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viernes, 30 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE









EL ÚLTIMO VIAJE DE CLEODEMO I


“Cleodemo, ateniense, que predecía las violencias marítimas y volcánicas por observación natural, entendía también las desdichas y delirios del pensamiento y en él lucía la misericordia de Sócrates reduciendo la maldad a desconocimiento y error. Por lo que da a entender Kratevas, éste confundía a Mitrídates haciéndole sentir de mil discretas maneras el extravío y la burla de correr tras las potencias de un dios miserable, y el mismo sentimiento prendía en quienes usaban claridad de juicio. Cundían las palabras dichas entre dientes, y lo supo el rey, y se levantó en él la ira, y vino a decirle a Cleodemo que, en el término de los días del viaje de Sinope a Cerasonte, hiciera ofrenda sacrificial al Sabacio.
         “Para sacrificar ante el rostro de ese dios no necesito hacer viaje, pero, en Sinope, temo ofender a mi rey en su humanidad.” Ésta fue, según Kratevas, la contestación de Cleodemo a Mitrídates y, bajo la limpia admonición del filósofo, el caudillo póntico debió de sentir algún desconcierto; pero resolvió duro y veloz: permaneciendo en Sinope y pasado el plazo del viaje, al anochecer por tanto del sexto día, Cleodemo, embetunado, ardería luminoso sobre la colina más alta entre las que dominaban la ciudad. Y ya se iba el rey, cuando, tocado quizá por la pureza del ateniense, volvió sobre sus pasos para decirle:”También puedes matarte antes tú mismo”.
         Relata Kratevas que acudió tres días a la pieza de Cleodemo, y el primer día estaba en el jardín y se sentía un mirlo. Hablaron del color dorado de la sal euxina, debido tanto a la declinación boreal de la luz como a las sortijas que sobre la desecación en sus lagos producía el latido del mar en la materia blanca, pero que al fin era arte de la mirada ya que el color no estaba en la substancia. Y dice Kratevas que, en las palabras de Cleodemo se alcanzaba una celebración de la vida, aclamando que la apariencia de la sal no fuese emanación fría de la naturaleza sólida, sino propiedad del órgano cuyos suaves tejidos permiten que el fuego interior pase a su través y, siendo más fino que las aguas oculares, reúna los espíritus del hombre que mira con los de las cosas, obrándose así la existencia de un fluido en el que la belleza participa con sus átomos.
         En el segundo día, Cleodemo (ya el sol buscaba su horizontal y las sombras descendían de los montes) contemplaba desde su terraza las grandes escamas del vecino desierto, y lo hacía a través de un arco de marfil graduado en intervalos según los números perfectos de Anaximandro, componiendo después por octavas el desplazamiento de dos delgadas cuerdas, verticales entre sí tensadas sobre el arco. Cleodemo mantuvo algún tiempo en silencio a Kratevas, mientras adelantaba las cuerdas dos centésimas de grado. Después le ofreció frutas lavadas y mantenidas a la sombra, y, contestando a preguntas del botánico, uso en claro cómo sosteniendo en una misma línea visual las cuerdas de seda y el perfil de las dunas en dos de sus lados, al progresar éstas se iba produciendo una proximidad angular y, cumplido un año selénico (del que apenas había transcurrido la tercera parte), el grado obtenido representaría la suma de los vientos, en su fuerza y orientación, para un ciclo diez veces mayor, resultando que la acumulación sucesiva de estas mediciones predecía, en cifra reducible a estadios, el movimiento del desierto. Prosigue Kratevas diciendo que, el tercer día, admirado de la paz que advertía en Cleodemo, se atrevió a declararle la intención de sus visitas, y ésta era que no llegase al término en que recibiría tortura, ya que estaba en mano tomar la muerte sin aspereza con el tóxico que le ofrecía: una composición en la que el opio había sido encendido y perfumado con miel libada del acónito, perfeccionando la suma con azafrán, que dilata las venas con dulzura de modo que la substancia entra veloz y suavemente al corazón. Y escribe Kratevas:
         “Cleodemo recibió mi ofrecimiento con afectuosa sonrisa, rechazándolo al mismo tiempo con tranquilos movimientos de cabeza, y, apretándole yo con ruegos y razones, me hizo notar, en sosegada manera, que la voluntad de Mitrídates le impedía disponer su muerte más blanda y silenciosa, precisamente porque le había autorizado a matarse y no podía él, Cleodemo, hacer uso de la piedad de un hombre injusto. Y, sin más diálogo a este propósito, llevó las palabras al trabajo y la intención del día, que eran instruirme en el significado y arte de la visión hendida por las cuerdas de seda, adiestrando mis manos de modo que, dóciles al pensamiento aritmético, pudiesen sustituir a las suyas hasta el cabo del año lunar, cuando habría de completarse la profecía científica.”

