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sábado, 7 de abril de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE





EL MORO, EL PERRO, EL COCHE, EL NOVIO Y EL TRANVÍA

Habíamos salido de Tánger, en automóvil camino de Tetuán. Era una de esas mañanas mogrebinas, luminosas y azules en las que, como observaron exactamente los españoles que viven en Marruecos, «hace frío y, sin embargo, pica el sol». Poco antes de llegar a las quebraduras trágicas del Fondak, divisamos un pastor moro sentado al borde de la ruta. El perro que lo acompañaba, al vernos, salió al comedio del camino y empezó a ladrar. El motorista, presintiendo una desgracia, oprimió la bocina y la voz del metal despertó los ecos del valle. Pero el temerario animal no se apartaba y el coche lo mató. Un movimiento de compasión nos obligó a echar pie a tierra. Únicamente el moro no se movió; tranquilamente, desde el sitio en que se hallaba, miraba el cadáver. ¿Sentía lo ocurrido?... Probablemente no. De todos modos era inútil preguntárselo, y reanudamos el viaje. Momentos después volvimos la cabeza para mirar al extraño dúo que formaban en la serenidad infinita del campo el cadáver del perro, en medio del camino, y el moro sentado; los dos quietos, a cuál más. ¡Oh! ¿Quién sabrá nunca lo que sucede en el alma de un moro?..,.

No hace mucho tiempo, en una calle céntrica de Madrid, dos novios se despedían: «Ella» subió a un tranvía; «El» quedose embelesado contemplándola, olvidado del lugar en que estaba, sin acordarse tampoco de que, para mirarla tenía toda la vida...; y de pronto otro tranvía, que avanzaba en sentido opuesto, le tiró contra el suelo, despedazándole bajo sus ruedas. Estas cabriolas del Azar —la Muerte gusta de patinar sobre los idilios— las sentimos bien las gentes de Europa, tan fáciles a cegar de dolor como de alegría. Los moros no; un moro se habría despedido de su mujer y no hubiera vuelto la cabeza.


Eduardo Zamacois. De Córdoba a Alcazarquivir.
Casa Editorial Maucci