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jueves, 28 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




VALLE DEL SÁBATO


“Las ruinas que había ido a examinar, toscos muros de cemento y escombros que rodeaban unos cuantos acres de cimas boscosas, no eran la cuna de la antigua raza sabina, sino que databan de época cristiana y parecían parte de un refugio utilizado por los lugareños para abrigarse con su ganado tal vez en los calamitosos tiempos en que Alarico ocupó el Sur después del saqueo de Roma y en que la interminable guerra entre los godos y los latinos desató la anarquía en las recónditas montañas. Desde el punto de vista del arqueólogo, aquellas tardías y anónimas ruinas tenían poco interés, pero no se podía pedir un lugar de trabajo mejor. El redondeado altozano que coronaba las murallas se elevaba desde el lecho del río y se unía a las estribaciones del valle a través de un estrecho collado que conducía al único acceso al circuito de murallas. La pendiente estaba cubierta de grandes hayas, las hayas y los castaños se entremezclaban en la cima, y al mirar al norte hacia el rectilíneo valle, se veía el río, poco caudaloso en aquellos días veraniegos, entre las riberas quebradas junto a las que había angostas franjas de tierras de cultivo o pastos y algunos cerezos medio sofocados por la gruesa maleza castaña que vestía las laderas inferiores. Un poco más arriba, los castaños dejaban paso a los robles y estos a los pinos más oscuros, y asomándose sobre las copas de los pinos sobresalía el precipicio que cerraba el valle como una pared de mármol y lo ocultaba todo, a excepción de las cumbres más altas cubiertas de nieve. Y en medio de aquello, en las extensiones sin árboles, no se veía ni una casa. El único signo de vida humana eran las finas columnas de humo que se alzaban en los bosquecillos de castaños en los que trabajaban los carboneros. Los desiertos de Nubia no resultaban más remotos que aquel valle del Sábato superior, pero en lugar de tierra agostada y rocas quemadas por el sol, había agua corriente, hierba, árboles y montañas, una población escasa pero agradable, y huellas de Pan y de los duendes del bosque en los laberínticos canales y los sombreados pastos.
A las ocho de la mañana mis trabajadores paraban para desayunar mientras yo, en vez de comer, daba un paseo o fumaba un cigarrillo contemplando la vista del valle. Pero un día a esa hora vi a un miembro que no se había presentado antes corriendo por la ladera en dirección a la entrada y balanceándose por el peso de una piel de cabra medio llena: era leche fresca de la montaña que había batido toscamente y, al llegar a donde yo estaba, abrió la piel y me mostró el blanco y cremoso queso ya separado del suero. Luego lo estrujó entre hojas de helecho para endurecerlo y, mientras otros se acercaban con cerezas, vino tinto y pan, talló una cuchara para comer el queso fresco en una rama de haya y dispuso unas hojas de acedera a modo de plato. Comí mi desayuno en la cuesta sobre el río. Los hombres, un poco alejados, se reían y cantaban fragmentos de canciones, y oculto en el bosque, un joven cabrero tocaba con su flauta de junco una tonada más antigua que Roma, más antigua que los pueblos montañosos de los sabinos, la tonada que el viento canta a las rocas y a los arbustos de los pastos de las tierras altas.”


Leonard Woolley. Ciudades muertas y…  Ediciones del Viento.




miércoles, 27 de agosto de 2014

OBITER DICTUM





“Mi vida por entonces no podía ser más placentera y menos heroica. Por las mañanas salía en piragua en la mar de Riazor, una piragua canadiense de lona y con la proa y la popa reviradas, salía todos los días o casi todos los días pero casi nunca pasaba de las peñas de enfrente porque hubiera sido peligroso, si hacía frío me ponía un jersey de marinero de manga larga, tenía dos muy bonitos, uno azul y el otro a franjas horizontales blancas y azules, y si llovía iba de boina o con un gorro de punto blanco y con un pompón rojo; en las mareas vivas la mar se enseñaba bastante dura y la gente iba a verme pelear con las olas, ahora aquello me parece una insensatez pero entonces, no; sabiendo tomarle el pulso a las olas y aprovechando la novena, que es la grande, la cosa no era demasiado difícil, esta novena ola me ponía encima del malecón, en la vía del tranvía. La piragua me la guardaba Pachancho en su cueva, hacia el campo de futbol, el viejo Riazor, donde vivía con su mujer y sus siete hijos pequeños, todos niños; Pachancho y los suyos eran tan pobres que no comían más que centollas y pulpos, que era lo que les quedaba más a mano.”



