ELDORADO EN BERLÍN
Me dicen que este vicio tuvo su periodo culminante en lo que los
alemanes llaman «el gran tiempo», la Alemania exuberante de antes de la guerra.
Fue, según parece, una secuela del militarismo; Alemania era un cuartel, y por
entre la férrea disciplina de los cuarteles, el apetito sexual se torcía y
deformaba para ir a dar en el homosexualismo. Este es hoy una institución, por
lo visto, tan respetable como cualquier otra. Los homosexuales tienen en Berlín
sus casinos, sus cabarets, sus periódicos. He quedado sorprendido repasando
varias publicaciones homosexuales de las que están llenos los quioscos, en las
cuales se defiende con argumentaciones de carácter científico y hasta religioso
esta aberración. Han llegado algunos tipos de homosexuales a tal grado de
perfección en este anhelo de emular y superar a la mujer, que el tenorio
callejero tiene que tener un exquisito cuidado en sus escarceos, porque pueden
ocurrirle lamentabilísimas equivocaciones. La Policía consiente a los
homosexuales andar por las calles de Berlín disfrazados de mujer, con la sola
condición de que el disfraz sea tan perfecto que no se advierta la superchería.
A todos los extranjeros que pasan por Berlín se les brinda la ocasión de ir a
visitar el típico cabaret de homosexuales: Eldorado. Es un cabaret exactamente
igual a todos los demás —tan aburrido y triste como todos—, con la sola diferencia
de que las tanguistas que merodean por los palcos y se lucen en el parquet no
son mujeres. Hombres, yo no puedo asegurar que lo sean. Las estrellas de la
danza que actúan en este cabaret son igualmente de ese género neutro que la
civilización produce con tanto refinamiento y perfección. Uno las ve danzar
artísticamente, semidesnudas, y se asusta un poco al pensar que también esto es
una cuestión puramente metafísica. La mujer, por su parte, al mismo tiempo que
el hombre, se entrega a idéntica aberración. El espectáculo que estas chicas
«equivocadas» —llamémoslas así— dan en los sitios públicos, no por frecuente y
tolerado en Berlín, puede referirse circunstancialmente en España. Ya he dicho
que la interpretación de la moral es una simple cuestión de latitud. Estos
casos de anormalidad sexual que se dan en todas partes y son tan viejos como el
mundo no merecerían siquiera un comentario si no fuese porque su porcentaje es
tan elevado, que toman ya la categoría de hecho social. Los hombres de ciencia
alemanes no se empeñan en desconocerlos ni los ocultan. Por el contrario, hay
una formidable acción científica encaminada a la corrección de estas
anormalidades, atacándolas tan de frente, con tanta claridad y crudeza, que al
recordar por contraste la pudenda intervención del Gobierno español en aquel
malogrado curso de Eugenesia que se intentó en Madrid, se piensa en que este
Gobierno y estos hombres de ciencia están locos o en España somos gente de una
hipersensibilidad moral.