Mi lista de blogs

sábado, 28 de abril de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL TRABAJO


“Los españoles no conciben que se trabaje para después descansar. Prefieren hacerlo a la inversa, lo cual, después de todo, me parece más sensato. Un obrero que ha ganado unos cuantos reales deja el trabajo, se echa al hombro su chaquetilla bordada, coge la guitarra y se va a bailar o cortejar a las mozas, sus amigas, hasta que no le queda un cuarto; entonces vuelve a comenzar. Con tres o cuatro perrillas diarias, un andaluz puede vivir espléndidamente; con esta cantidad comprará un pan blanco, una raja enorme de sandía y un vasito de aguardiente; su alojamiento no le costará más que el trabajo de extender la capa en el suelo bajo un pórtico o un arco de puente. En general, a los españoles el trabajo les parece cosa humillante e indigna de un hombre libre, idea muy natural y muy razonable, en mi opinión, puesto que Dios, queriendo castigar al hombre por su desobediencia, no supo infligirle mayor suplicio que el ganar el pan con el sudor de su frente. Placeres conquistados como los nuestros, a fuerza de trabajo, de fatigas, de tensión de espíritu y de ansiedad, les parecerían muy caros. Como los pueblos sencillos y mas cerca de la Naturaleza, tienen una rectitud de juicio que les hace despreciar las satisfacciones con condición. Para quien llegue de París o de Londres, esos dos torbellinos de actividad devoradora, de existencia febril y sobreexcitada, es un espectáculo original la vida que se hace en Granada, vida toda tranquilidad y ocio, ocupada con la conversación, la visita, el paseo, la música y el baile. Sorprende ver la tranquilidad feliz de aquellos rostros, la dignidad serena de aquellas fisonomías. Nadie tiene el aire atareado que se observa en los transeúntes de las calles de París. Todos van a gusto, eligiendo el lado de la sombra, deteniéndose para hablar con sus amigos y sin demostrar prisa alguna por llegar. La certeza de no poder ganar dinero apacigua toda ambición: los jóvenes no tienen porvenir en ninguna carrera. Los más aventureros se van a Manila, a La Habana o se alistan en el ejército; pero, por ese estado lamentable de la Hacienda, pasan a veces años enteros sin oír hablar de sueldo. Convencidos de inutilidad de sus esfuerzos, no tratan de alcanzar fortunas imposibles, y pasan el tiempo en una ociosidad encantadora, que favorece la belleza del país y el ardor del clima.
         No me he dado apenas cuenta de la seriedad de los españoles; no hay nada más engañador que las reputaciones que se hacen a los individuos y a los pueblos. Por el contrario, los he encontrado sencillos y de una bondad extrema; España es el verdadero país de la igualdad, si no en palabras, por lo menos en hechos. El último mendigo enciende su papelito en el puro del gran señor, quien le deja hacer sin la menor afectación de condescendencia; la marquesa pasa sonriendo por encima del cuerpo andrajos de los vagabundos que duermen atravesados en el umbral de su puerta, y cuando va de viaje no hace ningún asco de beber en el mismo vaso que el mayoral, el zagal y el escopetero que la conducen. Los extranjeros se acomodan difícilmente a esta familiaridad; los ingleses sobre todo, que se hacen servir en bandejas las cartas, que cogen con tenacillas. Uno de estos estimables insulares, que iba de Sevilla a Jerez, envió a su calesero a que comiera en la cocina. El hombre, que, en el fondo de su alma, pensaba hacer un gran honor a un hereje sentándose a su mesa, no hizo la menor observación, y disimuló su enojo con tanto cuidado como un traidor de melodrama; pero en medio del camino, a tres o cuatro leguas de Jerez, en un desierto temeroso, lleno de barrancos y malezas, nuestro hombre hizo apearse al inglés y le grito, fustigando al caballo: “Milord, usted no me ha creído digno de sentarme a su mesa; yo, don José Balbino Bustamante y Orozco, le juzgo a usted mala compañía para ir sentado en esta banqueta. Buenas tardes.”
         A los criados y demás servidores se les trata con una dulzura familiar, muy diferente a nuestra cortesía afectada, que, a cada palabra, parece recordarles la inferioridad de su posición. Un ejemplo probará nuestro aserto: Habíamos ido de excursión a la casa de campo de la señora X***. Por la noche se quiso bailar; pero había muchas más mujeres que hombres. La señora X*** llamó al jardinero y a otro criado, los cuales bailaron durante toda la velada, sin azoramiento, sin falsa vergüenza, sin servilismo, como si en realidad formasen parte de la sociedad. Invitaron, una por una, a las muchachas más bonitas y más linajudas, que aceptaron su demanda con toda la amabilidad posible. Nuestros demócratas están aún muy lejos de esta igualdad práctica, y nuestros republicanos más hoscos se rebelarían ante la idea de figurar en un rigodón enfrente de un labriego o de un lacayo.”

Theophile Gautier. Viaje por España. Editorial Calpe.