Antonio Gamoneda. Libro de los venenosEdiciones Siruela.

miércoles, 28 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






ROMA



“La mala policía de Roma se ve desde luego en la suciedad de sus plazas y calles, que sirven de basurero a la vecindad, exceptuando algunas, que parece que tienen privilegio exclusivo para estar limpias, a cada paso se hallan, en los parajes más públicos de la ciudad, montones de basura hediondos, que impiden el paso y apestan el aire. Cualquiera que haya paseado las cercanías de la Plaza de España, que es una de las barriadas más frecuentadas de Roma, habrá visto hasta qué punto llega la desidia del Gobierno en esta parte. En Roma no hay más alumbrado público que el de la luna; cuando ésta falta, todo es tinieblas. La salida de los teatros, a media noche, por callejuelas puercas, oscurísimas entre la confusión de los coches, que corren disparados por todas partes, sin haber quién los contenga ni los ordene, es una de las más difíciles y peligrosas operaciones que tiene que hacer la gente de a pie; todo cochero tiene derecho de atropellar y aplastar impunemente a cuantos animales, llamados hombres, encuentre al paso. Los mendigos son otros tantos basureros ambulantes, que se atraviesan por las calles, entran en las tiendas y los cafés casi desnudos, llenos de jirones y arambeles, hinchados, llenos de costras y úlceras, monstruosos, hediondos, acompañando sus gestos y convulsiones con plegarias lamentables. Otros, que tienen puesto fijo en los parajes más concurridos de la ciudad, se tienden por el suelo, se agrupan con dos o tres chiquillos sarnosos y acancerados, o se ponen de rodillas, cubiertos de una sotana negra, con una cruz en la mano, los brazos abiertos, cerrados los ojos, la barba larga, macilento el color, la voz profunda, con un farol de papel puesto en el suelo, que ilumina de noche la figura y el rostro, produciendo un efecto de luces y sombras digno de los pinceles del Caravaggio; éstos, y las mujeres que se cubren con un trapajo negro la cabeza y el pecho, y prenden un cartel, donde se dice que es una señora, viuda de un capitán, mujer de obligaciones, con cuatro criaturas..., son ciertamente los que menos remueven el estómago; pero también son los más impostores, ninguno de ellos vi que no gozase de salud perfecta, los demás ganan el pan a costa de sus miembros, y por muchos cuartos que recojan, no se les pagan las crueles operaciones que sufren para ejercitar la caridad pública.
No hay extravagancia inglesa que ya no se imite en Italia, ya es moda emborracharse con ponche, hartarse de cerveza, estragarse el estómago con té, dejarse crecer las patillas, cortar las colas a los caballos, correr en ellos, y caer y matarse, gracias a la ridícula construcción de sus sillas, componer comedias que hacen llorar, tragedias que hacen reír, admirar a Milton y criticar al Taso. Y entre tantas cosas como se imitan de aquella nación, no se ha imitado hasta ahora la caridad bien entendida, el arreglo admirable de que cada ciudad y cada parroquia mantenga sus pobres, que no se confundan los infelices con los pícaros, que no se vean espectáculos tan repugnantes e indecentes, que la vejez, la enfermedad, las desgracias humanas hallen un alivio seguro en la protección celosa del Gobierno y en la caridad cristiana, que favorece sus ideas; y la impostura, la holgazanería y los vicios que la acompañan, un castigo inevitable en los calabozos y las galeras.
Habiendo hablado ya de la poca limpieza en las calles de Roma, debe inferirse, por consecuencia, que el barrio de los judíos será un muladar asqueroso y pestífero, porque al descuido general del Gobierno se añade la suciedad y sordidez que particularmente caracteriza al pueblo de Dios. Estos infelices, que pasan de cuatro mil entre chicos y grandes (número que no se incluye en la población total de Roma), viven en un barrio que se cierra de noche en malas habitaciones, amontonados unos sobre otros, por la estrechez del sitio. Aquél es el recogedero de los trapajos más sucios, y aquélla la fábrica donde las reliquias fétidas de lo basureros se convierten en lienzos, paños, sedas y vestidos, que al quererlos usar se deshacen en átomos invisibles. Esta es su principal industria, y éste su comercio; su aplicación, su actividad, son admirables; pagan crecidos tributos, viven oprimidos y despreciados; se sustentan en fuerza de lo que mienten y lo que engañan, pero el Gobierno no les permite otros medios de prosperar. Han solicitado que se les venda un terreno dentro de Roma, para edificar en él un barrio más sano y de una extensión proporcionada a su número, y no lo han podido conseguir, el populacho los detesta, los escarnece, y les compra sus pérfidas mercancías; no hay conmoción popular que no amenace su destrucción. Cuando se alborotó la plebe de Roma, cuatro años ha, y cometió con superior impulso el execrable asesinato de Basville, la turba feroz de los trastiberinos iba ya de mano armada a quemar y saquear el barrio de los judíos, como si hubiese alguna conexión entre la superstición judaica y la constitución francesa entre el Tálmud y los Derechos del Hombre, pero esto prueba a qué estado de opresión y envilecimiento están reducidos. Enfrente de una de sus puertas hay una iglesia, en cuya fachada está pintado un Cristo, con dos inscripciones al pie, una en latín y otra en hebreo, para que lo entiendan mejor, sacadas del capítulo 65 de Isaías; la latina dice así: «Expandi manus meas tota die ad populum incredulum qui graditur in via non bona post cogitationes suas. Populus qui ad iracundiam provocat me ante faciem meam semper».”

