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viernes, 19 de febrero de 2016

OTRA BALSA EN EL AQUERONTE






Y LA EDUCACIÓN


            “El paso de la niñez a la pubertad y la misteriosa metamorfosis que da como resultado ese monstruo que es un adolescente podrían muy bien resumirse en un pequeño detalle, el de las antiguas mayúsculas del alfabeto griego: la gran zeta, una esfera atravesada por un aro como Saturno, o la gran épsilon, como un esbelto cáliz curvado, conservan todavía para mí un encanto y un misterio indescriptibles, como si fueran signos de calurosa bienvenida trazados sobre el amanecer del Edén. Las minúsculas griegas corrientes, aunque ahora me resultan mucho más familiares, me parecen cositas bastante desagradables, como una nube de mosquitos. En cuanto a los acentos griegos, logré con éxito, a lo largo de una larga serie de trimestres escolares, evitar aprendérmelos; jamás me he sentido tan satisfecho como cuando, tiempo después, descubrí que los griegos tampoco se los aprendieron nunca. Sentía un claro orgullo de ser tan ignorante como Platón y Tucídides. Al menos, los griegos que escribieron la prosa y la poesía que merecían la pena estudiarse, no los conocían; según creo, los acentos fueron un invento de los gramáticos renacentistas. Pero es un hecho psicológico que la contemplación de una mayúscula griega aún me llena de felicidad; la de una minúscula, de indiferencia teñida de disgusto y la de los acentos, de una santa indignación rayana en la irreverencia. Pienso que la explicación radica en que aprendí las mayúsculas griegas, como las mayúsculas inglesas, en casa; me las enseñaron como un juego cuando aún era pequeño, mientras que las otras las aprendí durante el período que llamamos educación, ese período en el que un desconocido me instruía sobre cosas que no deseaba saber.
         Cuento esto sólo para mostrar que yo era mucho más sabio y abierto a los seis años que a los dieciséis. Dios no permita que esto me sirva de base para una teoría pedagógica. En ciertos aspectos, este trabajo no puede dejar de ser teórico, pero no es necesario rizar el rizo y que además sea pedagógico. Desde luego, no adoptaré esa elegante actitud moderna de revolverme e insultar a mis maestros porque decidí no aprender lo que ellos estaban dispuestos a enseñar. Puede ser que en las renovadas escuelas de hoy, al niño le enseñen de tal forma que grite de placer a la vista de un acento griego. Pero me temo que es mucho más probable que las escuelas modernas se hayan librado del acento librándose del griego. Y en este punto, como suele ocurrir, estoy sin lugar a dudas del lado de mis maestros y en contra mía. Me alegro mucho de que mis denodados esfuerzos por no aprender latín se vieran frustrados en cierta medida y de no haber conseguido siquiera escapar de la contaminación de la lengua de Aristóteles y Demóstenes. Al menos sé el suficiente griego para coger el chiste cuando alguien dice (como sucedió el otro día) que el estudio de esa lengua no es propio de una época democrática. No sé de qué lengua pensaba él que procedía la democracia, y eso que hemos de admitir que esa palabra parece haberse convertido hoy en día en parte de la jerga periodística. Pero de momento lo que me interesa es el aspecto personal o psicológico, mi propio testimonio íntimo ante el hecho que, por un motivo u otro, un muchacho pasa, con toda seguridad, de un primer estadio en el que desea aprender casi todo aun estadio posterior en el que apenas desea saber nada. Un viajero muy pragmático, con mucha experiencia y poca mística, me soltó en cierta ocasión: «Debe de haber algo en la educación totalmente equivocado. Hay mucha gente con niños maravillosos y los adultos son todos unos inútiles.» Se muy bien a qué se refería; aunque tengo dudas de si mi inutilidad actual es fruto de mi educación o si tiene algún otro motivo más misterioso y profundo.”


G. K. Chesterton. Autobiografía.
Acantilado.