sobre la mesa, dijo:
--Mary,
la gelatina es más traicionera que el caballo de Troya.
Se rió
cuando le conté cómo mi criado, contratado como camarero para una cena
especial, le había dicho a la gelatina:”Quieta ahí” en una circunstancia
parecida.”
Arthur Conan Doyle.
Memorias y aventuras. Valdemar.