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lunes, 23 de abril de 2012

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EN LA CALLE VELÁZQUEZ


         “La casa de Velázquez, 85, hoy 97 moderno, esquina a Diego de León, fue quizá las más bonita de todas las siete u ocho que tuve en Madrid, de soltero o de casado, hasta que levanté el vuelo de la capital para no volver más que de visita. La casa tenía una estructura un poco desequilibrada pero graciosa; por el lado que da a Diego de León se ven dos pisos y el bajo, claro, y por la parte de Velázquez se alzan dos o tres pisos más, me parece que dos. En la esquina había un jardincito minúsculo, pero en el que quedaba sitio para que pudieran crecer una par de árboles y una enredadera; en una esquina y casi tapado por la yerba languidecía un triciclo al que ningún niño tocó jamás, al lado de una tinaja rota por la mitad en la que una gata parió siete gatitos. A mi no me dejaron llevarme ninguno para casa y los pobres tuvieron una mala muerte porque una criada los puso en la vía del tranvía y el 32, Velázquez-Sol-Fuentecilla, les aplastó el cráneo o los partió por la mitad; la criada estaba muy colorada y muerta de risa, hay gente muy bestia con la que no se debería tener ni piedad ni caridad, la mayoría de la gente mayor es muy bestia y desconsiderada. Ahora aquel jardín ha desaparecido, lo absorbió el Banco de Bilbao que es el actual inquilino de la plata baja; encima está la galería de la que fue nuestra casa, con sus mecedoras, sus helechos y sus cortinas de indiana. A la casa se entraba por Velázquez y creo recordar que no había ascensor, por lo menos para nuestro piso, que era el principal izquierda, la verdad es que tampoco era alto y se subía bien. El edificio era –sigue siendo—de ladrillo rojo y, ya digo, muy armonioso y elegante. Mi cuarto era exterior, era el último de Diego de León y en el cristal de la ventana había un graven, o sea unas lajas de cristal movibles, que duró hasta hace poco, duró lo menos sesentas años y aguantó la guerra civil; lo mandó instalar mi padre para que yo tuviera aire puro porque por entonces ya empezaba a andar medio escorado de las vías respiratorias, ese banco de pruebas de la paciencia que me acompañó con tan enojosa tenacidad hasta bien entrada la madurez. Mis padres, como me cansaba mucho y no se me quitaba la tos, me llevaron a un médico muy bueno, don Jacobo Elicegaray o Elizagaray, que era médico de la Real Casa; vivía en la calle de Velázquez, creo recordar que entre Ayala y Hermosilla, quizá en Hermosilla y Goya, en nuestra misma acera, la de los nones, y lucía una solemne y respetable barba blanca. Don Jacobo era de Santiago, o estuvo trabajando en Santiago, y había sido médico y amigo de mi abuelo John. Don Jacobo era muy cariñoso conmigo y me auscultaba dándole aliento al fonendoscopio para que no estuviese demasiado frío; después me recetaba Siroline Roche para la tos, Tricalcine para los huesos y los pulmones, bronquios, etc., y emulsión Scott y aceite de hígado de bacalao, el negro, que era más fuerte y sabía a arenques prensados, y el claro, que era medio untuoso y repugnante. En una de estas ocasiones don Jacobo mandó que me hicieran una radiografía de tórax y mis padres me llevaron a un radiólogo que me parece que estaba por la calle de Mejía Lequerica, no recuerdo bien; a los dos días mi madre fue a recoger la radiografía, los iniciados le llamaba placa, y al llegar a casa la miró al trasluz y se echó a llorar desconsoladamente. Cuando mi padre vino a la hora de cenar, se la encontró hecha un mar de lágrimas.
            --¿Qué te pasa?
            --¡Tú verás! Fui a recoger la radiografía de Camilo José y tiene un agujero enorme en un pulmón.
            Me padre miró la radiografía y también se alarmó.
            --Bueno, mujer, no anticipemos acontecimientos; ya veremos lo que nos dice don Jacobo, lo bueno de estas cosas es cogerlas a tiempo y el niño no puede estar mejor cuidado.
            Cuando fueron a llevarle la radiografía, don Jacobo, que los vio tan mustios y cariacontecidos, se dirigió a mi madre y le preguntó:
            --¿Qué te sucede, Camila?
            Don Jacobo tuteaba a mi madre y no le cobraba las consultas a mi padre; ellos correspondían tratándole de usted y con mucho respeto y regalándole un capón y dos botellas de champán por Navidad.
            --Nada don Jacobo, aquí le traemos la radiografía del niño.
            Don Jacobo la miro apoyándola en una pantalla de cristal esmerilado y no dijo nada alarmante.
            --Al chiquillo darle mucho de comer y que tome esos potingues que voy a recetarle; no tiene nada de importancia y la tos se le quitará pronto, ya veréis. Traédmelo por aquí antes de iros de veraneo.
            Mi madre y no pudo y sin mayores rodeos preguntó lo que le preocupaba.
            --Oiga, don Jacobo, ese agujero que tiene ahí, ¿no es un poco grande?
            Don Jacobo sonrió casi con dulzura.
            --No, Camila, ese agujero que tiene ahí tu hijo es de su tamaño, ni mayor ni menor; ese agujero que tiene ahí tu hijo es el corazón, puedes marcharte tranquila.”


Camilo José Cela. Memorias, entendimientos y voluntades. Plaza & Janés.