EL
MORO, EL PERRO, EL COCHE, EL NOVIO Y EL TRANVÍA
Habíamos salido de
Tánger, en automóvil camino de Tetuán. Era una de esas mañanas mogrebinas, luminosas
y azules en las que, como observaron exactamente los españoles que viven en Marruecos,
«hace frío y, sin embargo, pica el sol». Poco antes de llegar a las quebraduras
trágicas del Fondak, divisamos un pastor moro sentado al borde de la ruta. El
perro que lo acompañaba, al vernos, salió al comedio del camino y empezó a
ladrar. El motorista, presintiendo una desgracia, oprimió la bocina y la voz
del metal despertó los ecos del valle. Pero el temerario animal no se apartaba
y el coche lo mató. Un movimiento de compasión nos obligó a echar pie a tierra.
Únicamente el moro no se movió; tranquilamente, desde el sitio en que se
hallaba, miraba el cadáver. ¿Sentía lo ocurrido?... Probablemente no. De todos
modos era inútil preguntárselo, y reanudamos el viaje. Momentos después
volvimos la cabeza para mirar al extraño dúo que formaban en la serenidad
infinita del campo el cadáver del perro, en medio del camino, y el moro sentado;
los dos quietos, a cuál más. ¡Oh! ¿Quién sabrá nunca lo que sucede en el alma
de un moro?..,.
No hace mucho tiempo,
en una calle céntrica de Madrid, dos novios se despedían: «Ella» subió a un
tranvía; «El» quedose embelesado contemplándola, olvidado del lugar en que
estaba, sin acordarse tampoco de que, para mirarla tenía toda la vida...; y de
pronto otro tranvía, que avanzaba en sentido opuesto, le tiró contra el suelo, despedazándole
bajo sus ruedas. Estas cabriolas del Azar —la Muerte gusta de patinar sobre los
idilios— las sentimos bien las gentes de Europa, tan fáciles a cegar de dolor
como de alegría. Los moros no; un moro se habría despedido de su mujer y no
hubiera vuelto la cabeza.
Eduardo Zamacois. De Córdoba a Alcazarquivir.
Casa Editorial Maucci