EN EL BALLENERO
“Había una cosa curiosa en la tripulación del Esperanza.
El hombre que firmaba como primer oficial era un hombrecillo enclenque y
desmejorado, a todas luces incapaz de cumplir sus funciones. Por su parte, el
pinche era un gigantón barbitaheño, de piel ronceada, miembros enormes y voz
estentórea. Pero, en el momento mismo de zarpar, el oficial decrépito
desapareció en la cocina para hacer de pinche durante la travesía, mientras el
fornido pinche se dirigía a la popa para ejercer las funciones de oficial jefe.
¿Explicación? Pues que uno tenía certificado, pero ya no estaba para muchas
aventuras, mientras que el otro no sabía ni leer ni escribir, pero era un
marinero excelente. Así, mediante un pacto, del que era cómplice toda la
tripulación, intercambiaban los papeles cuando el barco se daba a la mar.
Colin McLean, uno ochenta y cinco de estatura, tieso
y robusto, barba de fuego que desbordaba por las tiras de la gorra, era oficial
por selección natural, título superior a cualquier certificado expedido por el
Ministerio de Comercio. Su único fallo era su carácter demasiado arrebatado:
bastaba muy poco para que se lo llevaran los demonios. Recuerdo que pasé una
noche tratando de separarlo del camarero, el cual había cometido la temeridad
de criticar su manera de perseguir en cierta ocasión a una ballena, que se le
había escapado. Los dos marineros habían bebido bastante ron, lo que había
vuelto a uno discutidor y al otro violento,
heme aquí sentado con ellos en un espacio de aproximadamente siete pies
por cuatro, haciendo lo humano y lo divino para que la disputa no degenerara en
homicidio. De vez en cuando, justo cuando y9o creía que ha había pasado el
peligro, el camarero volvía con la cantinela: “No te ofendas, Colin, lo único
que digo es que, si hubiera sido un poco más rápido con el pez…” No recuerdo
cuántas veces empezó esta frase; pero ni una sola vez la terminó, pues a la
palabra “pez” Colin siempre lo agarraba del cuello, y, a mi vez, yo agarraba a
éste por la cintura, y los tres nos agarrábamos hasta el agotamiento de las
fuerzas y del resuello. Luego, cuando el camarero había recobrado un poco el
aliento, volvía otra vez con la maldita frase, y la palabra “pez” era la señal
para el inicio de otra agarrada. Creo sinceramente que, si yo no hubiera terciado,
el oficial de cubierta lo habría malherido, pues era el hombre más iracundo que
he visto en mi vida.
En total, había a bordo cincuenta hombres, la mitad
escoceses y la otra mitad de las Shetland, a los que recogimos en Lerwick.
Estos últimos eran más ecuánimes, tratables, tranquilos, honrados y mejor
hablados; mientras que los marineros escoceses eran más conflictivos, pero
también más viriles y de carácter más fuerte. Los oficiales y arponeros eran
todos escoceses, pero, como marineros ordinarios, y especialmente como
barqueros, los de Shetland eran ideales.”
Arthur Conan Doyle. Memorias y aventuras. Valdemar.