LOS KURDOS MILLI
“Al atravesar el Éufrates desde Jerablús, se llega a una
región de onduladas estepas cubiertas de hierba, sin árboles ni agua, que por
el Este se extiende hasta el Tigris y por Norte hasta las montañas de Diarbekir
y Nusaybin. De trecho en trecho se ven afloramientos rocosos de caliza o
basalto y uadis de empinadas orillas, secos durante casi todo el año, que
atraviesan la región, pero pocos rasgos destacables rompen la monotonía. Las
extensas praderas, sobre las que las lluvias primaverales esparcen una tenue
alfombra de hierba y flores de tallo corto, adquieren durante el largo verano
un tedioso tono marrón continuo e interminable, y en invierno se llenan de
tramos de fango o desaparecen bajo una efímera capa de nieve. Reina una
agradable espaciosidad en aquel terreno rocoso: el viento lo recorre
libremente, procedente de las montañas del Noroeste o de las lejanas colinas
persas, sin encontrar obstáculos y, aunque el sol resulta molesto a mediodía,
las noches son suaves y frescas y hay vigor en el aire, hermosura en los
amaneceres y en los atardeceres, y una belleza en el distante claro de luna que
cubre el valle y las elevaciones que ni siquiera los áridos desiertos de Egipto
superan.
Por este extenso territorio vagan los kurdos milli. Se
diferencian menos del antiguo pueblo persa que la mayoría de las tribus kurdas
y son nuevos en el lugar, hasta el punto de que su migración aún no ha
concluido, pues continúan empujando lentamente hacia el oeste a los árabes que
ocupan la franja norte de Mesopotamia, y pueblos que hace diez años eran
totalmente árabes, se hallan hoy en manos kurdas. Hablan un dialecto del persa,
aunque la mayoría son bilingües y hablan también árabe o turco, según sus
movimientos los pongan en contacto con uno u otro pueblo en las fronteras. Se
trata de una raza nómada, cuya riqueza la constituyen los rebaños de ovejas y
cabras y los caballos de los que están muy orgullosos; en primavera cultivan a
su manera los fondos de los valles y recogen cereal suficiente para abastecer
sus despensas y alimentar el ganado al año siguiente, pero no perseveran en la
vida asentada de los agricultores. Unos cuantos jefes se permiten el lujo de
tener casas en los valles más ricos, rodeados por las cabañas de sus inmediatos
seguidores, cabañas que, debido a la escasez de madera para techumbres, se
construyen al estilo de las colmenas o de los gigantescos hormigueros de
África, de adobe desde el suelo hasta arriba. Pero incluso los jefes abandonan
con gusto el encierro de las paredes de piedra cuando llega el verano y
recorren la región, plantando sus tiendas donde les apetece y trasladando el
campamento cuando la estancia en un lugar irrita su espíritu errante. Las
tiendas son de tejido de pelo de cabra negro, muy bien tranzado para evitar las
escasas lluvias y colgado sobre una hilera de postes derechos, con puntales más
cortos a los lados para dar altura. La riqueza y rango de un hombre se calcula
por el número de postes de su tienda: desde el refugio de uno o dos palos de
los miembros de los clanes al impresionante palacio del jefe tribal con sus
veinte o treinta palos y un salón con capacidad para medio centenar de
personas. Dentro, las tiendas se dividen con cortinas para aislar la zona de
las mujeres, la habitación principal en la que duermen los hombres y comen y se
reúnen con sus amigos, y casi siempre un espacio semiabierto en un extremo que
sirve de establo y cuadra; las de los ricos están decoradas con killims de colores tejidos por las
mujeres, cuyos delicados dibujos desmecerecen ante nuestros ojos a causa de la
variedad de retazos de telas extravagantes entretejidos en la trama a modo de
borlas.
Las mujeres rara vez se cubren la cabeza, y a menos que
haya un invitado en la tienda –en cuyo caso permanecen discretamente al
margen--, no se muestran tímidas con los desconocidos. En su mayoría
corpulentas, con buen color y rasgos marcados pero no desagradables, coronados
por masas de cabellos negros recogidos en espesas trenzas, no parecen muy
limpias y se visten con poca gracia, aunque con colores alegres; son
espontáneas y hospitalarias, pero a veces crean situaciones incómodas
empeñándose en enseñar a los ingleses cómo hay que vestirse y desnudarse. Los
hombres visten como los árabes, con los que se llevan bien, unidos por su común
odio a los turcos; son buenos jinetes, acostumbran a beber mucho y profesan la
fe de Mahoma en el fondo, prestando poca atención a la religión y dedicándose a
todo tipo de juegos de habilidad y a la caza; como jugadores arriesgan
alegremente su última moneda e incluso la libertad de su familia en un lance de
dados, cruel y traicionero –por el que llegarán a quebrantar incluso el vínculo
de la hospitalidad, sagrado para el honor de los beduinos--: les gusta la
música, bailan muy bien, se apoderan del dinero y los gastan en su adorno
personal; jactanciosos y suspicaces, ladrones de profesión para los que el robo
es tan honrado como en su momento lo fue en las fronteras escocesas, les gustan
las bromas como a los colegiales. Se les pueden tachar de mala gente, pero no
se puede pedir mejor compañía ni cazadores más avezados.”
Leonard
Woolley. Ciudades muertas y… Ediciones del Viento.