Camilo José Cela.

lunes, 25 de agosto de 2014

OBITER DICTUM






“Recojo mis documentos y redacto el informe del día en la oficina, comprobando con tristeza los muchos proyectos iniciados que nunca se completaran. Un movimiento en la ventana de enfrente me distrae y al azar la vista veo aparecer un momento entre las persianas a una mujer llamada Giullietta, desnuda de cintura para arriba con la pretensión de lavarse: una vista familiar que hemos llegado a aceptar como pequeña ofrenda al dios de la fertilidad. Pasa por la calle un vendedor de escobas gritando como el almuédano que llama a los fieles a la oración. Ya están preparando las cenas y el prodigioso olor a comida agradable elimina un momento el de los sumideros. Miro por última vez los ojos de las enormes y enigmáticas estatuas femeninas que flanquean la entrada del palacio Calabritto y luego al patio, donde un niño pequeño orina en la boca de un león de piedra.”



Norman Lewis.

sábado, 23 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE



LO INEVITABLE


«El estado de tranquilidad en que me encontraba se derrumbó cuando hallé sobre mi mesa dos cartas en las que se me comunicaba que mi padre estaba gravemente enfermo. Me ocultaron que el correo que las trajo era también portador de la noticia de su muerte. Partí, pues, con alguna esperanza, y la conservé a pesar de todas las circunstancias que deberían habérmela quitado. Cuando en Weimar descubrí la verdad, un sentimiento de terror indescriptible se sumó a mi desesperación. Me vi sin apoyo alguno en la tierra y forzada a sostener mi alma yo sola. Aún me quedaban en el mundo muchas cosas de gran valor, pero la tierna admiración que sentía por mi padre ejercía sobre mí una influencia sin igual. El dolor, el más grande de los profetas, me anunció que a partir de entonces mi corazón ya no sería feliz como lo había sido mientras aquel hombre de inconmensurable sensibilidad velaba por mi destino.»


Madame de Staël.

Diez años de destierro.

Penguin Clásicos.


viernes, 22 de agosto de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






                    LA VEJEZ


Aquí estoy sometido al tiempo
altivo por la costumbre del dolo
mi corazón ya herido para siempre


Ningún ángel infantil sostiene mi mano
ningunos ojos compadecen mi firmeza
estoy solo
solo y terrible pero pienso
pienso en recuperar algún día el amor que no supe tener a los que me amaron  
en poder ofrecer alguna vez a mis muertos la nobleza de mi silencio la tortura de mi
   sangre los trabajos de mi esperanza


Aquí estoy al borde del final
ya falta poco para que termine
esta lucha admirativa por la frescura del mundo
esa ráfaga olorosa que iluminaba aquellas noches primaverales de la juventud
ese breve saludo que se cruza entre dos desconocidos
mientras regresan a su barrio después de la jornada 
esta inmensa obligación de permanecer en la vida
esa palabra del hombre que juega suelta en el aire de la Creación 


Cuando todo esto desaparezca
cuando todo termine
envíame señor ese ángel infantil que sostenga mi mano
esa mirada tranquila que compadezca mi firmeza


                                                                                              Juan Sierra.

lunes, 18 de agosto de 2014

ALLÁ EN LAS INDIAS




“De algunas aves de maravillosa propriedad y naturaleza que hay en la Nueva España.


