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miércoles, 28 de mayo de 2014

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






ROMA



“La mala policía de Roma se ve desde luego en la suciedad de sus plazas y calles, que sirven de basurero a la vecindad, exceptuando algunas, que parece que tienen privilegio exclusivo para estar limpias, a cada paso se hallan, en los parajes más públicos de la ciudad, montones de basura hediondos, que impiden el paso y apestan el aire. Cualquiera que haya paseado las cercanías de la Plaza de España, que es una de las barriadas más frecuentadas de Roma, habrá visto hasta qué punto llega la desidia del Gobierno en esta parte. En Roma no hay más alumbrado público que el de la luna; cuando ésta falta, todo es tinieblas. La salida de los teatros, a media noche, por callejuelas puercas, oscurísimas entre la confusión de los coches, que corren disparados por todas partes, sin haber quién los contenga ni los ordene, es una de las más difíciles y peligrosas operaciones que tiene que hacer la gente de a pie; todo cochero tiene derecho de atropellar y aplastar impunemente a cuantos animales, llamados hombres, encuentre al paso. Los mendigos son otros tantos basureros ambulantes, que se atraviesan por las calles, entran en las tiendas y los cafés casi desnudos, llenos de jirones y arambeles, hinchados, llenos de costras y úlceras, monstruosos, hediondos, acompañando sus gestos y convulsiones con plegarias lamentables. Otros, que tienen puesto fijo en los parajes más concurridos de la ciudad, se tienden por el suelo, se agrupan con dos o tres chiquillos sarnosos y acancerados, o se ponen de rodillas, cubiertos de una sotana negra, con una cruz en la mano, los brazos abiertos, cerrados los ojos, la barba larga, macilento el color, la voz profunda, con un farol de papel puesto en el suelo, que ilumina de noche la figura y el rostro, produciendo un efecto de luces y sombras digno de los pinceles del Caravaggio; éstos, y las mujeres que se cubren con un trapajo negro la cabeza y el pecho, y prenden un cartel, donde se dice que es una señora, viuda de un capitán, mujer de obligaciones, con cuatro criaturas..., son ciertamente los que menos remueven el estómago; pero también son los más impostores, ninguno de ellos vi que no gozase de salud perfecta, los demás ganan el pan a costa de sus miembros, y por muchos cuartos que recojan, no se les pagan las crueles operaciones que sufren para ejercitar la caridad pública.
No hay extravagancia inglesa que ya no se imite en Italia, ya es moda emborracharse con ponche, hartarse de cerveza, estragarse el estómago con té, dejarse crecer las patillas, cortar las colas a los caballos, correr en ellos, y caer y matarse, gracias a la ridícula construcción de sus sillas, componer comedias que hacen llorar, tragedias que hacen reír, admirar a Milton y criticar al Taso. Y entre tantas cosas como se imitan de aquella nación, no se ha imitado hasta ahora la caridad bien entendida, el arreglo admirable de que cada ciudad y cada parroquia mantenga sus pobres, que no se confundan los infelices con los pícaros, que no se vean espectáculos tan repugnantes e indecentes, que la vejez, la enfermedad, las desgracias humanas hallen un alivio seguro en la protección celosa del Gobierno y en la caridad cristiana, que favorece sus ideas; y la impostura, la holgazanería y los vicios que la acompañan, un castigo inevitable en los calabozos y las galeras.
Habiendo hablado ya de la poca limpieza en las calles de Roma, debe inferirse, por consecuencia, que el barrio de los judíos será un muladar asqueroso y pestífero, porque al descuido general del Gobierno se añade la suciedad y sordidez que particularmente caracteriza al pueblo de Dios. Estos infelices, que pasan de cuatro mil entre chicos y grandes (número que no se incluye en la población total de Roma), viven en un barrio que se cierra de noche en malas habitaciones, amontonados unos sobre otros, por la estrechez del sitio. Aquél es el recogedero de los trapajos más sucios, y aquélla la fábrica donde las reliquias fétidas de lo basureros se convierten en lienzos, paños, sedas y vestidos, que al quererlos usar se deshacen en átomos invisibles. Esta es su principal industria, y éste su comercio; su aplicación, su actividad, son admirables; pagan crecidos tributos, viven oprimidos y despreciados; se sustentan en fuerza de lo que mienten y lo que engañan, pero el Gobierno no les permite otros medios de prosperar. Han solicitado que se les venda un terreno dentro de Roma, para edificar en él un barrio más sano y de una extensión proporcionada a su número, y no lo han podido conseguir, el populacho los detesta, los escarnece, y les compra sus pérfidas mercancías; no hay conmoción popular que no amenace su destrucción. Cuando se alborotó la plebe de Roma, cuatro años ha, y cometió con superior impulso el execrable asesinato de Basville, la turba feroz de los trastiberinos iba ya de mano armada a quemar y saquear el barrio de los judíos, como si hubiese alguna conexión entre la superstición judaica y la constitución francesa entre el Tálmud y los Derechos del Hombre, pero esto prueba a qué estado de opresión y envilecimiento están reducidos. Enfrente de una de sus puertas hay una iglesia, en cuya fachada está pintado un Cristo, con dos inscripciones al pie, una en latín y otra en hebreo, para que lo entiendan mejor, sacadas del capítulo 65 de Isaías; la latina dice así: «Expandi manus meas tota die ad populum incredulum qui graditur in via non bona post cogitationes suas. Populus qui ad iracundiam provocat me ante faciem meam semper».”

Leandro Fernández de Moratín. Viage a Italia. Madrid. M. Rivadeneyra.