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lunes, 21 de septiembre de 2015

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






EL ULTIMO VIAJE DE CLEODEMO II



            Considera Kratevas la serenidad inapelable de Cleodemo y deja escrito que aún ocuparon otros dos días afinando las astucias y el pulso que convenían a la utilización del arco de marfil, y dice que, con el paso de las horas, eran en cada tiempo más perfectas la quietud y claridad de las enseñanzas del ateniense.
         Pero Kratevas, desengañado, al separarse del filósofo volvía al sentimiento de hurtarlo a la crueldad.  Sabía que, tras la hora de la segunda guardia, solía comer Cleodemo una escudilla de legumbre y sésamo, al que se había aficionado en Asia, y quedarse después dormido, siempre en el mismo lugar, bajo la rama horizontal de una higuera, hasta que la sombra de ésta se apartaba de él y el sol le despertaba posándose en su rostro. Y a esta hora del sexto día volvió, sabiendo que era la última vez a la casa de Cleodemo. Le acompañaba un servidor que cargaba un cesto de palma tranzada, cerrado con un disco de arcilla y bridas de cuero. Kratevas dice en su escritura que se estremeció al pisar en el zaguán sombrío y fresco. Avanzó, sin dar señal, bajo el sol de los patios interiores y halló abiertas las habitaciones que había de atravesar para descender al pequeño jardín excavado a media ladera sobre el mar. Cleodemo dormía bajo la higuera y respiraba pacífico. Con ademanes en silencio, mandó Kratevas al criado que posara su carga y le dejase solo con el durmiente. Dice luego, con pocas palabras, que teniendo Cleodemo suelto el cinturón y descubierta la garganta, puso el cuévano en su regazo, levantando el disco de arcilla en el mismo momento en que aquél abría sus ojos. Se irguió el áspid y Kratevas recuerda la mirada roja entre las escamas amarillas y el asombro azul en la de Cleodemo. Hubo un instante de inmovilidad y, retirándose un paso, Kratevas excitó a la serpiente por medio de una varilla, con lo cual salto repentina e hirió entre las venas yugulares, desapareciendo después bajo las altas yerbas.
         El resto de esta experiencia aparece escrito en el códice de la siguiente manera:
         “Supe que Cleodemo no sufriría ya la tortura por más que no tardaría en llegar a él la policía de Mitrídates y vi pasar por su rostro la sorpresa y la serenidad. Había comprendido. Me saludó con las palabras de siempre y, mientras buscaba acomodo para reposar la cabeza, me hizo ver que aún la luz no estaba inclinada como convenía a la observación de los grados del desierto. Después me dio las gracias. Yo me estuve quieto y silencioso; sabía que de la herida de esta serpiente aún podrían librarle mezclando cuajo y salitre para envolver la garganta y haciéndole masticar la hiel de una comadreja y la ruda que se hallase en su estómago, pero ahora mi trabajo era callar.
         Una sola vez, Cleodemo dijo que tenía frío. Cerraba los párpados y la luz que había dentro de sus ojos parecía distribuirse bajo la entera piel del rostro; pero hacía por despertarse y, con articulación lenta y aún melodiosa, argumentaba sobre el beneficio de librarse del fuego y, por haberme atrevido yo, excusar la cobardía y la vergüenza, despreciar la piedad negra de Mitrídates.
         Yo estaba sentado a sus pies en la yerba y ya el sol se posaba sobre su rostro, lo cual fue causa de suave ironía sobre que pronto no tendría necesidad de despertarse. Después reparando en la proximidad de una nube, me advirtió sobre la conveniencia de elevar dobles los números perfectos en aquellos días en que no fuera posible la visión clara del desierto, pero rescatando en el arco una octava hacia mayor o menor grado, según el sentido de los vientos, en cada uno de los tres días siguientes al de la opacidad. Dicho esto, se quedó en silencio mirándome solo a través de una delgada línea en la que aún se guardaban humedad y sombra azul.
         Oí un ruido de vértebras y vi que su cabeza se erizaba antes de caer con seca dureza sobre el pecho. Quizá la muerte no era todavía perfecta, pero ya se sentían los pasos de la policía de Mitrídates. Por un portillo que yo sabía, dí en el jardín de otro cortesano dormido también bajo la quietud de las ramas.”

Antonio Gamoneda. 

Libro de los venenos

Ediciones Siruela.