CHINOS EN EL TREN
“De todas las emociones estúpidas, el resentimiento que sentían los
viajeros blancos para con nuestros compañeros del vagón de los chinos, era la
más estúpida y la peor. Parecían no haberles mirado ni escuchado nunca, ni
haber pensado en ellos, sino que los odiaban a priori. Los mongoles eran sus
enemigos en ese cruel campo de batalla del dinero. Podían trabajar mejor y por
salarios más bajos en cincuenta industrias, por lo tanto, no había ninguna
calumnia contra ellos que fuera demasiado fútil para que los blancos la
repitieran, o aun llegaran a creer. Los consideraban insectos dañinos y fingían
sentir una especie de ahogo cuando los veían. Ahora bien, en realidad, las
chinas jóvenes se parecen tanto a una clase de mujeres europeas, que al
levantar la vista y ver a una de ellas desde cierta distancia, me he sentido muchas
veces engañado durante un momento por la semejanza. No diré que se trata de la
clase más atractiva de nuestras mujeres, pero muchas esposas están menos
dotadas de encantos que ellas. Por otra parte, los inmigrantes afirmaban que
los chinos eran muy sucios. No diré que fueran limpios, pues ello resultaba
imposible durante el viaje; pero en sus esfuerzos por lograr un poco de higiene
los demás no podíamos hacer otra cosa sino avergonzarnos de nosotros mismos.
Todos vivíamos como cochinos y nos volcábamos en el mismo cieno, diariamente
nos humedecíamos las manos y la cara durante un minuto y no sentíamos ninguna
vergüenza. Pero los chinos no perdían nunca la oportunidad de efectuar una
higiene más completa, y se les podía ver lavándose los pies (algo que ni
siquiera soñábamos hacer nosotros) y llegando tan lejos como lo permitía la
decencia para lavar todo su cuerpo. De paso podría comentar que cuanto más
descuidadas son las personas en su higiene personal, tanto más delicado es su
sentido del pudor. Un hombre limpio se desnuda frente a sus compañeros del club
de remo; pero el que está sucio se desliza de la cama sin descubrir un solo
centímetro de su piel. Finalmente, los sucios y malolientes blancos habían
concebido la sorprendente idea de que era el vagón de los chinos solamente el
que tenía mal olor. Ya he afirmado que era la excepción y, además, el más
fresco de los tres.
Estos juicios son el ejemplo del sentimiento que predomina en toda la América occidental. Se
considera que los chinos son estúpidos debido a su poca familiaridad con el
idioma inglés. Se les desprecia porque su destreza y frugalidad les permite
trabajar por menos paga que los holgazanes y pretenciosos caucásicos. Se dice
que son ladrones; estoy seguro de que no tienen el monopolio de ese pecado. Se
les llama crueles; los anglosajones y los alegres irlandeses deberían
reflexionar un poco antes de pronunciar esa acusación. También se me dice que
son una raza de piratas de río y que pertenecen a la clase más despreciada y
peligrosa del Celeste Imperio. Mas, si eso es cierto ¡qué piratas más
extraordinarios son! ¡Y cuáles serán las virtudes, la industria, la educación y
la inteligencia de las clases superiores que permanecieron en su tierra!
Poco antes era a los irlandeses a quienes se combatía ahora son los
chinos los que deben alejarse. Tal es el grito del pueblo. Al fin y al cabo,
parece que ningún país se somete de buen grado a la inmigración, como tampoco
quieren someterse a la invasión; cada una es una guerra a sangre y fuego, y la
resistencia a cualquiera de las dos no es otra cosa que legítima defensa. Sin
embargo, así las cosas podemos lamentar la tradición libre de la república que
gusta representarse a sí misma con los brazos abiertos, dando la bienvenida a
todos los infortunados. Y seguramente que, siendo hombre amante de la libertad,
se me excusará si demuestro amargura al ver su sagrado nombre pisoteado en la
contienda. Hace muy pocos días, oí a un individuo vulgar en el Sand-Lot, la
tribuna popular de San Francisco, pidiendo a gritos armas y matanza.
-- Al llamamiento de Abraham Lincoln— decía el orador—se levantaron
ustedes en nombre de la libertad para libertar a los negros. ¿No pueden
levantarse ahora y libertarse ustedes mismos de unos pocos mongoles sucios?”
Robert L. Stevenson. De praderas y
bosques. Ediciones Península.