EL NIÑO EN LA ESTANCIA
En aquella época, el retrato, a todo color,
del gran hombre ocupaba un lugar de honor sobre la repisa de la chimenea de
nuestra sala o salón. La imagen de un hombre de rasgos finos y bien perfilados,
pelo y patillas castaño-rojizas y ojos azules; algunos lo llamaban “el inglés”,
debido a sus rasgos regulares y a su tez sonrosada. Aquel retrato de rostro
severo y apuesto, con las armas de la república—las banderas, los cañones y las
ramas de olivo—en el pesado marco dorado, era uno de los adornos principales de
la habitación, y mi padre estaba orgulloso de él, porque era, por razones que
luego diré, un gran admirador de Rosas, un “rosista” de tomo y lomo, como llamaban
a sus leales. El retrato estaba flanqueado por otros dos: uno era el de doña Encarnación,
la mujer de Rosas, fallecida hacía mucho tiempo, una mujer hermosa, joven y de
aspecto orgulloso, con una gran mata de pelo negro y un fantasioso peinado,
rematado por una gran peineta de concha de tortuga. Recuerdo que, de niños,
solíamos contemplar aquel rostro bajo la mata de pelo negro con extrañeza, casi
con inquietud, pues a pesar de su hermosura, no había en él dulzura ni
amabilidad y, aunque hacía mucho que había muerto, cuando la mirábamos era como
si estuviese viva y sus ojos negros y fríos nos devolvieran directamente la
mirada. La razón por la que aquellos ojos, necesariamente inmóviles, seguían
clavándose siempre en los nuestros, aunque estuviésemos en diferentes lugares
de la habitación, fue un continuo motivo de extrañeza para nuestros cerebros
inexpertos e infantiles.
Al otro lado, estaba el semblante truculento
y repulsivo del capitán general Urquiza, la mano derecha del Dictador, un
matarife feroz como ninguno, que durante años había mantenido su autoridad en
las rebeldes provincias del norte pero ahora acababa del volverse contra él y,
poco tiempo después, con la ayuda del ejército brasileño, conseguiría echarlo
del poder.
W.H. Hudson. Allá lejos y
tiempo atrás. Acantilado.