Muchas aves hay en la Nueva España muy semejantes a las de Castilla; pero hay otras en todo tan diferentes, que paresció ser justo, de la multitud dellas, escoger algunas, para que, entendiendo el lector su maravillosa diversidad, conozca el poder del Criador maravilloso en todas sus obras. El ave que en la lengua mexicana se llama tlauquechul es, por su pluma y por hallarse con gran dificultad, tan presciada entre los indios, que por una (en tiempo de infidelidad) daban cuarenta esclavos, y por gran maravilla se tuvo que el gran señor Montezuma tuviese tres en la casa de las aves, y fue costumbre, por la grande estima en que se tuvo esta ave, que a ningún indio llamasen de su nombre, si no fuese tan valeroso que hubiese vencido muchas batallas. Tiene la pluma encarnada y morada; el pico, según la proporción de su cuerpo, muy grande, y en la punta una como trompa; críase en los montes. El ave que se dice aguicil es muy más pequeña que gorrión, preciosísima también por la pluma, con la cual los indios labrán lo más perfecto de las imágenes que hacen; es de diversas colores, y dándole el sol, paresce tornasol; es tan delicada que no come sino rocío de flores, y cuando vuela, hace zumbido como abejón; hay alguna cantidad de ellas. El quezaltotol es ave toda verde; críase en tierras extrañas; la cola es lo principal Della, porque tiene plumas muy ricas, de las cuales los indios señores usaban como de joyas muy ricas para hacer sus armas y devisas y salir a sus bailes y recibimientos de Príncipes; tiene esta ave tal propiedad que, de cierto a cierto tiempo, cuando está cargada de plumas, se viene a do hay gente para que le quite la superflua. El pico es tan fuerte, que pasa una encina con el pico; tiene cresta como gallo, y silba como sierpe.
         Hay otro pájaro que, naturalmente, cuando canta hable en indio una razón y no más, que dice tachitouan, que en nuestra lengua suena: «padre, vámonos»; tiene la pluma parda; anda siempre solo, y dice esta razón dolorosamente. Otro que se llama cenzontlatlol, que en nuestra lengua quiere decir «cuatrocientas palabras» llámanle así los indios porque remeda en el canto a todo género de aves y animales cuando los oye, y aun imita al hombre cuando lo oye reír, llorar o dar voces; nunca pronuncia más de una voz, de manera que nunca dice razón entera. El cuzcacahtl es pájaro blanco y prieto y no de otro color; tiene la cabeza colorada; náscele en la frente cierta carne que le afea mucho; aprovecha para conservar la pluma y que no se corrompa; muestra en sí cierta presunción y lozanía, como el pavón cuando hace la rueda; es de mucha estima entre los indios.
         De los papagayos hay cinco maneras: unos colorados y amarillos, y destos hay pocos; otros amarillos del todo; otros verdes o colorados, sin tener pluma de otro color, otros verdes y morados; otros muy chiquitos, poco menores que codornices; éstos son tantos que es menester guardar las simenteras dellos. El chachalaca, que, por ser tan vocinglero, los indios le llaman así; tiene tal propriedad que, pasando alguna persona por do está, da muy grandes gritos. Hay un pájaro del tamaño de un gorrión, pardo y azul, que dice en su canto tres veces arreo, más claro que un papagayo bien enseñado, «Jesucristo nasció»; jamás se posa cuando anda en poblado sino sobre los tempos, y si hay cruz, encima Della; cosa es cierto memorable y que paresce fabulosa, si muchos no lo hobiesen oído, de los cuales, sin discrepancia, tuve esta relación. Hay otra ave cuyo nombre no sé, que las más veces, aunque es rara, se cría en los huertos, o donde hay arboledas, de tan maraviflosa propiedad, que los seis meses del año está muerta en el nido, y los otros seis revive y cría; es muy pequeña, y en cantar, muy suave. Han tenido desto que digo algunos religiosos cierta experiencia, que la han visto en sus huertos.
         Hay otra ave que, por ser de mucha estima, la presentaron al Virrey D. Luis de Velasco, no menos extraña que las dichas, mayor que un ánsar; cómese medio carnero; tiene las plumas de muchas y diversas colores, y las de la garganta, porque van las unas contra las otras, hacen excelente labor; ladra como perro, y las plumas son provechosas para el afeite de las mujeres; llámanla los indios ave blanca, y cuentan della otras propiedades no menos maravillosas que las que hemos dicho de otras. Hay otra ave que tiene la cabeza tan grande como una ternera, muy fiera y espantosa, y el cuerpo conforme a ella; las uñas muy grandes y fuertes; despedaza cualquier animal por fuerte que sea; nunca se vee harta, y suele, de vuelo, llevar un hombre en las uñas.
         Aves de agua hay muchas, como patos y otros que llaman patos reales; garzas, muchas y muy hermosas. En la tierra hay ánsares muy grandes, y grúas. De volatería, muy buenos halcanos, que por tales los llevan a España; hay azores no menos buenos.”


