EL ULTIMO VIAJE DE CLEODEMO II
Considera Kratevas la serenidad
inapelable de Cleodemo y deja escrito que aún ocuparon otros dos días afinando
las astucias y el pulso que convenían a la utilización del arco de marfil, y dice
que, con el paso de las horas, eran en cada tiempo más perfectas la quietud y
claridad de las enseñanzas del ateniense.
Pero
Kratevas, desengañado, al separarse del filósofo volvía al sentimiento de
hurtarlo a la crueldad. Sabía que, tras
la hora de la segunda guardia, solía comer Cleodemo una escudilla de legumbre y
sésamo, al que se había aficionado en Asia, y quedarse después dormido, siempre
en el mismo lugar, bajo la rama horizontal de una higuera, hasta que la sombra
de ésta se apartaba de él y el sol le despertaba posándose en su rostro. Y a
esta hora del sexto día volvió, sabiendo que era la última vez a la casa de
Cleodemo. Le acompañaba un servidor que cargaba un cesto de palma tranzada,
cerrado con un disco de arcilla y bridas de cuero. Kratevas dice en su
escritura que se estremeció al pisar en el zaguán sombrío y fresco. Avanzó, sin
dar señal, bajo el sol de los patios interiores y halló abiertas las
habitaciones que había de atravesar para descender al pequeño jardín excavado a
media ladera sobre el mar. Cleodemo dormía bajo la higuera y respiraba
pacífico. Con ademanes en silencio, mandó Kratevas al criado que posara su
carga y le dejase solo con el durmiente. Dice luego, con pocas palabras, que
teniendo Cleodemo suelto el cinturón y descubierta la garganta, puso el cuévano
en su regazo, levantando el disco de arcilla en el mismo momento en que aquél
abría sus ojos. Se irguió el áspid y Kratevas recuerda la mirada roja entre las
escamas amarillas y el asombro azul en la de Cleodemo. Hubo un instante de inmovilidad
y, retirándose un paso, Kratevas excitó a la serpiente por medio de una
varilla, con lo cual salto repentina e hirió entre las venas yugulares,
desapareciendo después bajo las altas yerbas.
El
resto de esta experiencia aparece escrito en el códice de la siguiente manera:
“Supe
que Cleodemo no sufriría ya la tortura por más que no tardaría en llegar a él
la policía de Mitrídates y vi pasar por su rostro la sorpresa y la serenidad.
Había comprendido. Me saludó con las palabras de siempre y, mientras buscaba
acomodo para reposar la cabeza, me hizo ver que aún la luz no estaba inclinada
como convenía a la observación de los grados del desierto. Después me dio las
gracias. Yo me estuve quieto y silencioso; sabía que de la herida de esta serpiente
aún podrían librarle mezclando cuajo y salitre para envolver la garganta y
haciéndole masticar la hiel de una comadreja y la ruda que se hallase en su
estómago, pero ahora mi trabajo era callar.
Una
sola vez, Cleodemo dijo que tenía frío. Cerraba los párpados y la luz que había
dentro de sus ojos parecía distribuirse bajo la entera piel del rostro; pero
hacía por despertarse y, con articulación lenta y aún melodiosa, argumentaba
sobre el beneficio de librarse del fuego y, por haberme atrevido yo, excusar la
cobardía y la vergüenza, despreciar la piedad negra de Mitrídates.
Yo
estaba sentado a sus pies en la yerba y ya el sol se posaba sobre su rostro, lo
cual fue causa de suave ironía sobre que pronto no tendría necesidad de
despertarse. Después reparando en la proximidad de una nube, me advirtió sobre
la conveniencia de elevar dobles los números perfectos en aquellos días en que
no fuera posible la visión clara del desierto, pero rescatando en el arco una
octava hacia mayor o menor grado, según el sentido de los vientos, en cada uno
de los tres días siguientes al de la opacidad. Dicho esto, se quedó en silencio
mirándome solo a través de una delgada línea en la que aún se guardaban humedad
y sombra azul.
Oí un
ruido de vértebras y vi que su cabeza se erizaba antes de caer con seca dureza
sobre el pecho. Quizá la muerte no era todavía perfecta, pero ya se sentían los
pasos de la policía de Mitrídates. Por un portillo que yo sabía, dí en el
jardín de otro cortesano dormido también bajo la quietud de las ramas.”