UN JUDÍO EN PARÍS
De pronto ocurrió un lance que pudo costarme muy caro. Delante
de nosotros, a bastante distancia, un numerosísimo grupo antidreyfusista, se
apiñaba profiriendo en gritos iracundos contra Zola y los judíos. Repentinamente,
como por ensalmo, los gritos cesaron para comenzar en seguida. Todos voceaban:
—¡Un judío... un judío!...
¡A ese, que es judío!...
Advertimos en la muchedumbre un movimiento extraño, e
inmediatamente Luisa y yo, presintiendo un grave peligro quisimos apartarnos de
allí, huyendo del centro del paseo hacia la acera más próxima. Luisa corría
delante de mí, repitiendo:
—Ven, ven...
Pero ya no pudimos, porque a los dos la emoción de lo trágico
acababa de encadenarnos al suelo. Del fondo negro formado por los gabanes y
obscuros trajes de los manifestantes, surgía el rostro lívido, espantosamente lívido,
de un hombre que huía; y tras aquel semblante descompuesto por el terror, otros
semblantes, pálidos ó rojos, descompuestos por la ira.
—¡A ese, a ese, que es
judío! ¡Matadle ahí!— rugían quinientas gargantas.
La emoción me había quitado todo movimiento y mis ojos se
dilataban abarcando el horror de la innoble escena; Luisa me llamaba
inútilmente desde lejos. El pobre judío perseguido corría hacia mí derechamente;
había perdido el sombrero y sobre su frente cubierta de sangre los cabellos se
erizaban; tenía los labios exangües; en sus ojos, de par en par abiertos por el
miedo, creí leer una súplica dirigida a mí; la súplica de no lastimarle, de no
atajarle en su huida... Era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto
y vigoroso; los que le acosaban de más cerca, eran quince a veinte estudiantes,
jovenzuelos barbilampiños en su mayoría, que se disputaban el placer innoble de
golpear a mansalva sobre la pobre víctima: uno le daba un puntapié en los riñones;
aquél, queriendo acogotarle, le desgarraba el cuello; otro, de un bastonazo en
la cabeza, le derribó. Entonces todos le rodearon: algunos, por el impulso
adquirido en la carrera, no pudieron detenerse y pasaron sobre el infeliz
caído; pero muy luego volvieron sobre sus pasos y todos fueron a pisotearle, a
insultarle, a escupirle... Aun pudo la víctima levantarse y continuó caminando,
siempre hacia mí; ya no corría, el terror, sin duda,' paralizaba sus piernas y
limitábase a andar, alelado, humillando la cabeza y el busto bajo los golpes.
—¡Es un perro judío!
—gritaban todos— ¡acabemos con él!...
Eduardo
Zamacois.
De mi vida.
Editorial Sopena.
De mi vida.
Editorial Sopena.