Francisco Cervantes de Salazar. La Crónica de la Nueva España

martes, 12 de agosto de 2014

Y ÓBOLO BAJO LA LENGUA






     SUEÑO DE SUEÑOS


Secreta noche herida de menguante
cae donde no hay agua ni tierra.
Marcha a cortar el filo de la luna,
mis raíces, que están donde no estuve.

...Traerán mi corazón, negra violeta
que se durmió en la orilla de otro sueño.
Lo he de llamar y no sabrá su nombre.
Me ha de cantar, y no he de comprenderle.

Y llevaré, camino en mediodía
de veinte cielos con opuestos soles,
mi angustia en veinte voces sin mi sangre.

He de llorar mil años sin mi llanto
y he de dormir mil años sin mis ojos
noche con veinte pétalos de luna.


Josefina Pla

domingo, 10 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




UNA MIRADA EN LA CASA BLANCA


“La primera vez que le vi fue al comienzo de su primer período presidencial. Acababa yo de llegar a Washington procedente de la costa del Pacífico, siendo un forastero y un perfecto desconocido para el público, y una mañana, al pasar frente a la Casa Blanca, coincidí con un amigo que era entonces senador por Nevada. Me preguntó si quería ver al Presidente. Respondí que me encantaría; así pues, entramos. Supuse que el máximo dignatario se hallaría rodeado de una muchedumbre, que podría observarle con calma y seguridad desde la distancia, igual que otro gato vagabundo contemplaría también a otro rey. Mas era media mañana, y el senador aprovechó un privilegio de su cargo que nunca había oído mencionar: el de irrumpir en el despacho del primer magistrado del país en horas laborables. Antes de que me diera cuenta, mi amigo el senador y yo estábamos en su presencia, y no había nadie más que nosotros tres. El general se levantó despacio de detrás de su escritorio, posó la pluma en la mesa y se plantó ante mí con la acerada expresión de quien no ha reído en siete años ni tiene, tampoco, la intención de hacerlo en los siete venideros. Me miró fijamente a los ojos, unos ojos que habían perdido la confianza y se retrajeron. Nunca me había enfrentado a un gran hombre, y me sumí en un mísero estado de amilanamiento e ineptitud. El senador dijo:
        --Señor  Presidente, tengo el honor de presentarle al señor Clemens.
        El Presidente apretó mi mano con gesto adusto y la soltó. No emitió una sola sílaba, continuó inmóvil delante de mí. Yo, turbado como estaba, no sabía qué decir, tan sólo deseaba retirarme. Se produjo una tensa pausa, una pausa agobiante, horrible. De pronto acudió a mis mientes la inspiración y, alzando la vista hacia aquella faz imperturbable, balbuceé tímidamente:
        --Señor Presidente, estoy muy azorado. ¿Lo está usted también?
        Siete años antes de tiempo brilló en su semblante un fugaz destello, el resplandor de una sonrisa tan pasajera como un relámpago de estío; me despedí y me fui con la misma prontitud que ella.
        Transcurrieron dos lustros antes de que le viera por segunda vez. Entretanto había aumentado mi popularidad, y fui una de las personas designadas para contestar a los brindis en el banquete con que el ejercito de Tennessee obsequiaba en Chicago al general Grant, a su regreso de una gira alredor del mundo. Llegué a la ciudad entrada la noche, y me levanté tarde. Todos los pasillos del hotel estaban atestados de gentes que aguardaban para ver, o cuando menos atisbar, al general cuando los atravesara en dirección de la estancia desde donde presidiría el gran desfile. Me abrí camino a través de una sucesión de salas atiborradas y, ya en una esquina del edificio, descubrí un ventanal abierto frente a un espacioso estrado, decorado con banderolas y alfombrado. Subí a su cúspide, me asomé y divisé a mis pies a millones de personas obstruyendo las calles, y unos millares más amontonadas en las ventanas y azoteas de todas las casas del entorno. Tales masas me tomaron por el general Grant, y estallaron en volcánicas efusiones y vítores; pero era una excelente atalaya desde donde seguir la parada, y me quedé. Al rato oí los distantes clamores de una marcha militar, y avisté calle arriba la primera línea del desfile forjándose una brecha entre las enardecidas multitudes, con Sheridan, la figura más marcial de la guerra, cabalgando a la cabeza embutido en el uniforme de gala de un teniente general.
        De repente el general Grant y el alcalde, Carter Harrison, ascendieron codo con codo a la plataforma, escoltados en sendas filas de a dos por los muy condecorados y uniformados miembros del comité de recepción. El general tenía exactamente el mismo aspecto que en aquella embarazosa situación de dos lustros atrás: era una imagen hecha de hierro, bronce y aplomo. El señor Harrison fue a mi encuentro, me condujo hasta el general y me presentó formalmente. Antes de que atinara a verbalizar la observación apropiada, el dignatario me dijo, con aquella risita que se adelantó siete años centelleando de nuevo en su rostro:
        --Señor Clemens, yo no estoy azorado. ¿Y usted?
        Han pasado desde entonces diecisiete años más, y hoy, en Nueva York, las calles son un hervidero de personas que se apretujan unas contra otras para rendir honores a los despojos del excelso soldado en el traslado a su última morada, bajo el monumento; resuenan en el aire salmos religiosos y salvas de artillería, y millones de americanos piensa en el hombre que instauró la Unión y la bandera, además de insuflar en el gobierno democrático un nuevo soplo de vida y darle, así lo creemos y los esperamos, un lugar permanente entre las más beneficiosas instituciones de la humanidad.”


