En Nueva York, en los años
cuarenta, cuando era muy amigo de Juan Negrín, hijo del que fuera presidente de
Gobierno de la República, y de su esposa, la actriz Rosita Díaz, entre los tres
tuvimos la idea de poner un bar que se llamaría «El Cañonazo» y que sería
escandalosamente caro, el más caro del mundo. En él no se encontrarían más que
bebidas exquisitas, increíblemente refinadas, llegadas de las cinco partes del
mundo.
Sería un bar íntimo, muy
confortable, de un gusto sublime, por supuesto, con una decena de mesas a lo
sumo. En la puerta, para justificar el nombre, habría una vieja bombarda,
provista de mecha y pólvora negra, que se dispararía a cualquier hora del día o
de la noche, cada vez que un cliente hubiera gastado mil dólares.
Este proyecto, atractivo
pero poco democrático, no llegó a ser puesto en práctica. Ahí queda la idea.
Resulta interesante imaginar al modesto empleado de la casa de al lado que se
despierta a las cuatro de la madrugada al oír el cañonazo y le dice a su mujer:
«¡Otro sinvergüenza que se ha gastado mil dólares!»
Luis Buñuel.