Aquella misma noche, bajo el furioso aguacero que encharcaba las
calles, fui a casa de Manuel Paso; allí estaban su hermano Antonio, su hermana y
su madre, Gracia Álvarez y Dicenta, que batallaba por sobreponerse al dolor y a
la idea obsesionante de la muerte escribiendo las primeras escenas de su drama
Aurora. Joaquín y yo penetramos en la alcoba del enfermo; un dormitorio
cuadrangular donde ya comenzaba a respirarse el aire denso y pestilente de los
ataúdes. En un hueco de la almohada yacía inerte la cabeza de Manuel; una cabeza
de Greco, enjuta y larga, con la frente bruñida y el mentón afilado por la
muerte apoyado sobre el embozo de las mantas.
—Eso —murmuró
Dicenta— ya no es un hombre.
Eduardo Zamacois