Su Excelencia me
examina unos instantes y avanza apausado, con lentitud ensayada y efectista; al
llegar a mí me ofrece su diestra pulida y pequeña, y con una languidez al par
amable y fatigada —el ademán de alguien que va cansándose de ser demasiado indulgente,
demasiado bueno— me autoriza a sentarme. Obedezco. Yo ocupo un sillón. Su
Excelencia se ha instalado a mi izquierda, en la sombra, sobre un diván. Su
sitio es superior al mío; es un lugar "estratégico", desde el cual me
observa y escruta mejor que yo a él, puesto que yo estoy en la luz; y un
segundo vuelvo a acordarme de aquellos cancerberos que —según aseguran— desde
las habitaciones y pasillos contiguos al salón apuntan con sus revólveres a los
visitantes. Mas apenas pienso en ello, cuando la visión siniestra se va...
Eduardo
Zamacois