ROMA
“La mala policía de Roma se ve desde
luego en la suciedad de sus plazas y calles, que sirven de basurero a la
vecindad, exceptuando algunas, que parece que tienen privilegio exclusivo para
estar limpias, a cada paso se hallan, en los parajes más públicos de la ciudad,
montones de basura hediondos, que impiden el paso y apestan el aire. Cualquiera
que haya paseado las cercanías de la
Plaza de España, que es una de las barriadas más frecuentadas
de Roma, habrá visto hasta qué punto llega la desidia del Gobierno en esta
parte. En Roma no hay más alumbrado público que el de la luna; cuando ésta
falta, todo es tinieblas. La salida de los teatros, a media noche, por
callejuelas puercas, oscurísimas entre la confusión de los coches, que corren
disparados por todas partes, sin haber quién los contenga ni los ordene, es una
de las más difíciles y peligrosas operaciones que tiene que hacer la gente de a
pie; todo cochero tiene derecho de atropellar y aplastar impunemente a cuantos
animales, llamados hombres, encuentre al paso. Los mendigos son otros tantos
basureros ambulantes, que se atraviesan por las calles, entran en las tiendas y
los cafés casi desnudos, llenos de jirones y arambeles, hinchados, llenos de
costras y úlceras, monstruosos, hediondos, acompañando sus gestos y
convulsiones con plegarias lamentables. Otros, que tienen puesto fijo en los
parajes más concurridos de la ciudad, se tienden por el suelo, se agrupan con
dos o tres chiquillos sarnosos y acancerados, o se ponen de rodillas, cubiertos
de una sotana negra, con una cruz en la mano, los brazos abiertos, cerrados los
ojos, la barba larga, macilento el color, la voz profunda, con un farol de
papel puesto en el suelo, que ilumina de noche la figura y el rostro,
produciendo un efecto de luces y sombras digno de los pinceles del Caravaggio;
éstos, y las mujeres que se cubren con un trapajo negro la cabeza y el pecho, y
prenden un cartel, donde se dice que es una señora, viuda de un capitán, mujer
de obligaciones, con cuatro criaturas..., son ciertamente los que menos
remueven el estómago; pero también son los más impostores, ninguno de ellos vi
que no gozase de salud perfecta, los demás ganan el pan a costa de sus
miembros, y por muchos cuartos que recojan, no se les pagan las crueles
operaciones que sufren para ejercitar la caridad pública.
No hay extravagancia inglesa que ya no se
imite en Italia, ya es moda emborracharse con ponche, hartarse de cerveza,
estragarse el estómago con té, dejarse crecer las patillas, cortar las colas a
los caballos, correr en ellos, y caer y matarse, gracias a la ridícula
construcción de sus sillas, componer comedias que hacen llorar, tragedias que
hacen reír, admirar a Milton y criticar al Taso. Y entre tantas cosas como se
imitan de aquella nación, no se ha imitado hasta ahora la caridad bien
entendida, el arreglo admirable de que cada ciudad y cada parroquia mantenga
sus pobres, que no se confundan los infelices con los pícaros, que no se vean
espectáculos tan repugnantes e indecentes, que la vejez, la enfermedad, las
desgracias humanas hallen un alivio seguro en la protección celosa del Gobierno
y en la caridad cristiana, que favorece sus ideas; y la impostura, la
holgazanería y los vicios que la acompañan, un castigo inevitable en los
calabozos y las galeras.
Habiendo hablado ya de la poca limpieza
en las calles de Roma, debe inferirse, por consecuencia, que el barrio de los
judíos será un muladar asqueroso y pestífero, porque al descuido general del
Gobierno se añade la suciedad y sordidez que particularmente caracteriza al
pueblo de Dios. Estos infelices, que pasan de cuatro mil entre chicos y grandes
(número que no se incluye en la población total de Roma), viven en un barrio
que se cierra de noche en malas habitaciones, amontonados unos sobre otros, por
la estrechez del sitio. Aquél es el recogedero de los trapajos más sucios, y
aquélla la fábrica donde las reliquias fétidas de lo basureros se convierten en
lienzos, paños, sedas y vestidos, que al quererlos usar se deshacen en átomos
invisibles. Esta es su principal industria, y éste su comercio; su aplicación,
su actividad, son admirables; pagan crecidos tributos, viven oprimidos y
despreciados; se sustentan en fuerza de lo que mienten y lo que engañan, pero
el Gobierno no les permite otros medios de prosperar. Han solicitado que se les
venda un terreno dentro de Roma, para edificar en él un barrio más sano y de
una extensión proporcionada a su número, y no lo han podido conseguir, el
populacho los detesta, los escarnece, y les compra sus pérfidas mercancías; no
hay conmoción popular que no amenace su destrucción. Cuando se alborotó la
plebe de Roma, cuatro años ha, y cometió con superior impulso el execrable
asesinato de Basville, la turba feroz de los trastiberinos iba ya de mano
armada a quemar y saquear el barrio de los judíos, como si hubiese alguna
conexión entre la superstición judaica y la constitución francesa entre el
Tálmud y los Derechos del Hombre, pero esto prueba a qué estado de opresión y
envilecimiento están reducidos. Enfrente de una de sus puertas hay una iglesia,
en cuya fachada está pintado un Cristo, con dos inscripciones al pie, una en
latín y otra en hebreo, para que lo entiendan mejor, sacadas del capítulo 65 de
Isaías; la latina dice así: «Expandi manus meas tota die ad populum incredulum
qui graditur in via non bona post cogitationes suas. Populus qui ad iracundiam
provocat me ante faciem meam semper».”
Leandro Fernández de Moratín. Viage a Italia. Madrid. M. Rivadeneyra.