Mark Twain. Viaje alredor del mundo… Ediciones Laertes

miércoles, 6 de agosto de 2014

OBITER DICTUM






El hotel era grande. De su pileta interior recuerdo mármoles, mosaicos, humedad y luz eléctrica. En el bar solía haber señores en traje de brin blanco, que descansaban en sillones de mimbre, entre palmeras en macetas de cobre. Los frescos de las paredes del comedor, que representaban a caballeros y damas paseando por explanadas de otras ciudades termales, estimulaban mi imaginación. También la estimulaban los animales embalsamados que había en un pasillo, entre dos salones: un gran cóndor, con las alas abiertas, y un puma. El personal del hotel me aseguraba que en la zona abundaban esos animales prestigiosos. 


Adolfo Bioy Casares

lunes, 4 de agosto de 2014

Y ÓBOLO BAJO LA LENGUA






Me voy...


Me voy
a Beulah
a Beulah
me voy
a mirar
al viejo
rabí
bailar
alrededor
del castaño
alrededor
del pozo
del aprisco
del lecho
de Betsabé:
fuente
de luz
fuente
de piedad,
zarza
ardiente
su pelo,
zarza
ardiente
los ojos:
ya va a
girar.
Y miro
y miro
la rueca
la veleta,
tornasol
el agua
tornasol
las hojas.
A Beulah
llegó el
rabí:
nada
escapa a
su mirada
recta,
recta:
obra
primera
del Juicio
Final.
Y me llama
a Beulah
a Beulah
me llama:
a dar la
vuelta
alrededor
del ascua,
la ceniza,
aro del
último
fuego
carnal:
se detuvo.
A mis pies
reverbera
un caftán,
sombrero
de castor,
manto y
filacterias.
Me inclino.
Me sobrecojo.
Alzo
el viejo
espejismo
del lago,
arena
y ceniza
se deslizan
entre mis
dedos.
Beulah
Beulah
el viejo
rabí una
llamarada,
ascua en
la escala.


José Kozer.

