LA MIRADA DE HIPSICRACIA
En el día duodécimo, vi que el hambre y la
ración de las rubetas tenían proporción entre sí, y ordené que se la hiciesen
llegar a los escitas en cuévanos de mimbre, más algunas vasijas de barro, esta
vez con agua limpia.
Feroces, se arrojaron sobre los cuévanos
tomando con ambas manos la comida infecciosa a la que dieron fin en corto
tiempo. Después, empezaron a disputar por las vasijas y muy pocos lograron el
agua, dado que se quebraban en las violencias.
Esto era en la hora del amanecer. Los más
vomitaban ya cuando el sol empezó a tener alguna fuerza. Al mediodía, sus
cuerpos estaban hinchados y crujían en contracciones duras de los nervios.
Otros arañaban la tierra y aullaban más alto y feroz que las bestias antes de
agonizar por herida, y todos dejaban caer excrementos líquidos y sangrientos.
Con el sol aún en alto, empezaron a herirse entre ellos, arrancándose los
cabellos y los ojos, como si la ración de rubetas levantase furias y fuerzas
sobre la destrucción de las entrañas. Vi las pupilas giratorias y las lenguas
negras.
Cumplido el deseo de Hipsicracia, ya que los
hombres habrían de morir con la oscuridad, al apartarme vi, en el extremo del
foso, a uno de ellos que, separado de los enloquecidos, había al parecer
despreciado las rubetas. Se mantenía erguido en la serenidad. Consideré la
aparición de un hombre aún noble y hermoso después de la tortura. Le vi sonreír
mientras se abría las venas con los restos de una vasija y ordené que no se lo
molestase.