Leandro Fernández de Moratín. Viage a Italia. Madrid. M. Rivadeneyra.

lunes, 26 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE




LA FLOR DE COLERIDGE



«Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.” No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente” (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821).



Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente:



Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… entonces, ¿qué?”.



No sé qué opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.



El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.



La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una variación o elaboración de The Time Machine. El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.



Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor, tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.



Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, o hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.»



Jorge Luis Borges.

Otras inquisiciones.

Emecé Editores.

viernes, 23 de mayo de 2014

ALLA EN LAS INDIAS




POTOSÍ


A la fama de tanta plata, luego se comenzó a despoblar, aunque no del todo, el asiento de Porco y se pasó a Potosí, y poblaron los españoles desta otra parte de un arroyo que pasa al pie del Guayna Potosí; los indios, de la otra parte del arroyo, al pie del cerro; mas como se fue multiplicando la gente, también a la parte de los españoles se poblaron no pocos indios, y entre ellos los Carangas a las espaldas de los nuestros. El asiento, así del pueblo de los españoles como de los indios, no es llano, sino en una media ladera, como se requiere en tierra que llueve; el un asiento y el otro lleno de manantiales de agua que Dios nuestro Señor proveyó allí para el beneficio que agora se hace de los metales; si no, ya se hobiera despoblado la mayor parte por falta della, y los manantiales y fuentes, unos están sobre la faz de la tierra, otros a un estado y a menos; el que a dos es muy fondo. El agua en unas partes es mejor que otra, poca para que se pueda beber; guísase con ella de comer y lávase la ropa; no se halla casi cuadra que no tenga muchos manantiales, ni casas sin pozos, y en las calles en muchas dellas revienta el agua. Cuando los metales acudían a mucho más que agora, no los fundían los españoles, sino los indios se los compraban y beneficiaban, y acudían con el precio al criado del señor de la mina. Desta manera el señor de la mina tenía su mayordomo que della tenía cuidado, de hacer los indios ó yanaconas barreteros labrasen, y sacasen el metal a la boca de la mina, adonde cada sábado llegaba el indio fundidor, mirábalo, concertábase por tantos marcos y a otro sábado infaliblemente la traía la plata concertada; estos indios llevaban el metal a sus casas, y lo beneficiaban, y fundían, no con fuelles, porque el metal deste cerro no las sufre; la causa no se sabe; el metal cernido y lavado echábanlo á boca de noche en unas hornazas que llaman guairas, agujereadas, del tamaño de una vara, redondas, y con el aire, que entonces es más vehemente, fundían su metal; de cuando en cuando lo limpiaban y añadían carbón, como vian era necesario, y el indio fundidor para guarecerse del aire estábase al reparo de una paredilla sobre que asentaba su guaira, sufriendo el frío harto recio; derretido el metal y limpio de la escoria, sacaba su tejo de plata y veníase a su casa muy contento. Había a la sazón en el cerro que dijimos se desmiembra de Potosí, y a la redonda del pueblo, más de cuatro mil guairas, que por la mayor parte cada noche ardían, y verlas de fuera y aun dentro del pueblo no parecía sino que el pueblo se abrasaba.


