EL TRABAJO
“Los españoles no conciben que se trabaje
para después descansar. Prefieren hacerlo a la inversa, lo cual, después de
todo, me parece más sensato. Un obrero que ha ganado unos cuantos reales deja
el trabajo, se echa al hombro su chaquetilla bordada, coge la guitarra y se va
a bailar o cortejar a las mozas, sus amigas, hasta que no le queda un cuarto;
entonces vuelve a comenzar. Con tres o cuatro perrillas diarias, un andaluz
puede vivir espléndidamente; con esta cantidad comprará un pan blanco, una raja
enorme de sandía y un vasito de aguardiente; su alojamiento no le costará más
que el trabajo de extender la capa en el suelo bajo un pórtico o un arco de
puente. En general, a los españoles el trabajo les parece cosa humillante e
indigna de un hombre libre, idea muy natural y muy razonable, en mi opinión, puesto
que Dios, queriendo castigar al hombre por su desobediencia, no supo infligirle
mayor suplicio que el ganar el pan con el sudor de su frente. Placeres
conquistados como los nuestros, a fuerza de trabajo, de fatigas, de tensión de
espíritu y de ansiedad, les parecerían muy caros. Como los pueblos sencillos y
mas cerca de la Naturaleza,
tienen una rectitud de juicio que les hace despreciar las satisfacciones con
condición. Para quien llegue de París o de Londres, esos dos torbellinos de
actividad devoradora, de existencia febril y sobreexcitada, es un espectáculo
original la vida que se hace en Granada, vida toda tranquilidad y ocio, ocupada
con la conversación, la visita, el paseo, la música y el baile. Sorprende ver
la tranquilidad feliz de aquellos rostros, la dignidad serena de aquellas
fisonomías. Nadie tiene el aire atareado que se observa en los transeúntes de
las calles de París. Todos van a gusto, eligiendo el lado de la sombra,
deteniéndose para hablar con sus amigos y sin demostrar prisa alguna por
llegar. La certeza de no poder ganar dinero apacigua toda ambición: los jóvenes
no tienen porvenir en ninguna carrera. Los más aventureros se van a Manila, a La Habana o se alistan en el
ejército; pero, por ese estado lamentable de la Hacienda, pasan a veces
años enteros sin oír hablar de sueldo. Convencidos de inutilidad de sus
esfuerzos, no tratan de alcanzar fortunas imposibles, y pasan el tiempo en una
ociosidad encantadora, que favorece la belleza del país y el ardor del clima.
No
me he dado apenas cuenta de la seriedad de los españoles; no hay nada más
engañador que las reputaciones que se hacen a los individuos y a los pueblos.
Por el contrario, los he encontrado sencillos y de una bondad extrema; España
es el verdadero país de la igualdad, si no en palabras, por lo menos en hechos.
El último mendigo enciende su papelito en el puro del gran señor, quien le deja
hacer sin la menor afectación de condescendencia; la marquesa pasa sonriendo
por encima del cuerpo andrajos de los vagabundos que duermen atravesados en el
umbral de su puerta, y cuando va de viaje no hace ningún asco de beber en el
mismo vaso que el mayoral, el zagal y el escopetero que la conducen. Los
extranjeros se acomodan difícilmente a esta familiaridad; los ingleses sobre
todo, que se hacen servir en bandejas las cartas, que cogen con tenacillas. Uno
de estos estimables insulares, que iba de Sevilla a Jerez, envió a su calesero
a que comiera en la cocina. El hombre, que, en el fondo de su alma, pensaba
hacer un gran honor a un hereje sentándose a su mesa, no hizo la menor
observación, y disimuló su enojo con tanto cuidado como un traidor de
melodrama; pero en medio del camino, a tres o cuatro leguas de Jerez, en un
desierto temeroso, lleno de barrancos y malezas, nuestro hombre hizo apearse al
inglés y le grito, fustigando al caballo: “Milord, usted no me ha creído digno
de sentarme a su mesa; yo, don José Balbino Bustamante y Orozco, le juzgo a
usted mala compañía para ir sentado en esta banqueta. Buenas tardes.”
A
los criados y demás servidores se les trata con una dulzura familiar, muy
diferente a nuestra cortesía afectada, que, a cada palabra, parece recordarles
la inferioridad de su posición. Un ejemplo probará nuestro aserto: Habíamos ido
de excursión a la casa de campo de la señora X***. Por la noche se quiso
bailar; pero había muchas más mujeres que hombres. La señora X*** llamó al
jardinero y a otro criado, los cuales bailaron durante toda la velada, sin
azoramiento, sin falsa vergüenza, sin servilismo, como si en realidad formasen
parte de la sociedad. Invitaron, una por una, a las muchachas más bonitas y más
linajudas, que aceptaron su demanda con toda la amabilidad posible. Nuestros
demócratas están aún muy lejos de esta igualdad práctica, y nuestros
republicanos más hoscos se rebelarían ante la idea de figurar en un rigodón
enfrente de un labriego o de un lacayo.”
Theophile Gautier. Viaje por España. Editorial Calpe.