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jueves, 13 de diciembre de 2018

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




SOBRE ZULOAGA


“Zuloaga es el descendiente más directo de Velázquez, de la vieja escuela española. Es fuerte, es sobrio y un tanto áspero, a pesar del lujo de sus trajes y de los reflejos de sus armaduras. Serio sólo dibuja sonrisas en el ángulo de los labios de sus modelos y si hacer reír a sus héroes, su risa es nerviosa y descubre una doble hilera de crueles dientes. Si ensaya la comedia de la seducción, imprime a los cuerpos voluptuosos movimientos, incendia las miradas y hace que los ojos digan un himno de pasiones dolorosas. Así, por ejemplo, aquella mujer envuelta en un mantón de complicados bordados que se presenta en tres cuartos de vista de frente, de perfil y de espaldas. Su mano mueve un abanico. Su falda corta de lucientes sedas no llega sino a sus tobillos. Sus pies calzados de raso, palpitan nerviosos, bajos las faldas transparentes. Su cabellera, negra, está cortada por la mancha sangrienta de una flor de púrpura. Su cuerpo tiene la inclinación natural de esa raza de mujeres de quienes puede decirse que la sangre no se inmoviliza jamás en las venas. Esta mujer está siempre presta a las luchas amorosas más violentas, al amor que es un drama, al amor que es la exasperación sensual. Sus ojos, bellos ojos aterciopelados, tienen esa fijeza de la mirada que los maestros de antaño eternizaron con tanta nobleza.
Zuluoga es un pintor de raza, y que quiera o no quiera, un pintor de tradición. Del mismo modo que trata escrupulosamente un paisaje, define la harmonía de un traje y construye la anatomía del cuerpo humano con ese cuidado que se nos antojaría ficticio, convencional y amanerado, si no persiguiera su ideal con perfecta comodidad.
La obra de Zuloaga tendrá ese raro mérito de la unidad completa. Es el decorador ideal para los salones de algún austero palacio. Allí, por lo menos, en un cuadro que yo veo sencillo y noble entre los motivos de una arquitectura de líneas tan puras como nobles, su imaginación podría soltarse libremente y no dudo que entonces se relevaría como un gran decorador. Sería necesario, para admirar esos lugares imaginarios, un alma de artista muy delicada.”


Enrique Gómez Carrillo. 
La vida parisiense
Biblioteca Ayacucho.

viernes, 30 de diciembre de 2016

OBITER DICTUM





Empero, una obra relativa a la poesía nueva de Francia en la cual no se habla ni de Alberto Samain, ni del conde Montesquiou-Fezensac, ni de François de Curel, debe de parecer ridícula a mis excelentes amigos del El Cojo Ilustrado y de Cosmópolis, por lo cual me decido hoy a escribir algunas notas sobre los tres artistas jóvenes que más llaman actualmente la atención del París intelectual.


Enrique Gómez Carrillo

lunes, 16 de mayo de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




SOBRE VERLAINE


“Paul Verlaine murió hace pocos días, no en el hospital como han de suponer algunos de sus admiradores americanos, sino en una casita del Barrio Latino, muy modesta, muy limpia y muy burguesa. Murió tranquilamente, sin sufrimientos, sin desesperaciones, casi sin agonía, entre los brazos de una musa compasiva que quiso endulzar los últimos años del poeta con sus caricias maduras.

Yo conocí a Verlaine hace seis años y según creo la primera vez que de él se habló en español fue cuando se publicó en Madrid mi folleto titulado Esquisses.
¡Pobre "Lelian"! Mi artículo sobre su vida y sus obras le pareció verdaderamente desagradable como lo prueba la siguiente carta de Alejandro Sawa:

"París: enero de 1891.

Querido Enrique:

He entregado  a Verlaine el ejemplar de  tu libro que para él me envías. ¿Debo decirte la impresión que  le  ha  producido? No lo sé; pero como creo que si esto te apena, más te apenaría aún no saber la verdad, paso por encima de todas las consideraciones que pudieran cerrarme la boca y (en estilo de notario) digo:
1° que los primeros  capítulos en los cuales dices indistintamente al hablar del genio en general «Shakespeare,  Homero, Verlaine,  Víctor Hugo, etc.», le parecieron  de perlas: 
2° que la publicación que haces de las cartas que te ha escrito desde el hospital  le ha gustado: 
3° pero que el capítulo de las anécdotas  privadas, le ha puesto de mal humor… ¿por qué?... ya lo verás… Dices tú al comentar una frase erótica suya: "estas palabras pronunciadas por labios marchitos de sesenta años, suenan  de un modo macabro en mis oídos" y él exclama al oír tus líneas "¡Verdaderamente ese Carrillo está loco!... ¿Yo sesenta  años?... No... debe de estar chiflado... De hoy en adelante no volveremos  a ser amigos.