Reginaldo Lizárraga. Descripción Colonial.

viernes, 16 de mayo de 2014

OBITER DICTUM




“Si los primeros jacobinos habían sido lentos al poner en acción sus teorías educativas, pronto reconocieron la significación del lenguaje como base de la nacionalidad, y trataron de obligar a todos los habitantes de Francia a que utilizaran la lengua francesa. Mantenían que el éxito de un gobierno por “el pueblo”, y de la acción colectiva de la nación, dependían no sólo de cierta uniformidad de hábitos y costumbres, sino también, y más, de la identidad de ideas e ideales, que podía lograrse por medio de discursos, la imprenta, y otros instrumentos de educación, con tal que emplearan uno y el mismo lenguaje. Ante el hecho histórico de que Francia no era una unidad lingüística –de que, por añadidura, a los dialectos muy distintos de las diferentes partes del país, se hablaban lenguas “extranjeras” en el Oeste, por los bretones; en el Sur, por los provenzales, vascos y corsos; en el Norte, por los flamencos, y en el Noroeste, por los alemanes alsacianos—, resolvieron baldonar y suprimir los dialectos y las lenguas extranjeras y forzar a todos los ciudadanos franceses a que aprendiesen y utilizaran la lengua francesa.”


Carleton Hayes.

miércoles, 14 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





SOULAS EN LINDOS


            “Ártemis surge con frecuencia, en la actualidad, en el folclore del campesinado, y mientras escribo recuerdo que no lejos de aquí, más allá de las grises pendientes pétreas de Profeta, en el camino que ondula hacia arriba a través de la clemente tierra boscosa alfombrada de cisto blanco y rojo, de anémonas y de grandes peonías, está todavía el emplazamiento de un pequeño monasterio llamado Artamiti, en donde, a juzgar por una inscripción hallada en los alrededores, se levantó otrora un antiguo templo. Ella, como Atenea, era hija de Zeus, y el puritanismo sin amor de la una concuerda a la perfección con las cualidades de su hermanastra, la dadora del fructífero olivo.
         Pero si Rodas perdió a su Señora de Fileremo, ganó en cambio a otro santo local cuya fama crece día tras día y que está en camino de reemplazarla en la veneración general. Todavía no ha surgido una literatura en torno a esta nueva figura, ni un aparato crítico; la propia iglesia ortodoxa parece un tanto intrigada en cuanto al lugar que le corresponde; por lo menos, hagiógrafo alguno ha presentado una explicación de la forma en que Saúl, un fatigado apóstol Pablo, logró conquistar un altar en las bajas colinas que rodean Soroni.
         San Soulas (como se llama en demótico fue, se cree, un miembro del grupo que, encabezado por Pablo, naufragó en las costas de Rodas, durante el viaje a Palestina. En Lindos todavía se señala una pequeña caverna como el lugar en que el grupo pisó tierra. Durante su breve estancia en Rodas, Pablo caminaba kilómetros enteros todos los días, explicando las Escrituras a quien quisiera escucharlo. Sus discípulos seguían su ejemplo, y entre ellos Saúl, quien debió de ser un buen caminador para llegar a Soroni, que en modo alguno se encuentra cerca de Lindos. Sea como fuere, allí encontró un antiguo altar con un manantial de agua caliente… aunque por desgracia la leyenda no ha conservado el nombre del dios tutelar primitivo. Los aldeanos de las vecindades le parecieron necesitados de testimonios, ya que todos ellos eran paganos de la peor ralea; intentó la abjuración, la exhortación y la peroración, sin