UNA CÁRCEL EN NÁPOLES
“El oficial me llamó esta mañana para comunicarme que el gran
fiasco de ayer había sido el resultado de un plan bien organizado, destinado a
causar el máximo trastorno en la vida urbana. Un joven soldado alemán llamado
Sauro se había ofrecido voluntario a quedarse aquí cuando las tropas se
retiraron y luego, una vez que empezaran a explotar los edificios, entregarse y
contar la historia de que habían minado toda la ciudad. El general, exasperado,
opinaba que había que tratar al soldado como a un espía y fusilarlo. Me
ordenaron ir a verle a la cárcel de Poggio Reale y preparar un informe
detallado del caso que permitiera determinar si podía justificarse legalmente
su ejecución.
Como yo no había estado nunca en una
prisión, a no ser el célebre calabozo de Phillippeville al que arrojaban a los
rebeldes árabes para que permanecieran en la oscuridad absoluta, Poggio Reale
fue una auténtica sorpresa. Expuse mi cometido en un despacho ubicado entre los
muros externos e internos (rodeado de mujeres llorosas) y apareció un individuo
con un enorme manojo de llaves que me acompañó a la verja interior. Hizo algún
comentario en dialecto napolitano que no comprendí y soltó una risotada. Me dio
la impresión de que estaba loco. Cuando llegamos a la verja, se puso de
espaldas a ella y luego, sin dejar de reírse y parloteando de forma
incoherente, eligió la correspondiente llave del manojo tanteando con las manos
a la espalda, la introdujo de forma certera en la cerradura y la giró. Sin duda
se trataba de una macabra demostración de pericia que obligaba a soportar a
todos los visitantes como yo.
La verja se abrió; el guardia me
miró con una mueca de orgullo y me indicó por señas que pasara; entré en la
penumbra azulada de la prisión: su aire viciado y mohoso me llenó los pulmones,
y los ecos metálicos y resonantes, los oídos. Llegué a continuación al Ufficio Matricola, el registro, un
despacho lúgubre y sucio –con las ventanas pintadas sobre las huellas de los
ataques aéreos—y lleno de empleados sin afeitar, que cuchicheaban, que no
tenían mucho mejor aspecto en su terrible versión de libertad que los presos
que deambulaban por el lugar realizando extrañas tareas de limpieza. Localizaron
el paradero de Sauro y un guardia con cara de momia recién desvendada me
acompañó a su celda.
Yo esperaba encontrarme con un
teutón gigantesco de ojos claros, pero resultó ser un muchacho moreno y bajo,
que me recibió con un lánguido saludo hitleriano y me preguntó si le llevaba
algo de comer. Me dijo que hacía dos días que no comía nada. Me pareció
verosímil, teniendo en cuenta que la población civil de Nápoles seguía al borde
de la inanición y que a las aflicciones que los prisioneros de Poggio Reale
tenían que haber esperado normalmente se había añadido la carga de un sargento
americano adscrito como asesor a la oficina del director, que se dedicaba a la
venta privada de artículos de la cárcel.
Sauro me explicó que no era alemán,
aunque era hijo de padre italiano y madre alemana. Que habían matado a su padre
en Tobruk, tras lo cual sus abuelos lo habían llevado a Alemania, donde habían
forzado un poco las normas para que él pudiera ingresar en las juventudes
hitlerianas. Ya había cumplido diecisiete años, pero representaba unos quince;
tenía un agradable rostro consumido de muchacho y los ojos oscuros perfectos
clavados con evidente complacencia en la visión del martirio. Se había
entregado a ese destino y estaba virtuosamente dispuesto a evitar todo
compromiso o cualquier suerte de trato que nos ayudara a encontrar una excusa
para no matarle. Prefería que su muerte recayera en nuestra conciencia y se
negaba a considerar cualquier forma de excusa que pudiera mitigar la dureza del
castigo.
--Hice todo el daño que pude. Sólo
lamento que no fuera más. Lo hice todo por el führer. Pueden fusilarme cuando
quieran.
Era todo un dilema. Por mucho que
agrade a los generales que los consideren capaces de actos implacables, en la
práctica a veces parecen deseosos de delegar la responsabilidad moral de las
decisiones de este género. Habían encargado el caso a un tal comandante Davis y
noté su renuencia a dar la orden de ejecutar a Sauro. También advertí, aunque
no dieran ninguna muestra clara de ello, que la sección no me lo tendría en
cuenta si encontraba alguna salida que permitiera evitar el pelotón de
fusilamiento. Esto se ceñía perfectamente a mi modo de ver, pues no estaba
dispuesto a responsabilizarme de la muerte de un fanático de diecisiete años.
Así que informé que Mauro padecía un desequilibrio mental. El veredicto se
aceptó sin comentarios, y probablemente con disimulado alivio.”
Norman Lewis. Nápoles 1944. El Aleph Editores.