EN LA CALLE VELÁZQUEZ
“La casa de
Velázquez, 85, hoy 97 moderno, esquina a Diego de León, fue quizá las más
bonita de todas las siete u ocho que tuve en Madrid, de soltero o de casado,
hasta que levanté el vuelo de la capital para no volver más que de visita. La
casa tenía una estructura un poco desequilibrada pero graciosa; por el lado que
da a Diego de León se ven dos pisos y el bajo, claro, y por la parte de
Velázquez se alzan dos o tres pisos más, me parece que dos. En la esquina había
un jardincito minúsculo, pero en el que quedaba sitio para que pudieran crecer
una par de árboles y una enredadera; en una esquina y casi tapado por la yerba
languidecía un triciclo al que ningún niño tocó jamás, al lado de una tinaja
rota por la mitad en la que una gata parió siete gatitos. A mi no me dejaron
llevarme ninguno para casa y los pobres tuvieron una mala muerte porque una
criada los puso en la vía del tranvía y el 32, Velázquez-Sol-Fuentecilla, les
aplastó el cráneo o los partió por la mitad; la criada estaba muy colorada y muerta
de risa, hay gente muy bestia con la que no se debería tener ni piedad ni
caridad, la mayoría de la gente mayor es muy bestia y desconsiderada. Ahora
aquel jardín ha desaparecido, lo absorbió el Banco de Bilbao que es el actual
inquilino de la plata baja; encima está la galería de la que fue nuestra casa,
con sus mecedoras, sus helechos y sus cortinas de indiana. A la casa se entraba
por Velázquez y creo recordar que no había ascensor, por lo menos para nuestro
piso, que era el principal izquierda, la verdad es que tampoco era alto y se
subía bien. El edificio era –sigue siendo—de ladrillo rojo y, ya digo, muy
armonioso y elegante. Mi cuarto era exterior, era el último de Diego de León y
en el cristal de la ventana había un graven, o sea unas lajas de cristal
movibles, que duró hasta hace poco, duró lo menos sesentas años y aguantó la
guerra civil; lo mandó instalar mi padre para que yo tuviera aire puro porque
por entonces ya empezaba a andar medio escorado de las vías respiratorias, ese
banco de pruebas de la paciencia que me acompañó con tan enojosa tenacidad
hasta bien entrada la madurez. Mis padres, como me cansaba mucho y no se me
quitaba la tos, me llevaron a un médico muy bueno, don Jacobo Elicegaray o
Elizagaray, que era médico de la Real Casa ; vivía
en la calle de Velázquez, creo recordar que entre Ayala y Hermosilla, quizá en
Hermosilla y Goya, en nuestra misma acera, la de los nones, y lucía una solemne
y respetable barba blanca. Don Jacobo era de Santiago, o estuvo trabajando en
Santiago, y había sido médico y amigo de mi abuelo John. Don Jacobo era muy
cariñoso conmigo y me auscultaba dándole aliento al fonendoscopio para que no
estuviese demasiado frío; después me recetaba Siroline Roche para la tos,
Tricalcine para los huesos y los pulmones, bronquios, etc., y emulsión Scott y
aceite de hígado de bacalao, el negro, que era más fuerte y sabía a arenques
prensados, y el claro, que era medio untuoso y repugnante. En una de estas
ocasiones don Jacobo mandó que me hicieran una radiografía de tórax y mis
padres me llevaron a un radiólogo que me parece que estaba por la calle de
Mejía Lequerica, no recuerdo bien; a los dos días mi madre fue a recoger la
radiografía, los iniciados le llamaba placa, y al llegar a casa la miró al
trasluz y se echó a llorar desconsoladamente. Cuando mi padre vino a la hora de
cenar, se la encontró hecha un mar de lágrimas.
--¿Qué te pasa?
--¡Tú verás! Fui a recoger la radiografía de Camilo José
y tiene un agujero enorme en un pulmón.
Me padre miró la radiografía y también se alarmó.
--Bueno, mujer, no anticipemos acontecimientos; ya
veremos lo que nos dice don Jacobo, lo bueno de estas cosas es cogerlas a
tiempo y el niño no puede estar mejor cuidado.
Cuando fueron a llevarle la radiografía, don Jacobo, que
los vio tan mustios y cariacontecidos, se dirigió a mi madre y le preguntó:
--¿Qué te sucede, Camila?
Don Jacobo tuteaba a mi madre y no le cobraba las
consultas a mi padre; ellos correspondían tratándole de usted y con mucho
respeto y regalándole un capón y dos botellas de champán por Navidad.
--Nada don Jacobo, aquí le traemos la radiografía del
niño.
Don Jacobo la miro apoyándola en una pantalla de cristal
esmerilado y no dijo nada alarmante.
--Al chiquillo darle mucho de comer y que tome esos
potingues que voy a recetarle; no tiene nada de importancia y la tos se le
quitará pronto, ya veréis. Traédmelo por aquí antes de iros de veraneo.
Mi madre y no pudo y sin mayores rodeos preguntó lo que
le preocupaba.
--Oiga, don Jacobo, ese agujero que tiene ahí, ¿no es un
poco grande?
Don Jacobo sonrió casi con dulzura.
--No, Camila, ese agujero que tiene ahí tu hijo es de su
tamaño, ni mayor ni menor; ese agujero que tiene ahí tu hijo es el corazón,
puedes marcharte tranquila.”
Camilo José Cela. Memorias, entendimientos y voluntades. Plaza & Janés.