éxito alguno. Los aldeanos se aferraban a su locura. Habló hasta enronquecer, pero ellos lo observaban con el impasible escepticismo que todos experimentaríamos si un hombrecito velludo, extranjero, barbudo, mal vestido, de pies polvorientos y divertida pronunciación tratase de deshacer en una sola tarde lo que había llevado siglos de piadosos hechizos crear, un complejo de creencias consoladoras, tan caseras como una pulgarada de sal. Saúl no supo qué hacer para enfrentarse a aquellos campesinos obstinados y semianalfabetos. Muy en contra de su voluntad, se vio obligado a recurrir a un milagro. Había por allí mucha gente con llagas. Curó a uno en el acto sumergiéndolo en la fuente.
         --¿Puede vuestro dios hacer esto? –preguntó.
         Los aldeanos entendieron el razonamiento y se pasaron en masa a la verdadera fe.
         Esta historia no me agrada; en primer lugar me parece que las creencias campesinas han tornado confuso el cuadro. Me parece que el propio san Pablo tiene que ser el protagonista de esta creencia ampliamente difundida, porque se llamaba Saúl, o en su forma griega antigua, Saulo. Hay muy pocas dudas de que la fuente de agua caliente ya era famosa por sus curaciones. Además, el tipo más común de llaga en el Egeo parece ser causado por una sustancia parásita contenida en la bolsita que hay en la raíz de las esponjas; es un tipo bastante corriente de dolencia entre los pescadores de esponjas y sólo puede curarse lavando las llagas con algún astringente suave. La fuente pudo haber sido famosa por esas curaciones mucho antes de que san Pablo apareciese en escena. En este contexto debemos recordar quizá que Heracles era el patrono común de las fuentes termales y que su nombre está vinculado al de Lindos desde la más remota antigüedad; según la leyenda antigua, él, como Pablo, llegó a Lindos un día, hambriento después de un largo viaje. Lo acompañaba su hijo Hilo. Pidió comida para éste a un agricultor que pasaba, pero sólo recibió maldiciones. Por lo tanto se apoderó de uno de los bueyes con que el hombre araba y lo devoró con Hilo, mientras el enfurecido dueño del animal los miraba desde lejos y los maldecía. Se dice que éste es el origen de la extraña forma del culto a Heracles que en alguna época se practicó en Lindos. Mientras se ofrecían los sacrificios, el sacerdote oficiante lanzaba juramentos y obscenidades contra el nombre del héroe, no al azar, sino de acuerdo con un orden ritual prefijado. En apariencia no existía nada similar en toda Grecia, y el dicho “como los de Lindos durante sus sacrificios” se hizo proverbial para designar a todos los que usaban lenguaje profano en los lugares sagrados.”



Lawrence Durrel. Reflexiones sobre una Venus Marina. Ediciones Peninsula.

domingo, 11 de mayo de 2014

OBITER DICTUM




“Nada de esto resulta absolutamente inconcebible, pero entre los cargos se incluía otra acusación que vale la pena examinar en detalle. Se refiere a cierto demonio privado de Lady Alice, que se aparecía a veces disfrazado de gato, a veces con la forma de un perro lanudo negro y otras como un hombre negro. Lady Alice lo recibía como su íncubo y le permitía copular con ella. A cambio de ello el íncubo le proporcionaba riquezas: todas sus considerables propiedades habían sido adquiridas con su ayuda. El demonio era conocido por los otros miembros del grupo. Lo llamaban Hijo del Arte, o Robin, Hijo del Arte; Y afirmaban que estaba entre los demonios más pobres del infierno.”