Adiós querido.  Tuyo siempre-. Alex  Sawa".

Empero, a mi regreso a París fuimos de nuevo amigos o, mejor dicho, seguimos siéndolo, pues a decir verdad, los rencores el autor de Sagesse no duraban  nunca sino "el espacio de un ajenjo" como solía decir él mismo.
En el año 1893 la vecindad llegó a convertir nuestras relaciones en una verdadera e íntima amistad. El vivía entonces en el hotel de Lisboa, en la rue de Vaugirard y yo en el hotel de Médicis en la rue Monsieur-le-Prince. Cuando alguien llamaba a mi puerta a las cinco de la madrugada ya se sabía, era Verlaine.
--¿A dónde va usted? --le preguntaba yo.
Y él me respondía invariablemente: --Al café...
Los que al encontrarle algo más temprano o algo más tarde le hubieran hecho la misma pregunta  habrían recibido una respuesta idéntica. "Verlaine --dice Louis Le Cardonnel- no conoce sino el camino del café".
A veces sin embargo, su ruta iba hasta el puente San Miguel en donde vivía en aquella época su buen editor Vanier.
Recuerdo que una mañana de invierno al pasar frente al cabaret del Sol de Oro, oí que alguien me llamaba. Era Verlaine, que tenía un papel en la mano y que me decía en alta voz:
--He aquí mi último soneto... es necesario llevárselo a Vanier para que me dé cinco francos...pero yo no puedo ir... no... no puedo ir... tengo aquí una taza de café y antes de marcharme es necesario que la pague... Vanier es un lagarto que no quiere darme un céntimo mientras no le lleve algo escrito...
Y luego me contó, detalladamente, la historia editorial de sus libros:
--Mis únicos versos que han sido escritos con cuidado, con tranquilidad y con tiempo --me dijo - son las estrofas de Sagesse: desde la primera hasta la última fueron compuestas en la cárcel.”

Enrique Gómez Carrillo. La vida parisiense. Biblioteca Ayacucho.

jueves, 4 de julio de 2013

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






LA CHISTERA AGONIZA


“¡El sombrero de copa desparece, el sombrero de copa se muere, el sombrero de copa agoniza!... Y esta vez ya no son los poetas malhumorados los que lo proclaman tomando por realidades sus deseos. Esta vez habla la estadística con su lenguaje inatacable de cifras. ¡Si el pobre Oscar Wilde viviese aún, con cuánta alegría hubiera leído los datos comerciales que ahora publican las revistas graves! Porque el gran artista inglés conservó hasta el último día de su existencia atormentada el odio por la chistera que le hizo conquistar en Londres su fama juvenil.
--Mi única obra que ha tenido éxito universal –decíame hace ya más de diez años Wilde, cuando fui a verlo por primera vez a ese mismo departamento del hotel de Capucines en que ahora se hospeda mi amigo Don Ángel Estrada (hijo)—mi única obra universal es mi sátira contra el sombrero de copa.
Yo confieso, sin embargo, que de tal obra no conozco sino el título. Pero tengo muy presentes, eso sí, los gestos de repugnancia con que el gran poeta tomaba su chistera y se la ponía.
--No hay despotismo igual al de este armatoste –murmuraba—pues odiándolo tenemos que llevarlo sobre nuestras cabezas.
Hoy el despotismo ya menos terrible. La habilidad de los árbitros de la moda masculina ha descubierto que los sombreros de fieltro flexible, cuando tienen un fondo de seda, pueden llevarse con smoking y que, para visitas que no son de etiqueta, un hongo basta. En cuanto a los chapeos románticos de anchas alas, que ayer estaban reservados a los bohemios, hoy, gracias al ejemplo del rey Eduardo, todos los elegantes los llevan. Los “panamás” triunfan en toda la línea y los sombreros de paja se venden cada día más.
¡Solo las chisteras no se venden!
Esto lo digo yo con entusiasmo, pero los comerciantes lo dicen con tristeza y los sastres lo murmuran con melancolía.
--Ya no se venden las chisteras! –exclama un “grand tailleur” ante un repórter que va a interrogarle—pues eso significa, señor, que la época de la distinción ha terminado. Sin sombrero de seda, ninguna levita va bien, ninguna “jaquette” es elegante, ningún gabán sienta… La chistera es el talón de lo correcto. Un pueblo que quiere ser distinguido, debe usar cada día más chisteras.”



Enrique Gómez Carrillo. La vida parisiense. Biblioteca Ayacucho.