sábado, 2 de agosto de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




GINEBRA

En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar ginebra inglesa. Mi bebida preferida es el dry-martini. Dado el papel primordial que ha desempeñado el dry-martini en esta vida que estoy contando, debo consagrarle una o dos páginas. Al igual que todos los cócteles, probablemente, el dry-martini es un invento norteamericano. Básicamente, se compone de ginebra y de unas gotas de vermut, preferentemente «Noilly-Prat». Los buenos catadores que toman el dry-martini muy seco, incluso han llegado a decir que basta con dejar que un rayo de sol pase a través de una botella de «Noilly-Prat» antes de dar en la copa de ginebra. Hubo una época en la que en Norteamérica se decía que un buen dry-martini debe parecerse a la concepción de la Virgen. Efectivamente, ya se sabe que, según santo Tomás de Aquino, el poder generador del Espíritu Santo pasó a través del himen de la Virgen «como un rayo de sol atraviesa un cristal, sin romperlo». Pues el «Noilly-Prat», lo mismo. Pero a mí me parece una exageración.
Otra recomendación; el hielo debe ser muy duro, para que no suelte agua.
No hay nada peor que un martini mojado.
Permítaseme dar mi fórmula personal, fruto de larga experiencia, con la que siempre obtengo un éxito bastante halagüeño.
Pongo en la nevera todo lo necesario, copas, ginebra y coctelera, la víspera del día en que espero invitados. Tengo un termómetro que me permite comprobar que el hielo está a unos veinte grados bajo cero.
Al día siguiente, cuando llegan los amigos, saco todo lo que necesito. Primeramente, sobre el hielo bien duro echo unas gotas de «Noilly-Prat» y media cucharadita de café, de angostura, lo agito bien y tiro el líquido, conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos ingredientes. Sobre ese hielo vierto la ginebra pura, agito y sirvo. Eso es todo, y resulta insuperable.
En Nueva York, durante los años cuarenta, el director del Museo de Arte Moderno me enseñó una versión ligeramente distinta, con pernod en lugar de angostura. Me pareció una herejía. Además, ya ha pasado de moda.
Si bien el dry-martini es mi favorito, yo soy el modesto inventor de un cóctel llamado «Buñueloni». En realidad, se trata de un simple plagio del célebre «Negroni»; pero, en lugar de mezclar «Campari» con la ginebra y el «Cinzano» dulce, pongo «Carpano».
Ese cóctel lo tomo preferentemente por la noche, antes de sentarme a cenar. También en este caso, la presencia de la ginebra, que domina en cantidad sobre los otros dos ingredientes, es un buen estímulo para la imaginación.
¿Por qué? No lo sé. Pero doy fe.
Como seguramente habrán comprendido ya, yo no soy un alcohólico. Desde luego, toda mi vida ha habido veces en las que he bebido hasta caerme; pero casi siempre se trata de un ritual delicado que no te lleva a la auténtica borrachera, sino a una especie de beatitud, de tranquilo bienestar, acaso semejante al efecto de una droga ligera. En algo que me ayuda a vivir y a trabajar. Si alguien me preguntara si alguna vez en toda mi vida he conocido el infortunio de carecer de alguna de mis bebidas, le diría que no recuerdo que eso me haya ocurrido. Siempre he tenido algo que beber, ya que siempre he tomado precauciones.
Por ejemplo, viví cinco meses en los Estados Unidos en 1930, durante la época de la Ley Seca y, que yo recuerde, nunca había bebido tanto. Tenía en Los Ángeles un amigo traficante —lo recuerdo muy bien, le faltaban tres dedos de una mano— que me enseñó a distinguir la ginebra verdadera de la falsificada. Bastaba agitar la botella de un modo especial: la ginebra verdadera hacía burbujas.
También se encontraba whisky en las farmacias, con receta, y en determinados restaurantes se servía vino en tazas de café. En Nueva York, yo conocía un buen speak-easy («hablen bajo»). Llamabas a la puerta de un modo especial, se abría una mirilla, entrabas rápidamente y, dentro, encontrabas un bar como cualquier otro, en el que había de todo.
La Ley Seca fue realmente una de las ideas más absurdas del siglo. Bien es verdad que, en aquella época, los norteamericanos se emborrachaban como unas cubas. Después, creo yo, aprendieron a beber.”



Luis Buñuel. Mi último suspiro. Random House Mondadori.

viernes, 1 de agosto de 2014

Y EL ÓBOLO BAJO LA LENGUA






    TATTOO


The light is like a spider.
It crawls over the water.
It crawls over the edges of the snow.
It crawls under your eyelids
And spreads its webs there--
Its two webs.

The webs of your eyes
Are fastened
To the flesh and bones of you
As to rafters or grass.

There are filaments of your eyes
On the surface of the water
And in the edges of the snow.


                          Wallace Stevens