Norman Cohn.

domingo, 4 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE








EN HYDERABAD


“Ya no hay vegetación; ya no existen las grandes palmas. La tierra no es ya roja; casi hace frío… Estas son las sorpresas del primer despertar en Nizam, después de haber viajado toda la noche, después de haber dejado ayer la región, tan verde aún de Pondichérry y de Madrás. Llegamos, esta mañana, a la meseta central de la India, en medio de estepas de piedra. Todo ha cambiado, excepto el croajar de los eternos cuervos.
Landas abrasadas, grisáceas llanuras, alternan con campos de mijo, vastos como pequeños mares. En lugar de los soberbios cocoteros, algunos raros áloes, algunas datileras raquíticas agostadas por la sequía, se alzan alrededor de las aldeas, que, también, han cambiado de aspecto para adquirir un falso tinte árabe. El Islam ha impreso aquí su huella sobre las cosas. El Islam, que, por otra parte, se complace siempre en las regiones tristes, en el deslumbramiento de los desiertos.
Cambio, también, de indumentos.. Los hombres no llevan ya desnudo el torso, sino cubierto con blancas telas; no ostentan ya largas cabelleras, sino que envuelven su cabeza en turbantes.
La sequedad aumenta de hora en hora, a medida que nos hundimos en la monotonía de las planicies. Los arrozales, cuyos surcos se ven trazados aún, están destruidos como por el fuego. Los campos de mijo, aunque más resistentes, amarillean en su mayor parte, condenados sin esperanza. En los que viven aún, hay por doquier vigilantes subidos sobre armadijos de ramas para cazar las ratas y los pájaros, que lo devorarían todo. Pobre humanidad, acechada por el hambre, obstinándose en defender algunos granos contra el exasperado apetito de los animales.
Después del frío de la noche, el sol, despiadado, derrama sobre la tierra un calor de horno. El cielo se extiende limpio y azul como un zafiro inmenso.
El paisaje se hace verdaderamente extraño al fin de la jornada. Sobre el infinito de los mijos sollamados, de las junglas quemadas, hay montones de monstruosas piedras obscuras, especie de bloques erráticos de pulidos contornos, de fantásticas siluetas que parecen haber sido amontonadas en busca siempre de algo atrevido e inestable; éstas en pie todas; aquéllas, inclinadas y sin apoyo, de modo que sus aguzamientos, tan altos a veces como montañas, resulten siempre de la más completa inverosimilitud.
Al ponerse el sol, Hyderabad aparece en fin, muy blanca, envuelta en blanca polvareda, y muy musulmana, con sus techumbres en terraza y sus ligeros alminares. Los árboles del contorno se deshojan, resecos y agonizantes, produciendo una impresión anormal de estación avanzada; una tristeza de otoño en la tórrida tarde. El riachuelo que corre al pie está lejos de secarse. Sus aguas se deslizan tan bajas, que se las ve apenas. Y grupos de elefantes, grisáceos como el fango de las orillas, descienden lentamente al fondo, para tratar de beber y de bañarse.
Expira el día con un rojo incendio de todo el Occidente, tras la ciudad cuyas alburas se extinguen en un azul ceniciento; y los murciélagos gigantes se dispersan en silencio por el cielo demasiado hermoso.”

Pierre Loti. La India. Editorial Cervantes.

viernes, 2 de mayo de 2014

OBITER DICTUM



«La venta de la revista de las JONS había dado motivo al primer incidente serio, delante de la Universidad en la calle de San Bernardo. Un grupo de nuestra gente se enfrentó a los vendedores, y cuando pensábamos en el clásico cambio de puñetazos, uno de los jonsistas, antiguo pistolero de la FAI, comenzó a disparar para proteger la rápida huida de sus camaradas. José Tuñón, hermano de Mateo y yo que íbamos armados, contestamos con unos cuantos disparos y en cuestión de segundos quedó la calle limpia de gente, sin que por fortuna hubiera ninguna víctima. Había empezado en la Universidad «la dialéctica de las pistolas.»


Manuel Tagüeña.