LEJOS DE BOHEMIA Y BELGRAVIA
Si he logrado insinuar las virtudes más modestas de mi propia
familia y de la clase media, espero que habrá quedado claro que éramos tan feos
como las verjas y farolas entre las que paseábamos. Quiero decir que nuestra
ropa y nuestros muebles estaban aún desprovistos de cualquier toque «artístico», a pesar de un bien documentado interés por el arte.
Estábamos aún más lejos de Bohemia que de Belgravia. Cuando mi madre decía que
nunca habíamos sido respetables, quería decir que nunca habíamos sido
elegantes, aunque tampoco fuéramos desaliñados. Comparados con el esteticismo
que desde entonces ha invadido Londres, todos nosotros éramos claramente
desaliñados. Y todavía más en mi propia familia, porque mi padre, mi hermano y
yo considerábamos normal la apariencia desaliñada. No nos preocupábamos por
llevar ropa cuidada. Los estetas se preocupaban por llevar ropa despreocupada.
Yo llevaba un abrigo corriente; y no sé si por el roce o la fricción involuntarios
se convirtió en un abrigo extraordinario. El bohemio llevaba sombrero de ala
lánguida, pero no languidecía con él. Sin embargo, yo sí languidecía bajo un
sombrero de copa; un sombrero escandalosamente malo, pero que no pretendía
escandalizar al burgués. Yo mismo era, en ese aspecto, totalmente burgués. A
veces, aquel sombrero, o algo semejante a su fantasma, todavía aparece como un
espectro y sale del cubo de basura, de la casa de empeños o del Museo Británico
para aparecer en el garden-party
real. Desde luego puede que no sea el mismo. El original era más apropiado para
el espantapájaros de un huerto que para un invitado en los jardines del rey.
Pero la cuestión es que nosotros no creímos nunca que la moda o las convenciones
fuesen algo lo bastante serio como para seguirlas o desafiarlas.
G. K. Chesterton.
Autobiografía.
Acantilado.