EL PARAÍSO EN BALLARAT
“Ya los descubrimientos menores realizados tres meses antes en la
colonia de Nueva Gales del Sur habían alentado una primera migración hacia
Australia; afluyó entonces un torrente de aventureros, que ahora devino
aluvión. En un solo mes se vertieron sobre Melbourne unas cien mil personas, de
nacionalidad inglesa y otras, y partieron en apretadas filas hacia las minas. Las
tripulaciones de los barcos que los llevaron se integraron en la tropa;
siguieron a éstas los funcionarios de los despachos gubernamentales; y también
se enrolaron cocineros, criadas, cocheros, mayordomos y demás servidumbre
doméstica; y carpinteros, herreros, fontaneros, pintores, periodistas,
redactores, abogados con sus clientes, cantineros, sablistas, tahúres,
estafadores, ladrones, mujeres de vida airada, colmaderos, carniceros,
panaderos, médicos, boticarios, enfermeras; y la policía; e incluso oficiales
de cargo elevado y antes codiciado abandonaron sus posiciones y se juntaron a la
marcha. El rugiente alud se precipitó desde Melbourne y lo dejó desierto como
si fuera domingo, paralizado, en un inerte compás de espera, las naves ancladas
en un ocioso balanceo, disipado todo signo de vida, acallado cualquier sonido
salvo el crujir de los jirones nubosos que fluctuaban en las calles vacantes.
El herboso y hojudo paraíso de Ballarat
fue hendido, lacerado, escarificado y desentrañado en la frenética búsqueda de
sus tesoros ocultos. No hay nada como la minería de superficie para despojar a
una tierra paradisíaca de sus atributos, bellezas y bondades hasta hacer de
ella una visión odiosa y repulsiva.”
Mark Twain. La travesía del Pacífico. Ediciones Laertes.